La cabeza -cortada- del lobo

Como uno, al menos yo, solo tiene una vida que contar, que no es poco, siempre o, con frecuencia, a veces, me repito. Me copio a mí mismo. Pero en muchas ocasiones la actualidad te hace recordar aquello que ya contaste. Como ahora es el caso. Porque esa cabeza de lobo, colgada de un gancho en una carretera de España, me ha sobrecogido. No he vomitado porque tenía el estómago vacío, pero me ha causado una terrible sensación. Y miren que uno, a estas alturas de la vida, más de ochenta y un tacos, tacos de Tico, ya no se asombra por nada.

Dicho lo cual, me explico. Es cierto, aunque no siempre, que una imagen vale mas que mil palabras, que cien mil en este caso. Esa chorreante, de sangre, cabeza de lobo, cortada por la mano de un verdugo, por muchas cabras que hayan muerto por su hocico feroz, ha sido un golpe para mí. ¿Por qué más que esas fotos a color de las portadas de los periódicos de hoy mismo, en las que aparecen, de ayer mismo, las carnes desgarradas en las calles de Bagdad de más de cien seres humanos que no tenían nada que ver con el odio criminal de sus hermanos, también seres humanos, y que me perdonen los seres humanos que me estén leyendo en este instante?

Porque la verdad es, siempre, «ame al lobo». Siempre. Incluso cuando Félix Rodríguez de la Fuente, al que yo llevé a la televisión, cuando la televisión nacía, para contar la historia paralela de que «se iba a buscar y a cazar al último halcón blanco que vivía en la alta Groenlandia y al que llamaban el “príncipe níveo”»? Félix defendió al lobo hasta el final de su vida, formó parte de su equipaje de gloria, de su fama total y merecida. Pero cuando el lobo bajó de la alta sierra gallega, eran los últimos lobos hambrientos de entonces, que descendían a la basura que se dejaba a la vera de las casas de piedra y de hiedra, porque arriba ya no había nada que cazar, y sembraban el miedo en las aldeas; y había batidas de lobos en aquellas noches con más bruma que luna…

Félix, en su programa, defendía al «hermano lobo». Yo defendía a los pastores. Entonces era jefe de reporteros de ABC. No era por llevar la contraria, pero cuando un hombre valía más que un lobo, defendía al aldeano que no tenía más remedio que luchar por su supervivencia, incluso cazando al lobo. Eran otros tiempos.

Y tanto escribir sobre el lobo, el lobo que debía ser «exterminado», aquí está mi trofeo, frente a mí, entre mis libros: el cráneo ya blanquísimo de aquel lobo que me regalaron un día los últimos loberos de la braña de Asturias, de la que me hicieron en su día «vaqueiro de honor». Título que ostento con orgullo. Como el capazo de cuero con mi nombre y el bastón labrado: «Para un célebre señor, periodista sin igual, grabo este palo, un pastor a la sombra de un rosal». Eso decía el bastón, que formaba parte del nombramiento de Pastor Querido de Barrios de Luna en León.

Después, un almuerzo por todo lo alto junto al santuario de la Vírgen del Camino, con misa dominical, cantares, bailes, pero sobre todo mucha comida a base de cordero, que comí aunque inmediatamante después tuve que vomitar. Les diré por qué. ¡Ha vivido uno tanto!
En Agadir, en Marruecos, donde acudí para contar el terremoto en el diario Pueblo, pasé una noche en un morabito que había sobrevivido al cataclismo entre los escombros de la muerte y de la sangre. Allí, aquella noche de luna inmensa, asomado a una pequeña ventana pude ver, con los ojos más espantados del mundo, cómo ratas más grandes que conejos devoraban las entrañas de las ovejas que no habían podido sobrevivir a la catástrofe.

Desde entonces, en una casa en la que se ha comido y se come cordero –yo he nacido en un pueblo de los montes orientales de Granada, donde fui cabrero de niño y llevaba a pastar las cabras de mi abuela Concha– no he vuelto a comerlo, no sé por qué, aunque cuelga del cuello de mi esposa un collar de hilo de oro con los dientes de un viejo lobo gallego, aquel lobo blanco que perseguimos toda una noche hace tantos años, bajo la lluvia, en la sierra de la Penagueira.

He sentido la mirada amarilla del lobo sobre mi nuca, el escalofrío en la Sierra Morena de Córdoba. He escrito tanto sobre el lobo que llegué a enfriar mi relación con Félix, a tener una biblioteca respetable sobre el animal mítico, a coleccionar cuadros sobre el tema, a tener una lámpara de hierro hecha con una vieja y terrible trampa contra lobos que parece una escultura de Chillida…

Pero ahora, esa imagen tan gráfica de la cabeza decapitada, guillotinada, del lobo vuelve a despertarme un sentimiento, no de cazador, sino de pieza. Pero quiero que se sepa que hay algo más que un documento cinegético en ese retrato terrible. El buen cazador lo sabe, lo cuida, lo trabaja. Se debe cazar sin odio. Porque esta carne de gallina del viejo reportero, superviviente de tantas otras cacerías humanas, siente que la cabeza del lobo le mira a los ojos con la mirada del hombre…

Tico Medina

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