Llueven calumnias del cielo. Llueven aires frescos, tormentosos y polvorientos. Ahora te asas o te empapas en medio segundo. Los chaparrales se peinan con las brisas del atardecer. Los cangrejos buscan sus cuevas esperando pasar un año más. El campo se vuelve loco, todo él. Y con su rumbo incesante, también las cabezas y corazones de los que habitan en su entraña. Llega el mes más esperado, temido y odiado de todos. Llega septiembre. Siempre masculino, marcando su personalidad sobria y ebria a la vez. El monte comienza a menearse. Las bellotas de quejigo a caerse. Los pastos se pudren con las nuevas aguas dejando paso al verdor de la esperanza. Atrás quedaron las mentiras de las cabañuelas, las verdades del calendario zaragozano y las dudas del qué pasará este año.
Ahora es tiempo de tirar el abono y enterrar la semilla. Es tiempo de rular las siembras. De que no nos coja el toro y no se meta el agua. Y de que, si se mete el agua, que, al menos, no cese de mimar las cosechas.
El campo de día es tremendo y fugaz, y de noche embruja y conmueve a todo el que lo siente. Me estanco en un alto para intentar desconectar de un día en el que la cabeza no me deja meter ni una pensada más. Bajo del coche. Agarro mis prismáticos. Respiro el frescor de la tarde y de sus aromas, suspiro y me evado. Echo a andar para no detenerme. Llego a unas peñas desde las que diviso mucho y oigo más. Me tiendo sobre el suelo, apoyando la espalda en una peña. He hecho bien en echar una chamarra porque la temperatura acompaña. Me la pongo. Encuentro en un bolsillo mi gorrilla campera y una navaja que creía perdida ¡esto es la Providencia! La banda sonora de la noche me mece en su cuna. Olores nuevos, colores también. Estuve horas y horas… Hasta que quedé rendido.
El amanecer me trajo un día nuevo, cargado de energía. Abrí los ojos mirando las luces de la aurora a lo lejos. La sierra entera me daba los buenos días. Un frescor sobrecogedor me trae los bramidos de un precioso venado que ha ido a atalayar justo donde me encuentro. Sin inmutarme observo cómo el animal se dirige junto a mí, a una decena de pasos, tranquilo, embarrado hasta las orejas, tras una noche de locura y promesas que no cumplirá. Soltando calumnias y falacias a unas hembras que corteja por el hecho de poseer, no por amar.
Sin mover un músculo le seguí con la mirada antes de desaparecer. Se detuvo, oteó su entorno, orgulloso de ser libre, dueño y señor de su vida y su mundo, altanero y luchador, no sujeto ni a leyes ni a mandatos, ni a alambradas ni a cautiverios. Fui testigo directo de admirar a un ser libre, en toda la expresión de la palabra. Soltó un bramido sobrecogedor, como todos los que escupió esa noche, pero ese –justo ese en concreto– venía a gritar al mundo que él, más que nada ni nadie, era su único dueño, el amo absoluto de su destino. El capitán de su alma invicta. Y despacio, repitiendo griteríos en su trayecto, me recordó lo bonito es que el campo te acune con una nana… y te despierte la sierra.
Lolo de Juan (Polvorilla)