Nuestro catecismo

Era un 17 de enero de mil novecientos… ¡perdonad que no lo recuerde! Permanecía enfrascado en la lectura de un artículo del ABC de Sevilla cuando el conserje del Casino de Cazalla de la Sierra me avisó que, desde Cáceres, esperaba al teléfono un señor que respondía al sobrenombre de El Canchales de Azagala. De un vuelo me arranqué hacia el aparato donde pude oír, a través del auricular, los reclamos de ese gran perdigonero y amigo, que me llamaba para darme la buena nueva de estar en el día de San Antón; lo refería por ese viejo refrán que dice: «Por San Antón, cada perdiz con su perdigón».

Tras aquellos primeros curicheos de rigor, comenzamos a canturrear acerca de las previsiones del tiempo y sobre el desasosiego y la inquietud que invadían a nuestros reclamos que, ahora, encendidos como ascuas y con sus plumajes sedosos y limpios, permanecían ansiosos por campearse en un nuevo celo, el cual ¡a saber qué calamidades y caprichos nos traería!

Pasaban los minutos y en ese ir y venir de preguntas y respuestas, sentimos los hervores de una sangre, más que nunca, enloquecida, que en alborotos se alzaba risueña y escandalosa por las venas y arterias de nuestros cuerpos, señal inequívoca de que entrábamos en celo, al igual que les estaría también ocurriendo a la mayoría de las campesinas en sus terrenos de la sierra.

Nuestras charlatadas comenzaron a desvariar cuando, entre maullidos y estruendosos guarridos, peleábamos por querer llevar la voz cantante. Al fin, dimos por finalizada la conversación con unos piñones acerca de los preparativos y atalajes que tendríamos que llevarnos cada uno para el buen funcionamiento y futuro bienestar que nos proporcionaría una nueva expedición, donde demostraríamos con creces nuestro saber del tema. Me refería a si, por un azar de la vida, nacemos reclamos, a buen seguro que seríamos El Cacereño y El Cazalla, dos perdigones de lujo. Como buen entusiasta, no puedo más que terminar con lo que considero una única razón: ver cumplido el día de mañana, en el reino de los cielos, el humilde capricho que acaba de ocurrírseme.

Y así, antes de que nos pudiesen poner la mantilla, acordamos que el día 1 de febrero, «llueva, ventee, caigan chuzos de punta o guardias civiles a caballo nos veríamos al abrigo de nuestros encames en la solera del cortijo de Risco-Pardo, donde cumpliremos con el solemne ritual de inaugurar una nueva temporada perdigonera», palabras con las que mi padre acostumbraba a iniciar sus expediciones.

Las temporadas. Los pajareros. El auténtico aficionado

Se conoce con el nombre de temporadas a la reunión del grupo de amigos que, durante el mes de febrero, se recluyen durante cuarenta días en un cortijo para cazar la perdiz con reclamo, amigos unidos por una pasión común que, con el paso del tiempo, se convierten en familia. Para una mayor comprensión de la doctrina, es el momento en el que el campo, el reclamo y el perdigonero se funden entre sí para dar sentido a uno de los pilares principales de este arte.

Las monterías y ojeos de cierta garantía son cacerías que reúnen a gran cantidad de público y normalmente la capa social en la que se desenvuelven suele ser media-alta; por el contrario, la caza del perdigón es más amigable dada la cercanía y el vínculo que genera. Y, por regla general, no suele hacer distinciones de clases, ya que cualquier aficionado puede estar en posesión de un reclamo de bandera o, lo que es lo mismo, la búsqueda del Santo Grial.

La figura del pajarero la tienen las personas de edad avanzada, la mayoría sexagenarias, que con lo que verdaderamente disfrutan es escuchando cantar a su perdigón independientemente de que le puedan tirar alguna perdiz, pero con la ilusión más grande por volver a salir a la mañana siguiente y ofrecerle otro puestecito a su pájaro.

