El canto de un grillo me devuelve lentamente a este mundo tras el sopor de una siesta veraniega. He cobrado esta mañana algunas codornices –pocas, como empieza a ser la norma–, he hecho alguna foto a Melba, mi drahthaar, posando con ellas y después de comer me he quedado traspuesto.
Pienso, aún amodorrado, lo raro que resulta escuchar un grillo hoy en día y en la suerte que ha tenido este ‘músico’ de no haber muerto fumigado.
Junto al cri, cri, cri, una agradable brisa entra por la ventana y me traslada a otro tiempo. Una brisa suave como aquella que, llegada del Paraná, peinaba los campos de sorgo de la Pampa argentina, donde a primera hora de la mañana se escucha el agradable silbido de la ‘perdiz’ que, como los grillos en las noches de verano castellanas, ambienta el alba en las planicies del Cono Sur americano.
Un ave que ha inspirado, además de a cazadores, a algún poeta del que ahora me llegan también a la mente fragmentos de versos deslabazados: «oronda perdiz», «trillo amarillo»; y que, gracias a internet, consigo reconstruir más tarde.
Son versos del poeta uruguayo Juan Burghi, también conocido como «el zoólogo lírico»:
«Cuando el sol con nuevo brillo
da al campo el primer matiz,
se aparece la perdiz
muy oronda por el trillo;
lleva su traje amarillo
de recortada capita,
y es tan gentil, tan damita
que, por hilar una charla,
dan ganas de saludarla:
“Buenos días, señorita”…»
De paso rastreo en la red otros versos y canciones que he tenido perdidos hasta hoy en la memoria y que consigo resucitar tan solo con poner alguna estrofa en YouTube, ¡milagroso!
Como esa milonga que llevaba mi madre en el clásico cassette en el coche, al parecer compuesta por José «Pepe» Razzano, integrante del célebre dúo Gardel-Razzano, que en su letra hace esta mención a la que yo pensaba de niño que era nuestra perdiz roja.
Se trata de La milonga del peón de campo, que popularizaron los no menos célebres Atahualpa Yupanqui y Jorge Cafrune y que comenzaba: «Yo nunca tuve tropilla, siempre montao en ajeno». Y terminaba:
«En más de alguna ocasión
quisiera hacerme perdiz
para ver de ser feliz
en algún pago lejano
pero la verdad, paisano:
¡Me gusta el aire de aquí…!»
Aunque habría que decir al maestro Razzano que, si lo que buscaba era la rima, de acuerdo; pero que, si lo que quería realmente era ser feliz en algún pago lejano, lo mejor habría sido que hubiera elegido convertirse en otra ave, ya que la perdiz sudamericana o inambú –más propiamente llamada–, verdadera aludida en la copla, es un ave sedentaria muy apegada a la tierra donde habita, como nuestras perdices.
Y lo cierto es que, como dice el refrán de la de aquí, «nace donde va a morir».
Admirando una de las perdices montaraces (nothoprocta cinerascens) que cuelga en la percha junto a varias martinetas coloradas (rhynchotus rufescens) –norte de Argentina, 1988–, hoy protegidas en ese país. La variedad de especies que pueden llegar a adornar una percha es uno de los grandes alicientes de la opción sudamericana para el cazador naturalista a rabo de perro.
Estas aves de la familia de los tinamúes (géneros Nothura y Nothoprocta) son de costumbres terrestres, esencialmente corredoras y de dudosa fama como voladoras, algo que hacen solo en casos de extrema necesidad y –la verdad– sin buscar nunca un «pago lejano».
Aunque si atendemos a relatos de algunos viajeros que recorrieron las llanuras latinoamericanas en los siglos XVIII y XIX, a veces ni en dichos casos levantan el vuelo.
Estos autores describen cómo capturaban perdices sin bajarse del caballo, dando varias vueltas en torno al ave y estrechando cada vez más el círculo hasta que aquella se achantaba y no atinaba a huir; entonces se la golpeaba con un palo, como en una jugada de polo, o se la laceaba por el cuello con una guita atada a una larga caña.
