CACERÍAS VARIOPINTAS DE GANSOS Y PATOS
Seguramente el hecho de haber nacido en España haya tenido mucho que ver en la fascinación que he sentido siempre por las acuáticas. Sin duda vivimos en un país sobresaliente en cuanto a la cantidad y variedad de anátidas que pueblan sus aguas, tanto sedentarias como migratorias. La Península Ibérica es un lugar de refugio invernal ideal para estas aves debido a su ubicación y clima. Pero los cazadores españoles tenemos más dificultades en hacernos con un pato salvaje que otros cazadores en otras partes del mundo menos privilegiadas. Los pateros de mi generación hemos sido testigos de cómo en los últimos años las limitaciones y prohibiciones en relación con la caza de acuáticas han ido en aumento, y recuerdo con nostalgia los tiempos en los que tenías a tu disposición varios humedales libres para cazar acuáticas y bastaba con echar la Zodiac y los cimbeles al coche para preparar una tirada.
la expedición al completo en una de las salidas a los picazos, que tuvimos la suerte de aderezar con unos pecaríes.
La caza de aves migratorias en puesto fijo tiene un encanto especial. Pensar de dónde pueden haber venido, la incertidumbre de los resultados y el trabajo requerido para tener exito la convierten en una de las modalidades de caza más auténticas y puras. Otro aliciente es la variedad de especies distintas con las que uno se puede encontrar. Una caza ideal para el cazador naturalista.
Dice Eduardo Aranzadi, con el que he compartido alguna cacería de becacinas cuando se podía, en el prólogo de “Gansos y Patos. Guía de especies de interés cinegético del mundo”, que el cazador de acuáticas tiene fama de ser raro o estar loco. Creo que no le voy a quitar la razón con los relatos de las cacerías que traigo en esta ocasión a las páginas de Trofeo.
En ellas, el objetivo ha sido alguna especie de anátida de gran tamaño. No es que piense que sea mejor el pato grande “ánade o no ánade”, al contrario, creo sinceramente que el tamaño en esto no importa y seguramente cobrar una cerceta tenga más enjundia que muchos de estos “patazos”, pero ha sido una forma de agrupar bajo un denominador común estas cacerías, alguna se ellas un tanto disparatada, dicho sea de paso.
Alguna de estas cacerías es al estilo de las partidas de caza que se organizaban para nutrir las salas de los museos de ciencias en siglos pasados. En ocasiones la experiencia cinegética fue de altísima calidad, en otras ha primado el fin antes que los medios. El bregar con lo desconocido, la autoorganización, la continua improvisación y lo incierto del resultado hicieron que no perdieran ese punto de aventura que algunas sin duda tienen.
Ya que en España es difícil cobrar un ganso, vamos a viajar al extranjero a buscar unas cuantas de estas especies.
Alguien tenía que pagar el pato.
EL PICAZO DEL CHACO PARAGUAYO, CAIRINA MOSCHATA, EL PATO MÁS GRANDE DEL MUNDO
Podemos encontrarlo en su versión doméstica por todo el mundo, pero en estado salvaje habita en las zonas llanas encharcadas de los bosques tropicales centro y sudamericanos.
Con Miguelito el cocinero y su ayudante tras la primera salida.
El picazo o pato criollo es un pato arborícola verdaderamente grande, seguramente esa sea una de las razones por la que se le ha seleccionado y criado para el consumo. Los machos pesan casi cuatro kilos y pueden tener más de un metro y medio de envergadura, además es una interesante especie cinegética.
Habíamos leído que en Sudamérica podía cazarse el pato más grande del mundo cuando preparábamos un viaje de caza a Argentina. Eran los años ochenta y la caza en estos países estaba por explotar. No sabíamos de organizaciones de caza; la verdad, tampoco nos interesaba y salimos de España con las escopetas al hombro como quie dice, unos cuantos cartuchos y poco más. En Córdoba contactamos con Mario Batistón, un cazador local que nos dijo que las mejores zonas de caza estaban en Formosa, al norte, en el mítico Chaco, “el impenetrable”. Nada nos podía hacer más ilusión conocer. Nos hicimos con unas tiendas de campaña y con una pickup, y organizamos una expedición en toda regla en busca del picazo.
Una vez en Formosa contratamos a un cocinero, Miguelito, y a otro nativo del que no recuerdo el nombre, que haría las veces de conductor y ayudaría en el campamento. También se vino con nosotros, no sé bien por qué, el director de la cadena de televisión local. Alquilamos una barca y remontamos el río Pilcomayo, afluente del Paraguay, que nace en los Andes bolivianos y más al suroeste hace frontera ente Argentina y Paraguay y divide el Chaco Boreal y el Chaco Central.
En la travesía hicimos algunas tiradas de patos, pescamos, nos comieron los “jejenes” y los “polvorines”, mosquitos y garrapatas para entendernos, pero ni rastro de picazos. Al fin llegamos a una extensa zona encharcada cubierta de árboles y matorrales espinosos anexa a una laguna de “yuyos”, o vegetación acuática, donde encontramos plumas y otras evidencias de haber estado allí los picazos, y decidimos acampar y probar suerte por la mañana.
Al día siguiente nos repartimos, todavía de noche, alrededor de la charca y a esperar.
Al alba, primero el sonido de las alas cortando el aire, luego unas siluetas más negras que el cielo sobrevuelan mi cabeza girando entre las copas de los árboles, sin darme tiempo a disparar. Al fin consigo encararme y tirar casi a tenazón sobre uno, y tras el tiro, oigo el chorreo de perdigones que impactan en su pechuga, el crujido de las ramas rotas por el cuerpo inerte del ave en caída libre y el chapotazo al estrellarse contra el suelo encharcado. Después de varios días de duro viaje, de vivir en remojo y otras penurias a cientos de kilómetros de la gente normal, consigo abatir un picazo. Tras unos minutos contemplándolo a la luz de la linterna, el paso siguiente es importante. No tenemos cimbeles, así que hay que improvisar uno apuntalando con ramitas el cadáver del pato muerto y así ir colocándolos a medida que van cayendo.
Pasamos varios días por la zona cazando picazos y otras especies, entrando y saliendo de varios países, recorriendo ramales laberínticos del río que bién podía haberse llamado igual que el uruguayo “Salsipuedes”, acampando donde mejor nos parecía y comiendo de lo que cobrábamos.
Otro aliciente era la libertad de cazar con pocas restriciones, leyes como las autonómicas podrían habernos llevado a situaciones absurdas:
-¿Sabes si la yaguasa cariblanca se puede cazar en Bolivia? Porque seguimos en Bolivia, ¿no?
-No, la orilla izquierda es Paraguay; si pasa alguna tírala en la margen derecha, que en Argentina se puede seguro.
Aunque queríamos cazar y pescar también en los Andes y la Patagonia, no había prisa, teníamos un mes para hacerlo. Pero uno de los días una espina de un palmo atravesó mi bota y casi mi pie, y sin la posibilidad de desinfectar, ni siquiera limpiar la herida, y tras varios días empapada sin ver la luz, acabó infectándose seriamente, lo que nos obligó a trasladarnos por precaución a una zona más civilizada, ya que llegado el caso el más cualificado para amputar un pie era Miguelito.