La caza del ciervo salvaje es de las más enriquecedoras que puede practicar un cazador exigente. Si además de perseguir una especie arisca, salvaje y esquiva, esto se lleva a cabo en un entorno duro y agreste como los montes de Zamora, la Cabrera leonesa o los Pirineos, la experiencia se convierte en algo difícil de igualar.
Demasiado tarde. El buscar una zona adecuada donde acampar en una sierra agreste tiene su miga. Intento hacerlo en algún promontorio donde domine y vea sin ser visto la actividad de los animales que me rodean.
También intento no cortar ninguna trocha o vía de tránsito habitual de mis vecinos. A veces, en una orografía montañosa es sencillamente imposible encontrar tres metros cuadrados llanos para dormir, y una noche sobre un plano inclinado es un tormento.
Me ha costado hallar una pequeña cornisa con un rellano suficiente para instalar mi pequeña tienda de campaña. Hubiese querido hacerlo antes para tratar de aprovechar la berrea a última hora, pero ya es prácticamente de noche y además no se escucha ningún venado.
Un solitario jabalí aparece a mis pies. Es un macho y quién sabe si sus defensas podrían ser una grata sorpresa, pero no he venido a eso. Cuando ceno tranquilamente el bocadillo que llevo en el macuto, escucho a mi lado unos pasos que me sobresaltan.
La cornisa en la que me hallo no es el paso de ningún animal y si alguno ha subido es que ha seguido mi rastro al amparo de la noche.
Enciendo la linterna, pero no veo nada. A los pocos minutos escucho cortos aullidos de lo que parecen ser lobos, probablemente cachorros, y quizás son los que se han aproximado a curiosear mi tienda de campaña.
Los sigo oyendo durante más de media hora y decido acostarme. Pero a las tres de la mañana me despierto sobresaltado con el potente berrido de un venado, muy cerca de la tienda.
La berrea es una actividad fundamentalmente nocturna y el cazador debe estar preparado para desenvolverse en la oscuridad.
Tomo el rifle y me recuesto en una peña que domina la ladera opuesta, donde berrea el venado, a poco más de cien metros. Con luna y un visor luminoso a veces se puede tirar. Pero no es el caso y además la ladera de enfrente está cubierta por un espeso bosque de robles, en el que se cobija el ciervo.
Hace frío, pero aguanto hasta el amanecer, con la esperanza de que entre dos luces pueda tirar al venado. Como suele ocurrir, media hora antes de hacerse de día la voz del ciervo se va alejando hasta perderse por completo.
Amanece con niebla a la altura de la tienda. Debo ascender si quiero evitarla. Curiosamente ya no escucho ninguno de los venados lejanos que han berreado durante la noche. La situación no tiene nada que ver.
Asciendo a pico y tengo un buen corzo a tiro a menos de cien metros. Tampoco he venido a eso. Me invaden esporádicamente jirones de niebla, pero consigo estar en zonas visibles la mayor parte del tiempo.
Debo evitar las zonas de brezos espesos donde puedes perder en balde toda la mañana. Constituyen un trampal donde ni avanzas ni puedes cazar, al no tener visibilidad y hacer demasiado ruido para acechar. A las dos horas asomo a un profundo vallejo y allí está.
Rodeado de un séquito de ciervas, un hermoso venado de cuerna gorda y catorce puntas. Se halla a más de trescientos metros pero no hay posibilidad de entrada. En cualquier caso, son reses del tamaño de una vaca y un tiro a esa distancia tampoco es complicado.
No puedo evitar tener la sensación de que me estoy aprovechando de un momento de debilidad en la vida del animal, el celo, y sentirme culpable. Por otro lado pienso que es el único modo de localizar a estos grandes ciervos, y que solamente cazo uno al año, de un modo muy selectivo.
Aunque el disparo es lejano, el ejemplar se desploma totalmente fulminado. Probablemente un tiro de columna. Las ciervas permanecen alarmadas y completamente desconcertadas a su alrededor. Observo la escena un tanto sobrecogido, por qué no decirlo.
Tardo en llegar al lugar cerca de media hora, y, una vez más, me cuesta encontrar una res de casi 250 kilos en un brezal que me llega por la rodilla. Hago fotos y empleo más de una hora en sacar la cabeza, limpiarla de piel y quitarla las maxilas. Todo el ahorro de peso se agradece.
Me llevo los lomos y parte de un jamón. Marco el lugar para decir a mis amigos del pueblo dónde queda la carne. No es fácil recogerla y hay que emplear casi un día para ello. A veces lo hacen y otras sirve de alimento al águila real, a los buitres negros y leonados que viven en la zona, y a los lobos.
Meto todo en la mochila y tardo dos horas en llegar a la tienda. Descanso y como un tentempié, para después recoger el campamento. Introduzco todo en una mochila inmensa y me preparo para una caminata de varias horas hasta el coche, con una carga exagerada.
Me quejo de que mis vértebras no están bien y sufro mucho a estas alturas de la vida. La razón es evidente y parece mentira que siga cometiendo estos errores, me reprocha mi conciencia. Llego bien entrada la tarde, cansado pero profundamente satisfecho. Mi espalda me lo recordará en los meses posteriores.
Este es el relato fiel de mi berrea en las montañas de la Cabrera la temporada pasada. He tenido el privilegio de vivir lances similares durante los últimos lustros, cazando en una sierra particularmente agreste, a cerca de 2000 metros de altitud.
Durante mucho tiempo debo reconocer que los ciervos no me parecieron una pieza atractiva para cazar. Tirar a ciervos de ración en una montería me parecía casi lo mismo que disparar sobre ganado y no me gustaba en absoluto.
Mi pieza predilecta era el corzo por su salvajismo, hasta que conocí a los venados de las grandes sierras abiertas y agrestes españolas.
Un venado ibérico criado en libertad, que convive con lobos y osos en montañas salvajes, es un animal poderoso y admirable.
Juan Delibes