Pero, si es cierto lo que relata Guillermo Hudson, otro cronista de esa época, no es de extrañar que las perdices se resistieran a volar temiendo «caer en las brasas al saltar de la sartén».
Este autor afirma que, en el curso de una cabalgada de solamente cuatro kilómetros, vio cómo tres de estas aves que levantaron repentinamente el vuelo junto a su caballo hallaron la muerte al estrellarse contra una cerca próxima al camino.
Refiere también haber visto otra perdiz que se estrelló contra la pared de una casa.
Seguramente han sido este tipo de crónicas las que han inspirado la creencia de que estas perdices son muy malas voladoras y que es posible capturarlas fácilmente con la mano después de acosarlas y cansarlas con caballos o perros.
Confieso no haber intentado nunca ‘agarrar’ una perdiz con la mano, así que no me atrevo a negar –aunque lo dudo– que eso sea posible.
Según escribe Raúl L. Carman en un artículo publicado en El sitio argentino de producción animal, esto no deja de ser un bulo y comenta que
«esta afirmación se suma a otras exageraciones sobre el vuelo de la perdiz que, si bien es torpe y casi sin posibilidad de modificar su trayectoria, es lo suficientemente veloz, elevado y sostenido como para ponerla a salvo de sus enemigos. Así que, lo de capturar perdices con la mano siempre me pareció un método similar al de echarles sal en la cola».
Es verdad que la perdiz chica no tiene en el aire la gracia de una golondrina, pero es que tampoco lo necesita: su forma de volar simplemente es la consecuencia de una estrategia para dejar plantados a sus predadores, en la que prima la explosividad y la rapidez en perjuicio de una mayor capacidad de maniobra.
La pequeña perdiz, cuando no consigue zafarse a peón de su perseguidor, arranca ruidosamente valiéndose de sus cortas y potentes alitas, y huye como un cohete con un rápido vuelo bajo y rectilíneo, emitiendo un silbido entrecortado y alternando planeos con frenéticos aleteos, que la puede alejar del peligro –dependiendo de las especies– hasta unos 300 metros.
Eso sí, es frecuente, y de eso sí he sido testigo muchas veces, que la ‘gentil damita’, al cubrir esa distancia, se deje caer de culo para aterrizar dando botes, perdiendo así todo su glamour.
Precisamente esta reticencia a despegar y su impetuoso vuelo, amén de la excelencia de su carne, las hace aves de gran interés cinegético y económico.
La caza del inambú ha sido practicada en América latina desde siempre.
Para hacernos una idea, existen datos de 1961 en los que se estima que alrededor de cinco millones de perdices fueron abatidas solo en Argentina ese año, siendo la perdiz chica (Nothura maculosa) la especie que, con diferencia, engrosó las perchas.
Y era algo habitual encontrarla en los mercados de Buenos Aires, incluso se llegó a exportar a Estados Unidos.
Pablo Capote en Corrientes (Argentina), con Mario Batistón en agosto de 1988.
También en el sur de Brasil, Uruguay y Paraguay ha sido tradicionalmente una de las aves más perseguidas, seguramente solo superada en la actualidad en número de ejemplares abatidos por la tórtola (zenaida auriculata), estrella sin duda de la caza menor sudamericana para los cazadores ávidos de pegar muchos tiros en puestos fijos.
A pesar de todo, parece que, en general, la pequeña perdiz aguanta bien la presión cinegética y ha demostrado una gran adaptabilidad; y si bien a algunas especies de inambúes les ha afectado la moderna conversión de sus entornos naturales en campos de cultivo, a otras les ha beneficiado, siempre que se ha trabajado de una forma mínimamente respetuosa y ecológica.
Como decía, ese intento de zafarse de sus perseguidores escurriéndose entre la broza antes de volar es ideal para poner a prueba al perro de muestra, que frecuentemente se ve obligado a ir y venir y dar vueltas buscándola tras un rastro laberíntico antes de conseguir pararla.
Esta es la modalidad preferida por los cazadores sudamericanos; y el pointer es el perro más popular y no solo para cazar: casi todos los estudios de población de las distintas especies de inambúes se realizan haciendo transectos con esta raza como herramienta.
