Los primeros rayos del sol al incidir sobre la superficie tensa del agua comienzan a trazar una brillante estela, lumínico e imaginario camino que a muchos nos deja absortos en nuestros pensamientos y divagaciones.
La fascinación del cuadro que compone este amanecer de verano a contraluz se incrementa al advertir unos pequeños puntos negros que, silenciosos, como si de minúsculos escarabajos giradores, escribanos de agua (Gyrinus natator), se tratasen, evolucionan en las someras aguas costeras describiendo pequeños círculos de aquí para allá.
Necesito aguzar la vista para advertir que se trata de mariscadores, homes y mulleres que, con sus apechusques y bártulos, desarrollan una antigua y sacrificada profesión desde antes de romper el sol en un medio duro por naturaleza.
Cazadores de almejas, vieiras, zamburiñas, bígaros, navajas, camarones… un manjar de moluscos y crustáceos que acabarán en los estómagos de plácidos y exigentes veraneantes que, con toda probabilidad, desconocerán la magnitud de este arte de caza acuática llevada a cabo por gentes de un medio que empieza a ser una reliquia ninguneada por una realidad tecnológica apabullante y demoledora que, como un tsunami, también ha puesto contra las cuerdas al que se dio en llamar sector primario, en cuya trastienda habitan los últimos seres humanos que mantienen una estrecha, auténtica y verdadera relación con un medio natural que antaño era de todos y que ahora unos pocos, que se auto llaman ecologistas, apoyados por diversos poderes económicos y políticos, han deificado hasta el extremo de queremos prohibir, por desconocimiento absoluto, todo atisbo de interacción con el mismo.
Sin embargo, pese a todos y a algunos, estos cazadores del agua siguen ahí. Gente dura que no renuncia a lo suyo, gente que heredó una tradición de siglos y que, con los mismos medios con que mariscaban sus abuelos, herramientas respetuosas con el medio, continúan, nunca, mejor dicho, contra viento y marea, peleando por sacar un jornal con el que mantener a sus familias. Y se ve renuevo generacional… Igual no todo está perdido.
En esto, un par de torcaces atraviesan la escena buscando el refugio de la arboleda. El sol empieza a apretar. Me llevan sin quererlo a recordar el olor a pólvora, a la muestra del perro en el rastrojo, a admirar la pieza caliente aún en la mano, a la charla con el grupo de amigos… Pero no puedo olvidar al tractorista que aró la tierra, al agricultor que la sembró y respetó los linderos en la recogida, al guarda que rellenó los aguaderos con su esfuerzo para que no faltase en época de carestía, a tantas y tantas personas que dan su vida sin hacer ruido porque otros puedan disfrutar de la suya, a tantas personas a las que injustamente se está olvidando, precintando día a día su manera de vivir, señalándoles como proscritos por el mero hecho de vivir como siempre vivieron y como debía hacerse.
Mi agradecimiento a todos ellos va por dentro y por estas torpes líneas, en las que se agolpa el sentimiento que brota de la amenaza real que otros nos trasladan. Dios quiera que todas estas formas de vida, primigenias, tan buenas y ricas, no acaben siendo una mera línea de consulta en Wikipedia y que nuestros nietos puedan seguir aprendiendo de estas gentes a las que tanto se les debe. Pescadores, agricultores, ganaderos, cazadores…en su inmensa mayoría amaron y cuidaron del recurso que legítimamente explotaron en beneficio propio y de terceros.
Otra torcaz pasa y le tomo los puntos con la mirada intuyendo que la habría derribado limpiamente y que, al cobro, tras alisarles las plumas y admirar su cenicienta belleza, sabría que su destino final sería el puchero para engrandecerlo.
El sol brilla alto y los mariscadores andan ya de recogida. Poco a poco se van acercando pesadamente a las orillas con sus rastrillos y sus nasas, oliendo a salitre y a vida, con el botín ganado a pulso con un sacrificio difícil de comprender.
Mañana, al despuntar del día, sus presas lucirán ordenadas en los puestos de la lonja, para que, tras pasar por la plaza, acaben también saciando el apetito de muchos que con su silencio y su voto estrechan día a día el nudo de la soga sobre una forma de vida que a codazos se sigue abriendo camino a muy duras penas en un mundo que no quiere comprender lo importante de su presencia. La vida está llena de contrasentidos y sin dioses.
La torcaz, libre de mis sueños cinegéticos, arrulla, como el mar, tranquila entre las ramas del enorme castaño que tanto ha visto llover…
Ramón Menéndez-Pidal.