Por desgracia, siento como cada vez más la caza queda ligada en exclusiva a movimientos comerciales. Con esto no quiero decir que no sea positivo beneficiarse del factor económico que surge en torno a esta forma de vida, simplemente pienso que existen líneas que nunca se deben cruzar.
Hay que ser muy cautelosos, pues estas prácticas son drogas que pueden acabar contaminando nuestra gran pasión.
Me refiero, como no puede ser de otra manera, a situaciones tan ridículas como sorprendentes, denominadas por un amplio grupo de cazadores –de entre los cuales me incluyo– «caza de bote».
Como es sabido por todos, la montería es una modalidad plenamente legal amparada en nuestro ordenamiento jurídico (artículo 30 de la Ley 1/1970 de 4 de abril) para la que, desde la Administración y acorde a un análisis previo de la situación, se autorizan una serie de capturas de determinadas especies, un número de posturas a ocupar por los monteros, la horquilla temporal en la que organizar la cacería o el número de rehalas a batir la mancha.
Pero pensad por un momento que interesase organizar la cacería unos meses antes. ¿Habría forma de burlar los requisitos anteriores? Por desgracia, sí. ¿Soluciones?, varias. Organizar una batida en pleno mes de septiembre, en el que los «monteros» ocuparían un puesto fijo con permiso de rececho y donde los animales serían monteados por unas «rehalas» un tanto atípicas, dotadas de neumáticos y tubos de escape, solución perfecta para salvar la temperatura y aspereza del terreno en esas fechas. Y muchos de vosotros pensaréis: ¿y toda esta historia, para qué? Muy sencillo, para poder conseguir un amplio número de ejemplares de gamo, impolutos y sin roturas. Por desgracia, en estas ocasiones lo que más interesa es el dinero, dejando totalmente de lado la caza. La trofeitis junto con «organizadores» despiadados y egocentristas están conformando un binomio cancerígeno para nuestro mundo.
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Otra situación que me repugna como cazador es la suelta. Esos camiones cargados de ungulados, fondones en demasía, «achacinados», totalmente fuera de tipo, pero con dos velas blancas que deben resplandecer hasta en la más oscura de las noches. Les invito a estudiar lo expuesto en el artículo 32 de nuestra Ley 1/1907 de 4 de abril, en la que el legislador detalla de una manera genérica los requisitos necesarios para esta práctica.
Aunque la infracción de la norma en este aspecto repercute en un ilícito penal tipificado como delito contra la flora y la fauna, personalmente creo que es una materia que se debe controlar con mayor severidad. La caza, como se ha concebido desde sus orígenes, no representa ni tiene ningún tipo de vínculo con estas prácticas. Ahí no existe gestión. No existe aprovechamiento natural. Eso no es caza. Me violenta sobremanera que haya gente que, por un fajo de billetes, pueda prostituir un arte tan noble como es la montería. No sólo debemos mostrar nuestra total desaprobación ante estas prácticas, sino que debemos dejar claro dos cosas: esas gentes no son cazadores y, ni mucho menos, están practicando algo que se pueda llamar caza.
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Ni que decir tiene que me posiciono en contra no sólo de las sueltas, sino de la crianza en cercones. Aunque pudiera parecer menos cruento, no deja de ser una práctica sucia. Limitar el espacio de vida a un animal nunca me resultó plato de buen gusto, pero si encima se trata del jabalí, especie reina por excelencia del panorama mundial en caza mayor, me resulta aún más asqueroso. Las mallas actuales –aunque legalizadas en la medida que expone el artículo 19 de la Ley 1/1970 de 4 de abril– son trampas mortales para el instinto salvaje de los guarros, imposibilitando toda forma de huida. Tanto es así que en la medida que nacen y se desarrollan en cautividad, pueden llegar a tener comportamientos tan impropios como anodinos para esta especie: correr tras la pick-up del guarda en busca de comida o hacer una vida mayoritariamente diurna. Lo que, en definitiva, viene a ser la domesticación de la fiera, y con ella, la violación más severa de todo principio que engrandece a este animal, el más puro y bello de nuestras sierras, el que levanta pasiones por cada punto –por remoto que fuere– de nuestra geografía, el Sus scrofa, vulgarmente conocido como cochino jabalí.
Todas estas prácticas, en mayor o menor medida, he podido experimentarlas desde la distancia justa para percibirlas, pero ni mucho menos intoxicarme. La mayoría de ellas camufladas bajo otro fin y esta circunstancia es cuanto menos significativa, pues, cuando se intenta alterar algo, es porque no interesa que reluzcan sus entrañas. Sea como fuere, noto que gran parte de los principales propulsores de algunas de estas prácticas son los propios orgánicos. En muchas ocasiones, con nombres reputados en este mundo de la cinegética, agasajados en multitud de medios y galardonados con abundantes premios. Os aseguro que en la corta distancia no son nadie y ni mucho menos organizadores de cacerías, sino más bien, buitres leonados con piel de cordero que intentan buscar su carroña diaria.
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Creo que, en los tiempos que corren, donde los principios éticos brillan por su ausencia, los cazadores estamos obligados a promulgar sin reparo los valores que, generación tras generación, nos han inculcado familiares y amigos.
En mi caso tengo la inmensa fortuna de poder cazar no sólo con mi padre, sino con mi abuelo que cumplirá noventa y un años el próximo octubre, una fuente de conocimiento a caño abierto. Por él, por todos los que algún día trataron de explicarnos el verdadero significado de la caza, por vosotros, tenemos el deber de continuar con esta bendita afición.
Yo no me escondo. ¡Por la caza, por los de siempre!
Rafael del Campo Prieto.