Una vez parada por el perro, la perdiz aguanta la muestra pacientemente incluso antes de haber dado el primer vuelo.
El tiro, sin poder considerarse difícil, tiene más miga de lo que parece. No suele ser un tiro largo. Frecuentemente la perdiz se arrancará cerca del cazador; aunque no conviene ‘recrearse en la suerte’, el comportamiento es parecido al de una codorniz, aunque se pondrá fuera de tiro antes que esta.
El poeta y cazador almeriense Julio Alfredo Egea interpreta el momento culmen del lance en unos versos dedicados a la caza en la Pampa cuando escribe: « …el iñanbú, cuya muerte trazó en rojo en el aire… » en un poema que concluye:
« …Retornaré a matear amaneceres
en este altar supremo de los mundos.»
Unos pocos perdigones bastan para abatir al inambú o iñambú, como lo llama don Julio. Perdigones tirando a finos, ya que suele dispararse cerca, entre 7ª y 9ª dependiendo de la especie.
En Sudamérica el calibre .16 es una opción muy común.
CACERÍA EN EL CONO SUR AMERICANO
Después de buscar esos versos y milongas en la red, rescato algunas viejas planchas de diapositivas para revisar antiguas imágenes de cacerías de inambúes que, con más eficacia que la música o las magdalenas todavía, me trasladan de nuevo a otro tiempo.
Cacería de perdices chicas con los bretones de Mario Batistón, en Corrientes (Argentina, 1988).
En una de ellas aparezco cobrando una perdiz chica con un par de bretones, y recuerdo aquella apacible mañana que pasamos registrando rastrojos con los perros de Mario Batistón y cómo, poco a poco, se fueron redondeando las perchas.
« …La verdadera caza es la menor, es a saber, la que se practica sin violencias, carreras y fatigas, sino llana, sosegadamente y con artística reflexión… », escribió Azorín.
Sin embargo, uno de los grandes alicientes de cazar en Sudamérica es el tener esa continua sensación de que las cosas tienen muchas posibilidades de acabar muy mal; y el viajero siempre corre el riesgo de traspasar la frontera del delicado impresionismo de Azorín para darse de bruces, sin saber cómo, con el ‘realismo mágico’ local y toparse con personajes y turbadoras situaciones que bien podrían haber salido de las páginas de un libro de Juan Rulfo o García Márquez.
Hace ya unos cuantos años –mientras recorría Argentina cazando y pescando en compañía de Juan Delibes– un nativo con el que habíamos contactado nos llamó para invitarnos a cazar perdices chicas a un lugar donde aseguraba que cobraríamos muchas.
Insistió tanto el hombre sobre las bondades del cazadero que al final aceptamos, y allí nos fuimos sin tener muchos más detalles.
La entrada a ese mundo surrealista se manifestó cuando vimos que, para acceder al ‘coto’, teníamos que pasar, con las escopetas montadas y los perros, la barrera de lo que parecía una especie de estación que amablemente nos abrían unos gendarmes.
Se trataba de un aeropuerto en el que, de sus pistas, lo mismo levantaba el vuelo un inambú que un Fokker.
Esta inquietante, a la vez que memorable, cacería solo fue interrumpida cuando el personal de tierra nos instó a separarnos un poco de una de las pistas porque estaba a punto de aterrizar el avión de un alto cargo político, que no dudamos que sería el propísimo coronel Aureliano Buendía.
Pasamos dos años de finales de los ochenta cazando en Argentina y alrededores. Recuerdo los carteles de las elecciones generales en las que aparecía un joven Carlos Menem, con patillas de bandolero y pelazo, posando como el Tío Sam para pedir el voto antes de su primer mandato (1989).
La vida para un europeo era entonces muy barata y se podía comer muy bien por lo que ahora sería un euro. Un chuletón podía costar alrededor de ochenta pesetas a lo sumo (medio euro).
Las secuelas de dictaduras y gobiernos corruptos estaban muy frescas a finales del siglo pasado en Sudamérica. Tengo grabado el escalofriante testimonio de las torturas y vejaciones que un baqueano sufrió –en el estadio que hoy lleva el nombre de Víctor Jara– y que él mismo nos narró con entereza mientras nos preparaba un asado al sur de Chile.
