Lo cierto es que, en estos meses de calores, también hay que estar atento a los insectos para que no nos amarguen el aguardo. Concretamente, las garrapatas campan a sus anchas y no recuerdo tanta abundancia en mucho tiempo. Existen muchos productos repelentes que se venden desde en farmacias hasta en armerías, pasando por supermercados, aunque a veces son tremendamente olorosos y pueden evitar los mosquitos y garrapatas, pero, igualmente, pueden dar al traste con la espera al revelar nuestro apostamiento a los tan desconfiados marranos.
Al que le gustan las esperas, no es que le gusten, ¡es que le apasionan! Esa inquietud inmóvil, esa sensación de máxima percepción en la que nuestro oído y nuestra vista se agudizan al máximo… Lo que a la luz del atardecer era una mata verdosa en el secarral, pasa a ser una sombra negra que hasta parece moverse en la negrura de la noche.
Lo cierto es que el cazador espera con deseo esas señales que indican que algo está moviéndose. Desde el cesar del croar de las ranas, que puede indicar que el macareno ha hecho aparición en la baña, al silencio repentino de algún grillo que interrumpe su incesante cri-cri, la excitación que produce el crujido de una retama o el escuchar un roce en el pasto reseco.
Debido a la población, en clara expansión, de los cochinos, lo cierto es que las administraciones se han dado cuenta de que existe una manera de restar números de una manera rápida, eficaz y barata: dar más permisos y más amplios en el tiempo a los cazadores para que reduzcan la sobrepoblación.
De hecho, se está empezando a permitir el uso de elementos de visión nocturna y/o térmica para tal fin, lo que ha generado una polémica entre los puristas, que lo consideran una ventaja excesiva, y los que defienden el uso de nuevas tecnologías que ya se utilizan en países vecinos.
Lo cierto es que entiendo ambas posturas y puedo defender argumentos en ambas; pero creo que lo que realmente es relevante y necesario es el debate de fondo, que, sin embargo, no parece tan relevante, y es el objetivo real de esos permisos extendidos y la utilización de artilugios para facilitar la acción de reducir la población.
El objetivo es recortar la población de jabalíes y alejarlos de zonas pobladas. Lo primero, por daños generalizados a cosechas y otras especies y, el segundo, para reducir accidentes y evitar posibles contagios de enfermedades que portan los suidos.
Bien, esto choca con la «boquitis» o «colmillitis» que impera en torno a las esperas. De hecho, con los objetivos con los que se autorizan los aguardos, no deberíamos esperar demasiado ante la presencia del jabalí en la zona de disparo, ya que matar un rayón, un bermejo o una hembra, será más efectivo a la hora de desplazar y reducir la población que esperar al gran macareno de colmillos portentosos.
Esta fiebre «trofiera» y la proliferación de ejemplares ha hecho que los precios vayan al alza, llegando a cobrar 250 o 300 euros o más por un jabalí macho abatido en abierto, cuando, realmente, como pasa en otros países, deberían ser los cazadores los que cobrasen por llevar a cabo tal misión.
La cosa es que aquí lo haríamos de mil amores gratis; de hecho, si hay quien pide esos dineros, es porque hay alguien dispuesto a pagarlos. Pero, claro, el que paga, quiere contrapartida, y no es por la carne, es por la «boca».
Seamos sinceros con nosotros mismos: si hay que reducir población y alejarla de zonas urbanas o semiurbanas, no lo vamos a conseguir solo esperando y aguantando el disparo hasta que aparezca el ejemplar que ha sido más listo, precavido y esquivo hasta llegar a los cinco, siete o más años. Cierto que este último supone un mayor reto y una mayor alegría una vez cobrado, pero lo que realmente ahora hace falta en algunos lares es quitar ejemplares.
A lo mejor es que todo el mecanismo está mal planteado y algunos hacen negocio a cuenta de la necesidad de unos y las ganas de otros…
Joaquín de Lapatza.