Los pajareros suelen ser personas bondadosas con el campo que ven en la perdiz roja a la reina de todas las aves, mimando en consecuencia a la especie como si se tratara de seres queridos.

El aficionado al que me refiero jamás disparará a una patirroja al vuelo; las reserva para sus reclamos. Y qué decir de las jóvenes promesas del jaulero, todo un mundo de ilusiones que se van al traste de la noche a la mañana a medida que va avanzando el celo con las consabidas mochueladas, dolores de cabeza, desencantos, cansancio, apatías, frío, madrugones…, y no pocos sofocones; en definitiva, el perdigón en estado puro, con sus alegrías y tristezas. Sobra decir que un perdigonero tradicional no prepara su expedición un mes antes, dado que se lleva desde que acaba la anterior, pensando, organizando, preparando e ilusionándose con la siguiente, independientemente del resultado que haya obtenido durante la actual temporada.

El auténtico aficionado y esto es sumamente importante, es aquel que sabe darle todas las ventajas al campo y las mínimas a sus reclamos, que es como esta doctrina tiene su razón de ser, amén de la necesidad de caracterizarse por ser una persona honesta consigo mismo que cara a la galería nunca necesito presumir de las piezas abatidas.

Una collera bien tirada y en su sitio y, por norma, el no repetir la zona del aguardo hasta el próximo año, será más que suficiente para satisfacer las ambiciones del más acérrimo de los aficionados. Tanto es así, que en esta modalidad de caza no cabe el furtivismo.

Reunidos los integrantes en su primer día de llegada, visten al cortijo a su gusto, que es la mejor manera de poder disfrutarlo y, al igual que los reclamos, no faltará el vino y el aguardiente. En estas conversaciones cabe prácticamente de todo, desde enaltecer a una jaula de forma desmesurada a tirar en una sola charlatada más pájaros que en toda la temporada junta, ¡qué plumerío!

Lo más preciado de este tipo de reuniones, aparte de cazar el perdigón, claro está, son las charlas y pasajes que tienen lugar a pie de chimenea, casi siempre con una mesita pequeña al medio, charlando y copeando con los mostos de la tierra, amén de la importancia que tiene el sentir culinario de la expedición; olores y sabores grabados a fuego lento en la memoria por siempre jamás. Denominador común de las temporadas es la ausencia de la televisión y el teléfono, quedando prohibido su uso. La radio sí tiene más cabida para, al menos, saber que sucede en el mundo. Los despertadores son totalmente dispensables; el amanecer, a buen seguro, lo indicarán los reclamos con sus curicheos y piñoneos.

Dispuesta la candela, listo el café, casi siempre con una copita de Clavel entre las yemas de los dedos, se comenta como está el día, si hace aire, llueve o por si, por el contrario, se trata de una mañana esplendida. Recuerdo un amanecer de chirimiri, en la que Eduardo Picaillo entró en los dormitorios vociferando: «¡Vamos, vamos! ¡Qué hoy se matan a garrotazos!».

La ceremonia del primer puesto

En la ceremonia de inauguración, los honores, para el patriarca del jaulero, rindiendo pleitesía a todas aquellas figuras que en algún momento a lo largo de nuestra existencia tuvieron el privilegio de ocupar por su edad ese lugar.

A pie de pulpitillo, gorra en mano, siguiendo una arraigada costumbre familiar y justo antes de destapar, un Padrenuestro a la memoria de mi padre, siempre presente, y al grupo de aficionados que, para desdicha nuestra, ya no se encuentran entre nosotros.

Unos golpes de reclamo que nos suenan a música celestial abren oficialmente la temporada, demostrando una vez más lo que un veterano de guerra, sobradamente condecorado, puede dar de sí cada vez que tiene que demostrar su valía en el colgadero; respeto y devoción. Y la plena seguridad de saberse merecedor de ocupar un destacado puesto dentro de la jerarquía del jaulero.

