Cuando el campo te vence

Existe un tipo de cazador al que no alcanzo a comprender. Son las 7:15 horas. La mañana está fresca, más bien diría fría. De hecho, el mercurio marca un par de grados, lo que no casa bien con las elevadas temperaturas a cuyo rigor estamos siendo sometidos desde hace días. Aun así, mayea en el campo. Y aunque lo haga con algo de premura respecto de otros años, la explosión de flores no se ha hecho esperar. Amarillean los dientes de león, las margaritas están cuajadas y las ásteres lucen esplendorosos esperando su floración otoñal, pese a la sequía, pertinaz, como cuando éramos niños y así se anunciaba desde la más alta jefatura del Estado. Los majuelos se visten de un verde intenso para regocijo de nuestra vista y del estómago de nuestros ansiados corzos, y los ancianos quejigos, un año más, a pesar de los pesares, se tiñen también de esperanza.

Falta agua, sí, pero la primavera en el monte está arrebatadora y no tiene perdón de Dios el no admirarla. Violetas, malvas, polígalas, fumarias, entremezcladas con hierbas de San Juan, arenarias, colleja, alfilerillos de pastor, arvejas, escaramujos, gatuñas y un sinfín de joyas de la naturaleza componen un cuadro difícil de obviar. Pero puede que ese calidoscopio no esté al alcance la sensibilidad de todos los cazadores, una verdadera lástima.

Hago la asomada solo y dejo a mi gran amigo unos metros detrás. Me arrodillo en el perfil del laderón para otear con calma hacia abajo. Tengo trescientos metros de caída y cuatrocientos de longitud en el plano lateral. Allá abajo, el río hace correr sus aguas cristalinas serpenteando por sus meandros. Lo he visto varias veces sin posibilidad de culminar con éxito. Rápido, desconfiado, siempre alerta, casi no se está quieto y es una belleza de animal. Bayo de capa, nunca vi uno igual, de fuerte cuello y recios cuartos traseros. Está en plenitud y coronado por una esbelta cuerna simétrica por la que gotean gruesas perlas que mueren en las rosetas que muestran esa forma de tejadillo, inequívoca de su grado de madurez.

Qué preciosidad de mañana. Aún no ha salido el sol. Ya no tardará mucho. Tranquilo, escudriño cada palmo del terreno esperanzado en guiparle por fin, antes de que él me fiche a mí y dé un par de ladridos ponga pies en polvorosa para dejarme, una vez más, con un palmo de narices. Hay días que uno siente que puede ser el día añorado y hoy es uno de esos días. Trasteo con los gemelos… ¡por fin, le veo! Está echado a unos 140 metros mirando hacia el río, dándome todo el espinazo, su cuello y su hermosa cabeza. Me deleito con su imagen y lo puedo valorar a placer, lo que no me había ocurrido hasta ahora. Vale la pena, ¡ya lo creo! Es precioso. Digno de pasar por las manos de un grande como Benedito.

Me giro muy despacio y le pido a mi amigo que avance hasta donde estoy yo.

Le indico que venga con mucho sigilo y así lo hace. «Abajo está», le digo. Dominamos el escenario. Justo tenemos un tocón a un metro. Mi amigo se tumba y le dejo mi chaqueta para que se apoye con comodidad y seguridad. Yo me siento, ya no siento el frío, toda mi mente se concentra en el lance. El corzo sigue sesteando 140 metros más abajo.

Los primeros rayos del sol comienzan a poner luz a la escena, cientos de pájaros nos acompañan con un coro que toca la fibra más sensible del sentido musical. El espectáculo está servido.

Mi buen amigo tarda un par de minutos, que se me hacen eternos, en localizarlo, pese a mis indicaciones. Por fin lo ve. «¿Lo tienes?». «Sí, ahora sí lo veo». «No le tires hasta que no se levante». Le he dejado mi monotiro y le aconsejo poner el pelo, pues está muy bien graduado y no es de los que se van nada más apoyar la yema del dedo en el gatillo. Me indica que lo ha montado.

Así permanecemos seis largos minutos, de belleza, grandeza, de caza pura y salvaje. Y, entonces, se incorpora y se queda completamente cruzado bañado por los rayos del sol. «¿Lo tienes?». «Sí».
Dispara. Suena un clic y la bala no sale. El corzo oye el ruido desde abajo y mira inquieto hacia arriba. «No te muevas». Él, nervioso, intenta abrir el rifle. El corzo nos ve, nos ladra un par de veces y se marcha gallardo hacia el río. ¿Falló el rifle, tiró con el seguro puesto y se accionó el pelo sin disparar la bala? Da igual, exactamente igual. El caso es que mi gran amigo se frustra severamente, se cabrea y, compartiendo con él la lástima por la ocasión perdida, yo no puedo compartir su sensación de fracaso.

Jamás. Cuando el campo nos gana la mano, no queda sino dar gracias por la oportunidad vivida, por la fortuna de haber podido participar de algo mucho más grande que nuestro propio ego y que nuestros meros deseos de triunfo. Gracias por la fortuna de participar, simplemente, de un proceso de la naturaleza del que no podemos escapar. Cuando el campo nos gane la mano, siempre, siempre, chapó. Él marca las reglas del juego, no nosotros ni nuestras ansias ni nuestra voluntad. Sin esa ley del campo no habría caza. Desterremos la sensación de fracaso de nuestras mentes cuando, por la circunstancia que sea, no podamos culminar el lance; en la caza no podemos buscar sólo el éxito del cobro, sino el formar parte de algo muy superior a nosotros mismos.

Buena caza, amigos.

Ramón Menéndez-Pidal.