También en la onceava región chilena, recuerdo a un cantante que palideció en una actuación privada cuando le pedimos que cantara alguna canción de este cantautor y sudando contestó como san Pedro:
«No sé ninguna, no le conozco».
Pero, en general, a pesar de las dificultades sociales y económicas de los países sudamericanos, la gente con la que nos topamos se tomaba las cosas con mucha filosofía –incluso con sentido del humor–, seguramente obligados por la costumbre.
No sé en qué parte de Argentina escuché una vez que, refiriéndose a la guerra de las Malvinas, alguien comentó:
«Al fin y al cabo no estuvo tan mal, quedamos segundos».
Argentina en aquella época era sin duda un paraíso para la caza menor y para los inambúes en concreto; y, pensándolo ahora, no veo la razón, salvo por poder contárselo a nuestros nietos, de meternos en cazaderos tan pintorescos como las pistas de un aeropuerto, ya que casi en cualquier sitio se podía encontrar alguna especie de perdiz, normalmente en terrenos libres.
Y, si no, bastaba con pedir permiso al terrateniente de turno para poder cazarlas en su estancia (y no era raro que acabara invitándote a un asado).
Nuestros intereses, además, no eran muy ambiciosos y no pretendíamos pegar muchos tiros ni cobrar muchas piezas. Recargábamos bastante munición por las noches ya, que esta parecía pertenecer a otra categoría económica distinta al resto de objetos de consumo argentinos y una caja de séptima podía costar lo mismo que ocho o nueve chuletones.
Además era escasa, de mala calidad y poco variada, así que nos conformábamos con preparar algún cartucho y cobrar la mayor variedad de especies antes que grandes cantidades; lo suficiente para hacer algunas fotos, seleccionar algunas plumas para hacer moscas de pesca y, por supuesto, para variar el menú y comer algo distinto al vacuno.
Cocinar y comer todas las especies que cobramos fue otro de los grandes alicientes de estas cacerías.
Sin una organización que nos amparase, la improvisación era la estricta estrategia a seguir y lo mismo nos desplazamos a Tierra del Fuego a cazar cauquenes, que remontando el río Pilcomayo nos adentramos en Bolivia a pescar dorados, o cruzamos a Paraguay a intentar cobrar un puma; pero entre gansos, corzuelas y pecaríes, siempre procuramos dedicar algo de tiempo a las perdices locales.
Un día decidimos viajar al norte para cazar el picazo (Cairina moschata), el pato más grande del mundo y conocer el mítico Chaco paraguayo.
Allí se encuentran algunas variedades de aves terrestres muy interesantes, algunas endémicas como el inambú chaqueño (Nothura chacoensis) o la martineta chaqueña (Eudromia formosa).
La mayor diversidad de especies de este tipo ocupa una franja que va del centro-norte chileno-argentino al sureste de Brasil, y en estas latitudes siempre se puede encontrar una o varias especies de ‘perdiz’ desde la costa pacífica a la atlántica.
De arriba a abajo, huevos de tinamú mayor, martineta colorada, martineta copetona y tinamú andino.
Al desplazarnos hacia el norte y el interior, los pastizales y siembras ceden paso a la selva, y los inambúes y martinetas van siendo sustituidos por otras aves terrestres, los grandes tinamúes del género Tinamus y otras como los Criptorellus o Nothocercus, ya de menor interés cinegético, cuyas áreas de distribución llegan hasta Centroamérica.
A medida que descendemos hacia el cabo de Hornos, la variedad de aves presentes es cada vez menor. El último inambú que acaba desapareciendo al sur de la Pampa es el inambú pálido (Nothura darwinii), que deja las yermas llanuras de Tierra del Fuego a la majestuosa martineta copetona (Eudromia elegans); y esta, más al sur, a la ‘perdiz’ más meridional de la tierra, todo un emblema de esas latitudes, la perdiz austral (Tinamotis ingoufi).
El agosto austral puede ser bastante duro y conviene tenerlo en cuenta a la hora de viajar allí a cazar, ya que bien el calor al norte o el frío y el viento del invierno sureño pueden ser intensos.
