Rescatamos este título de nuestro artículo publicado en 2017 por su reflejo en la actualidad. Por aquel entonces la causa era la ratificación del Convenio de Protección de Animales del Consejo de Europa de 1987 (casi 30 años más tarde) por parte del Congreso de los Diputados el 16 de marzo de ese año. A día de hoy la situación de amenaza son las iniciativas legislativas de determinados sectores del gobierno central que pretenden acabar con la caza, eliminando, entre otros, uno de sus elementos esenciales: el perro. Cada vez que los españoles tiramos piedras sobre nuestro tejado de esta forma, recuerdo la famosa frase atribuida a Bismarck que tanto nos consuela.
Los nuevos órganos ministeriales, creados en pago del peaje del sector animalista por hacer presidente de este país a quien nunca lo ha merecido, aprietan el acelerador ante la inminencia de un futuro incierto, más bien negro zaíno. En 2023 se acaba el chollo. Tienen que cumplir con prisas su programa, con el objetivo innegociable de hacer inviable el uso de los perros para la caza. Su estrategia es clara: han de definir como maltrato la acción de cazar en nuestro Código Penal, por si acaso establecer una ley de protección animal que acabe con los flecos y, por último, impedir que los cazadores podamos tener perreras, estableciendo unos requisitos para los núcleos zoológicos, que muchas viviendas legales no tienen. El régimen sancionador, en manos de sus comisarios políticos, hará el resto.
Da igual que la rehala y la montería sean una modalidad única en el mundo. No importa que haya sido declarada de interés cultural. Al revés, eso les cabrea profundamente, porque no quieren un pueblo con identidad y tradiciones. Eso significa tener un pueblo con orgullo y ellos prefieren gobernar borregos numerados y apesebrados con una paga. Poco importa que la caza sea la cuna y bastión de una serie de razas autóctonas de perros únicas e irrepetibles que llevan el sello de España. Ellos tienen que cumplir su programa ideológico por encima de todo, cueste lo que cueste.
Como decíamos entonces, en aquel artículo de 2017, hechas estas reflexiones resulta curioso comprobar que, en España, los que no pagan la cuenta de mantener unos animales y una actividad que nos identifica, tradicional, social y económicamente rentable como es la caza, son los mismos que, sin asumir responsabilidad alguna, proponen su destrucción, como los talibanes destruyeron los Budas Gigantes de Bamiyán en 2001. De la misma forma, si se prohíbe criar y usar perros a los cazadores se destruirá gran parte del patrimonio cultural de todos, todas y todes, como son nuestras admiradas razas autóctonas, admiradas internacionalmente. En ambos casos, reponer estos monumentos a su estado anterior será imposible, si permitimos que se consume la barbarie animalista, dinamitando su uso y selección genética.
En esta ocasión, como entonces, todos los capítulos de esta historia están siendo guardados para que nos acordemos de lo que hizo cada uno al respecto en cada momento y así saber quienes fueron los responsables, por acción u omisión. Las urnas no perdonan y a los hechos me remito. Llegados a este punto, cuando haya que hacer frente a las consecuencias de la desaparición de razas autóctonas, de animales de trabajo esenciales para las tareas del campo, de tradiciones milenarias y con ello, hundiendo en la miseria moral y anímica a cientos de miles de personas vinculadas al campo español, me planteo las siguientes cuestiones:
¿Quién pagará esta cuenta? ¿Dónde estarán los Ione Belarra, Sergio García Torres y su equipo de palmeros, cuando haya que reconstruir las ruinas que van a dejar a su paso? Si no son solventes para hacerse cargo de su responsabilidad, mejor que dimitan antes de producir un daño irreparable a este país. Estoy seguro de que, cuando la situación no tenga remedio, los responsables de los chiringuitos de los que han salido estas normas, ya se habrán cuidado de esconder su manos manchadas de sangre, mientras ocultan sus barrigas llenas por las subvenciones, bajo insignias progres y medios agradecidos. Entonces, todos caeremos en que nos tocará pagar, otra vez. Si tal cosa ocurre, sin hacer nada que lo impida, a lo mejor nos lo merecemos.
Alfonso Aguado Puig
Presidente de la AER y vicepresidente de la ONC