Llevaba tiempo esperando este momento. Tras un rececho fallido la semana anterior, por fin volvía a coger carretera con destino Burgos para reintentar el rececho. ¿Sería esta vez la buena?
Permiso y aperos preparados, y ganas, muchas ganas.
Llegué un martes por la tarde y Álvaro, el titular del coto, y ya un amigo, me estaba esperando. Llevábamos un tiempo siguiéndole la pista a un buen corzo y teníamos la esperanza de poder hacernos con él.
La jornada no empezó con el mejor pie. El tiempo era nuboso, se avecinaba tormenta. Lo único que alcanzábamos a ver eran hembras y debíamos esperar a que dejaran de mirar para poder seguir avanzando con alguna esperanza.
De repente, una tromba de agua impresionante que nos cayó como un jarro de agua fría, empezaba a rebajar nuestras expectativas, y tras un largo rato en el que no parecía que nada fuese a mejorar, pusimos rumbo de vuelta.
Deshaciendo el camino andado, pensando ya en una ducha caliente y en las oportunidades que nos brindaría el segundo día, como si de una visión se tratase, ahí, pastando junto a un sembrado, apareció el corzo que tanto habíamos esperado. Era él. Ese que Álvaro había visto hacía un tiempo y al que le íbamos siguiendo la pista.
Cabeza fría, controlar la emoción, abrir el trípode, apuntar y… ¡fogonazo!
Vi que iba tocado, corrió 35 o 40 metros y fue a morir debajo de un enebro, mientras la lluvia seguía cayendo.
Un momento espectacular, con ese paisaje, la tormenta y el trofeo ansiado. Un corzo de dos o tres años, seis puntas con un perlado muy bonito y simétrico.
Una vez ya secos y brindando por la gran jornada, Álvaro y yo compartíamos, por supuesto, la alegría inmensa de habernos hecho con este corzo; pero comentábamos que es difícil que alguien que no viva con pasión la caza, comprenda que amamos el campo, que disfrutamos de la caza incluso cuando no abatimos la pieza, porque la caza es mucho más y siempre queda la emoción de volverlo a intentar.
Tomás P.A.