Nunca olvidaré un viaje en el volquete de una pick-up durante una –nunca mejor llamada– noche de perros.
El aire congelado no te dejaba ni moverte, y tu único consuelo era abrazarte a los dos pointers que llevábamos como auxiliares, aunque la verdad es que abrigaban poco ya que estaban más secos que la pata de un periquito.
Bien a gusto habría cambiado sus muestras por las voluptuosidades de un par de buenos san bernardos, incluso aunque no llevaran el clásico barrilito de ron.
Recuerdo algo que nos llamó la atención en aquellas primeras experiencias con los inambúes.
Fue un día cazando perdices chicas cerca de Esquina, en la provincia de Corrientes, en unas tierras peladas. Salimos con uno de los pointers que nos sirvieron de edredón aquella noche (que, por cierto, poco después murió por la picadura de una cascabel, que no entiendo como no pinchó en hueso).
Agustín Pérez Mínguez sostiene una perdiz montaraz (nothoprocta cinerascens) en una cacería de 2017.
El comportamiento de estas aves nos había recordado mucho al de nuestra codorniz, por lo que, cuando el perro siguió un rastro hasta las inmediaciones de una mata más espesa, no dudamos de que la perdiz estaría allí refugiada y nos apresuramos a registrarla; pero nuestro anfitrión nos instó a buscarla en los claros de alrededor, donde resultó que efectivamente la encontramos.
Yo agradecí mucho la sugerencia: ya había tenido algún susto con las serpientes y, sobre todo, porque la anterior muestra en una mata parecida resultó ser a una mofeta a la que desalojé pateando las ramas mientras el perro huía a la carrera y a la que creo que casi treinta años después todavía huelo un poco.
Este es un comportamiento típico de la perdiz chica que luego he comprobado en otras ocasiones. Bien porque así puede apeonar con más comodidad o por no compartir alojamiento con las serpientes, lo cierto es que a esta perdiz no le gusta lo sucio y prefiere las zonas más abiertas con una mínima cobertura vegetal.
Esta afición por el terreno despejado no la comparte con otras especies como la martineta colorada (Rhynchotus rufescens), referente de la caza de pluma sudamericana –y de la que ya hablaremos en otra ocasión–, que permanece mucho tiempo en la espesura, y ni siquiera con otros inambúes –como el menor (Taoniscus nanus) o con el inambú montaraz (Nothoprocta cinerascens), otra especie interesantísima desde el punto de vista cinegético, con el que comparte gran parte de su área de distribución– ni, por supuesto, con nuestras codornices.
Eso sí, en lo espeso o en lo despejado unas y otras confían en su camuflaje; y es que el plumaje de estas aves ha evolucionado hacia el perfeccionamiento de la invisibilidad.
« …Mas apenas que nos vio,
sin moverse , ahí mismo,
por virtud del mimetismo
entre el pasto se esfumó.»
Escribió también Burghi.
Quizás es por eso por lo que nos da un vuelco el corazón con su súbita e inesperada arrancada en un suelo mondo y lirondo. El poeta chileno Pablo Neruda describe magistralmente este momento en estas estrofas dedicadas al inambú endémico de su tierra (N.Perdicaria), uno de los tres presentes allí:
«Pero, tal vez, de las raíces,
del suelo brotó la perdiz
y sonaron sus alas secas.»
Si se consigue abatirla, conviene marcar bien el lugar donde cae, ya que, igual que ha brotado, puede desaparecer y es fácil que, «por virtud del mimetismo», a la hora de cobrarla no se encuentre la perdiz aun teniéndola delante, sobre todo si cae viva o boca abajo.
Me atrevería a decir que sus colores crípticos se confunden con el terreno incluso mejor que los de la codorniz, así que este trámite conviene encomendárselo a la nariz del perro.
Terminada la cacería, y tras hacer unas fotos, llegaba el momento de hacer algo por la vida, a veces en un campamento al aire libre.
Como dije, una cacería sin un final gastronómico siempre me ha parecido incompleta; y para mí, el fin último, como en las historias de Asterix, está en el plato.
Así que, para concluir, paso a dar una sencilla receta campera.