En la novela El perfume (RBA Editores, S. A. y Seix Barral, S. A, Barcelona 1992) se leen unas meditaciones de Patrick Süskind, su autor alemán, puestas en boca de uno de los personajes –de identidad indiferente al caso– como abstracción general sobre el origen de las peores supersticiones en lo más remoto y pagano, «cuando los hombres aún vivían como animales, no poseían la vista aguda, no conocían los colores, pero se creían capaces de oler la sangre y de distinguir por el olor entre amigos y enemigos, se veían a sí mismos husmeados por gigantes caníbales, hombres lobos y Furias, y ofrecían a sus horribles dioses holocaustos apestosos y humeantes».
Se me ha ocurrido relacionar este pasaje de la prehistoria recóndita con el momento en que podríamos situar, no solo el nacimiento de la superstición –finalidad del novelista–, sino el inicio de la caza de animales por el homínido, si es que de la caza racional cupiera fijar un principio nítido sin acudir a la fantasía de lo indemostrable. Vaya usted a saber.
Pero a mí me sirve esa especulativa construcción para poner un punto de partida al cazador humano y comparar, después de no se sabe cuántos siglos, aquella inicial acción cinegética con algo tan radicalmente opuesto como lo también leído este verano en alguna revista que informaba de avances sorprendentes en instrumentos para observación, puntería y medición, dejándome estupefacto saber que se le auguran las posibilidades de un smartphone a la óptica montera digital, verdugo y sepulturera de la analógica.
Porque no hablamos de prismáticos o visores, sino de cámaras de foto y vídeo conectadas a computadoras que almacenan datos en tarjeta de memoria o los mandan instantáneamente por wifi a un portátil, tableta o móvil: nuestros, de colegas o del guarda o vigilante, que no tendrán que ir al lado. Prodigios de la imaginación convertidos en utensilios cotidianos con brújula electrónica, GPS, medidor trigonométrico, menú de día, penumbra o noche…, junto a otros inventos y adelantos exigidos de cursos de formación.
Entre aquella remotísima fecha convencionalmente determinada (sin concretar ni siquiera siglo) y el mes de julio de los corrientes, en que tantas maravillas descubro, media el desarrollo que cualquier cazador ha experimentado en el curso de su edad o supuesto en el devenir de la vida de sus antecesores. Un proceso de evolución inexistente al principio, inapreciable más tarde, lentísimo y lento luego, rápido después, acelerado posteriormente y auténtico torbellino en los postreros decenios del siglo XX y lo que va del XXI. ¿Bueno para nuestra afición? Conteste cada cual. Yo me ciño a los hechos como soporte de una interrogación envuelta en estremecedora intriga sobre lo útil que llega a muy útil y pasa a ser inútil para acabar volviéndose nocivo emborrachado de progreso, vengado por la naturaleza y desterrado por la justicia divina.
No sobra pensar que los excesos pueden hacer desaparecer el lecho de la actividad cinegética, como desaparece el cauce de los ríos en las avenidas después de querer hacer del arroyo un mar, sin reparar en que la avaricia rompe el saco y lo revienta. Las altas cotas de perfeccionamiento en el armamento de la caza militarizada, tan celebradas por los más simples y superficiales del gremio, tienen un peaje social que acabaremos pagando. Si los anteojos o telémetros van para sofisticados ordenadores de usuarios con instrucción técnica y pueden actuar con más seguridad que los seres inteligentes, la caza tiene sus lustros contados. Por la sensibilidad del practicante generacional y por su normativa legal. Es intolerable el refuerzo sin fin del contendiente culto frente al estatismo del bruto, incapaz de cambiar alguna regla del combate ni aumentar nada su instinto.
De insustancial cabe tildar a quien caza con tecnología que suple los sentidos físicos. Pero con la sorna de «insuperable aficionado e invencible deportista» me atrevo a catalogar a quien, disfrazado de marciano, se apunta por modernidad a ceder su función cerebral a la maquinaria que exhiben cada temporada los escaparates vanguardistas de las ferias de pro. Y, con manifestación o sin ella, de diez mil o de un millón, cazar no puede concluir en apuntillar a cautivos inmutables mediante indoloros puñales electrónicos, como se sacrifica por caridad y deber moral un perro afectado de una enfermedad mortal. A esta marcha, mejor que federarse, graduarse en las facultades de jiferos y cacheteros, lo que terminarán siendo los cazadores, un club de matarifes doctorados en mágica, eficaz y cómoda neurología inalámbrica. Solo falta uniformarlos de bata verde y calzos blancos.
Hasta yo me asombro de mi tenacidad en el pregón de la verdad a sordos solemnes que se obstinan en airear su imprevisibilidad y, sobre todo, su irracionalidad. Allá cada cual. Del hombre, solo la carne es mortal. Sus obras perviven. Y las malas con mayor influjo y peor efecto que las buenas. Es lo que le oí a alguien muy sabio que ahora no recuerdo.
Eduardo Coca Vita