María, “la Podenquilla”

Es el grito de María, la Podenquilla, que ha cantado un guarro. Los perros, esturreados por el cazadero, que andaban entre jaras y lentiscos como si no estuvieran, metiendo la nariz en cualquier rincón y confundiéndose con la vegetación, ahora trotan alegres, galopan dejando ver su blancura destacando contra el monte como esas palmeras de fuegos artificiales que alumbran la noche en cualquier feria.

Bartolo se ha quedado sin perros, todos acuden al grito de María. Es su líder, su ama, la que, desde chiquitilla, desobedeciendo a su padre, se metía en las perreras a revolcarse con los que tenían fama de ser más ariscos, compartiendo chuches con ellos mientras les rascaba el lomo. En realidad, Bartolo ya no tiene perros. Los perros son de su niña porque ellos así lo han decidido y a un alano español o a un podenco campanero, es mejor no llevarle la contraria.

La voz de María rebota en los taludes de la sierra llamando a sus valientes y ellos saben que es «su niña», la que les regala chuches en la perrera, pero también la que han visto tirarse como una fiera cuchillo en mano a partirle el alma a un macareno, que quería rajarles las entrañas.

Los perreros, compañeros de su padre en tantas jornadas, le llaman la Podenquilla, porque su voz fina, joven y cantarina, suena en las sierras como el latido de un podenco de talla chica. Es la voz auténtica de la caza, la que resuena en las entrañas de los perros como el restallar de un látigo. Todos arrancan en feroz tropel a la llamada, incluso los perros de otros compañeros acuden al grito de guerra de María. La conocen, saben que se cuela a su par entre las jaras y ninguno permitiría que se le revolviera un guarro porque han visto brillar el cuchillo en sus manos y tirarse sin remilgos a defender a sus guerreros cuando la cosa se ponía seria. Unos dicen que no saben de dónde saca el coraje, otros juran que de la sangre de su abuelo Bernardo, el Mayoral, pero todos la quieren y ahora, desde que partió el corazón a un macareno, revolcándose con él, allí por debajo de la Virgen de La Cabeza, todos la respetan. Si es un lujo verla cazar, verla de regreso con sus perros es digno de admiración.

Suenan las caracolas, voces de los perreros, ¡¡tuuuuubaaaaa!!, silbidos y hasta una trompeta llamando a recogida. Cuando se hace un poquito de silencio, allá, en el fondo del barranco, se escucha a la Podenquilla: «¡¡Ea!! ¡Qué nos vamos! ¡Gitano! ¡Que te he dicho que nos vamos!», y el Gitano, un podenco campanero que parece salido de un cuadro de Mariano Aguayo, vuelve grupas y se incorpora sumiso al grupo que dirige su ama.

La comitiva es fascinante. Dos alanos españoles abren paso con la cabeza erguida comprobando que no hay obstáculos en el camino, les siguen dos mastinazos de armas tomar; a continuación, el grueso del ejército, dieciséis podencos de talla grande y pelo sedeño blanco y canela, que caminan rodeando a la jefa de la manada, y el Gitano a la mano de su comandante en jefe, protegiéndola de cualquier ataque inesperado.

María llega al camión y hasta que no han bebido todos sus perros, no bebe ella. Los repasa uno a uno, es increíble cómo los perros hacen fi la para permitir que su dueña les mire las orejas, las manos, a alguno le lava los ojos, a todos les acaricia antes de que suban al transporte. El último, el Gitano, al que le da un beso y un azotillo para que suba al remolque.

Bartolo espera también su turno. Cuando el último perro está arriba, María le da un beso a su padre.

—Hoy también te los he quitado…

—Si ya no hacen caso más que a ti.

Los dos ríen mientras María se lava la cara, se pasa un cepillo por el pelo y se da un toque de carmín en los labios.

—Es que si no se me resecan mucho —dice, riéndose, mientras Bartolo asegura que el mes que viene cumple quince años y ya le gusta pintarse un poquito.

En la junta de rehaleros, María se toma una cocacola comentando los lances con el resto de compañeros cuando aparece un montero que pregunta por ella. Es un hombre de unos cincuenta años, bien vestido y con trazas de montero viejo que se dirige a la rehalera con una gran sonrisa, subiendo el tono para que lo escuchen todos:

—¡Nena!, el guarro grande que has levantado en el Regato del Lobo y me lo has metido al puesto, es oro seguro. ¡Vaya bicho y vaya lance! ¡Cómo lo has trabajado, hasta hacerle romper el encame!

—Yo no he sido, han sido el Gitano y el Pintao, ¡qué son muy cabezones!

—Pues, entonces, toma esto para los tres, ¡qué bien os lo merecéis!

Y entre las risas de todos le da cien euros que a María le saben a gloria, como los aplausos de sus compañeros. Esta es la esencia de la caza.

Carlos Enrique López.

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