Un longines

Milimétrico, matemático, con la fiabilidad de «un longines», que decía mi abuelo. Hoy es 21 de marzo y la primavera nace en el calendario gregoriano, para disfrute de propios y ajenos y, en el primer paseo de tarde que doy por esta zona tranquila del gran Madrid en compañía de mi fiel y la pequeña de mis hijas, me advierte ella, veloz como un rayo, con una sonrisa de oreja a oreja: «¡Papá, el autillo!, lo acabo de escuchar!».

Maldita sea mi estampa y malditos los auriculares que llevo, encarcelando mis oídos. La tía avispada me ha ganado la mano esta temporada, juego que practicamos desde hace unos años, cuando por vez primera escuchamos el monótono, pero dulce ulular del autillo en el centro de la ciudad, para sorpresa nuestra y regalo de los oídos. El primero que lo escuche, gana, y gana la honrilla, que es más que ganar otras muchas cosas.

Es verdad que al final me suele sacar alguna de esas porquerías de colores que se meten entre pecho y espalda… las eternas chuches…

«Papá, la gente no sabrá qué es lo que están escuchando, si es que lo escuchan. Mis amigas del cole no saben nada de pájaros», me dice. «No, hija… No tendrán ni la más remota idea de que la pequeña rapaz nocturna ocupa los árboles de sus jardines, ni de casi nada que se relacione con la naturaleza», le contesto. «Pues, qué tontos», me dice en su sabia inocencia de impúber.

Para nosotros, sin embargo, su sonido marca el principio de una nueva e ilusionante estación, plagada de belleza, de nacimiento, de resurgir de la vida, de explosión de colores, de verde esperanza.

El canto del autillo a ella le produce una especial emoción y a mí ver que a ella le toca la fibra sensible. «¡Vamos a ver si lo localizamos!». Siempre lo seguimos por el canto hasta que, a pesar de su impresionante mimetismo, conseguimos dar con él y verlo unos segundos en la oscuridad de la noche y el entramado del follaje de sus apostaderos, gracias a la contaminación lumínica de la ciudad, que en estos casos nos viene de perlas (no todo va a ser malo en la urbe, si no ellos no vendrían a ocuparla). Y cuando, por fin, tras denodada búsqueda basada simplemente en nuestra capacidad auditiva, damos con él y ponemos después rumbo a casa, nos volvemos con la sensación de haber cobrado el mayor de los trofeos. Gloria bendita.

Me emociona ver la sensibilidad de una niña de once años que mamó el campo desde su nacimiento. Para que luego digan de nosotros los tiranos animalistas. En fin, no tiene solución. Es aburridísimo. Que les den. Nosotros a lo nuestro. A dignificar el campo y la naturaleza con nuestras obras, a instruir a nuestros pequeños en el amor y respeto a la naturaleza y a la admiración por la caza.

En menos de lo que canta un gallo, los corzos estarán a las puertas y nosotros seremos sus respetuosos y admirados enemigos, que los perseguiremos cuando el rocío de la mañana empiece a evaporarse con las primeras luces y el baño de los rayos de sol, con el fin de apresar algo de su salvajismo y de su eterna belleza. Y para rendirles culto en la mesa, al calor de la familia o de un grupo de amigos, bebiendo una copa de los excelentes vinos que desde tiempo inmemorial se hacen en nuestras tierras de la mano de gente de campo y bodegueros que ponen todo el esfuerzo y esmero para que esa ambrosia del color de la sangre acabe inundando nuestros paladares.

Y no hay que pedirle mucho más a la vida. Familia, amigos, naturaleza, caza, mesa y mantel. Fugazmente me cruza por la mente un simple y sincero agradecimiento por haber caído de este lado del filo de la navaja, de este lado del filo de la pluma, que me permite escribir para ensalzar lo que quiero y admiro. Agradecimiento por haber caído de lleno en los brazos de Diana, en sus redes, en su embrujo.

Como dice la pequeña, cuantísimos no sabrán jamás que una joya de la naturaleza convive con ellos en plena ciudad a escasos metros de sus dormitorios, velando sus sueños y limpiándoles el jardín de incómodos insectos y algún que otro espabilado ratón de ciudad, y que es una auténtica fortuna poder disfrutar de su presencia, ahora más que nunca, porque a ellos, por ahora…, todo se andará, no les han prohibido dar cuenta de otros vertebrados, pero… cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras.

Y vienen los corzos y a seguir rezando para que tanta estupidez, más pronto que tarde, caiga en el saco del olvido para nuestra paz interior y la del resto de seres que nos acompañan en este maravilloso viaje que es la vida.

Y llegan los corzos y en esta temporada, más que nunca, sentiré el privilegio de ser cazador y tener la mente despejada, en su sitio, lejos de infantilismos trasnochados y de locuras sensibleras que nada crean y mucho destruyen. Y pisaré el campo dando gracias por pertenecer a esta santa cofradía que ama, respeta, cuida y se sigue asombrándose día a día del inmenso regalo que es comprender los procesos reales que marca la naturaleza.

El autillo sigue cantando.

Ramón Menéndez-Pidal.