En el desarrollo de las temporadas es fundamental la experiencia del perdigonero, de manera que sepa interpretar en todo momento tanto al campo como a sus propios reclamos para así disfrutar en toda su plenitud de las delicias del perdigón, ¡con lo que estamos sentando catedra, señores!

Después del primer día se entra en una rutina maravillosa fácil de imaginar, aficionados que con los años alcanzan el título de perdigonero, aunque, al igual que sucede con los descartes de los pájaros, muchos se tengan que quedar por el camino al no haber sabido leer entre líneas las leyes y mandamientos que rigen las soledades del campo. Una vez obtengamos el título de perdigonero deberemos ser conscientes del compromiso adquirido, con sus satisfacciones y desafíos.

Un adiós agridulce

Los últimos días son una explosión de sentimientos y emociones, en donde se tiene esa sensación agridulce de cuando algo apasionante se termina, por una parte al observar el semblante de los amigos y el signo de una mano en un adiós huido para imaginarnos que nos marchamos contrariados y cautivos indefensos de la soledad de nuestros sueños para, al pronto, caer en la cuenta de que once largos meses tendrían que transcurrir, en los que cada segundo que pasase supondría el alimento a nuestra esperanza, para protagonizar una nueva temporada y, por supuesto, una excusa obligada para volver a estrecharnos en un caluroso abrazo. Y, de otro lado, esa sensación de satisfacción del deber cumplido habiendo seguido los cánones que nos inculcaron a lo largo de los años como muestra de respeto a nuestros ancestros empezando por uno mismo.

Epílogo

Y todo ello en una continua búsqueda de la pureza de la caza, el respeto a sus ancestrales tradiciones y, por encima de todo, o mejor dicho como origen a todos estos atributos, el amor por la naturaleza, más teniendo en cuenta las circunstancias por la que camina hoy la afición. De ahí la necesidad de volver la vista atrás, retroceder al tiempo de nuestros abuelos para respirar sus aires, intentando en verdad tomarle el pulso a la época, para así poder mirar hacia adelante con visión de futuro de manera que, a medida que nuestros hijos se encaminen a hacerse mayores con el tiempo y nosotros nos vayamos retirando cediéndoles el paso a las futuras generaciones, las cuales, por desgracia, están avocadas sin remisión a los nuevos avances de la era moderna y, por consecuencia, muy alejados de nuestro mundo, puedan contentarse con la esencia y los bellos recuerdos que atesoran los escritos de caza, prueba indisoluble de nuestro arte, con el más profundo respeto por nuestras raíces milenarias; liturgia y pasión de una devoción heredada.

Y más en la época a la que nos referimos en la que la perdiz era virgen al no haber conocido engaño alguno. Y no como ahora, con el ajetreo de nuestro tiempo, donde muchos van mirando el reloj en un ir y venir cada día al campo, dando cochazos como un viajante. Por aquellos entonces, había que ir andando a los puestos y no existían los aguardos de lona. Aquellos hombres, en los que yo me incluyo, teníamos las carnes prietas de subir y bajar barrancos. Era aquella una perdiz con buenos arreos y valiente como la que más que entraba en plaza como un tizón de coraje, muchas de las veces de vuelo, en la que abundaban los pájaros zancarreños. Hoy, al cabo de los años, seguimos cazando y asistiendo a las mismas querencias, aunque ya todo esta carrileado siendo sumamente fácil acceder a las plazas y contemplar las mejoras del terreno, un tanto desencantados. Además de un sinfín de matices que hacen que se vaya perdiendo el sentido agreste y privativo que antiguamente nos ofrecía el campo, amén de aquel olor a hueso añejo y sabor a tocino rancio.

Mis queridos amigos, no me equivoco si vaticino que la caza del perdigón en estado puro, tal y como la conocemos los puristas de este arte, con sus dificultades y sentimientos, tiene sus días de gloria contados. Digamos que lo auténtico está en vías de extinción y que pronto solamente viviremos de los recuerdos del ayer.

José Ramos Zarallo.