Cazar para comer, la carne de caza está de moda

También, las cosas como son, que a veces son como deben ser y no como las imaginamos –y me perdonan por este pensamiento filosófico con el que inicio nuestro breve taco.

Viene este prólogo a cuento porque de un tiempo a esta parte la caza llega a los platos más rigurosamente originales con más frecuencia; y, de hecho, y de derecho, con más eficacia.

Hombre, es natural, la caza forma parte de la doctrina más leal, más antigua, en la historia de la humanidad, porque no habríamos llegado donde hemos llegado, para bien y para mal, si no hubiera sido por la caza.

Tampoco descubro nada, pero es que ahora, en este tiempo que vivimos, convivimos, sobrevivimos, hay incluso restaurantes, no sé qué tanto por ciento, que solo ofrecen carne de caza.

Y algunos de cinco estrellas, que debían ser, quizá, de cinco cananas, por no adornar la fachada con un friso de tubos de pólvora.

Algunos bellísimos, como aquel cuadro que adornaba el vestíbulo del despacho de Alfonso Fierro hijo, en el viejo banco de la calle María de Molina, desde donde me llamó un día –era un gran cazador, tanto es así que recibía en el club de cazadores que había por encima del antiguo Hotel Fénix de Madrid, elegante y discreto– para decirme:

«Que he pensado que le voy a hacer caso a Lola Flores, que he leído el libro que ha escrito usted sobre ella y me ha gustado mucho, por cierto; tanto por lo que de ella ha contado como lo que no ha contado incluso».

Y es verdad. Un libro de memorias debe estar lleno tanto de lo que se dice como de lo que no se dice; que ahora veo el de Julio Iglesias, que nunca cazó más que música; hombre, y alguna cosa más: piezas hermosas a lo largo de toda una vida.

Que a mí me dijo un día que hicimos las cuentas en su casa de Miami, en Indian Creek número cinco,

«más de tres mil damas a lo largo de una vida», arte en el que más de una vez resultó también cazado…

A ver, por dónde iba. Bueno, que desde que Eva entregó la manzana aquella dichosa a Adán, ya recuerdan, en el paraíso terrenal –que nada tenía que ver con el otro paraíso, el de estos tiempos, que es más bien ahora un purgatorio, como en su día fue un limbo y también va a ser un infierno–, desde aquel primer día cinegético de la historia del hombre, fue el hombre el primer cazado, si bien hay dudas sobre el tema.

Todo es discutido ahora, hasta el punto de que se dice que fue Abel el que cazó a Caín, y en ello andan los estudiosos; aunque la primera arma la tuvo, como saben, una quijada de asno, Caín y es con la que ‘cazó’ –con acento en la o– a su hermano.

Viejas historias de la caza que permanecen hasta el día de hoy, cuando se habla de la nostalgia, por ejemplo, de no poder ir a la perdiz como tanto le gustaba a nuestro emérito, don Juan Carlos, al que tanto recordamos.

Eso sí, de cuando en cuando me cuentan en el sur que la HEREDERA, la infanta doña Elena, sí que va, aunque desde que se le escapó aquel perdigón en Castilla de no sé qué escopeta a don Froilán, el niño que pudo ser rey de España, acude mucho menos a las citas constantes y a las invitaciones, porque los campos listos para la perdiz continúan, que por cierto veo aquí entre mis libros aquella perdiz que un día –por él pintada, una joya– nuestro director me regaló, arrancada de su propio libro de cuentas, con lo cual el ave, bellísima, entre números, se ha convertido en una pieza de arte difícil de adquirir en subasta alguna.

Vale, a ver por dónde iba, que con el subidón de las opiáceas, que contra el dolor me recomienda mi especialista, a veces se me va el zorzal al cielo, pájaro por mí elegido para que en su día pueda, a mi manera, transformarme, dado que la hermosa ave del olivo, de cuya carne he disfrutado más de una vez, riquísima, en aquel restaurante de La Carolina donde un alto juez español a veces se encontraba en la misma historia…

Como saben, que ya les conté más de una vez, porque uno no tiene más que una vida que contar, una mañana, al alba, el mismísimo Fary, el del torito, me llevó a un pequeño ‘casi’ huerto que tenía a la sombra de las cumbres de Gredos, en una finca de bolsillo, para cazar lo que más le gustaba en el mundo, los zorzales.

Y, además, luego los llevábamos al plato en aquella casa de pueblo donde, por demás, compré un sombrero de fiestas de mujer, con el espejo del frente intacto: esto es que aún no había conocido marido, aunque ahora ya se ha demostrado que

«cosas veredes, mio Cid –como decía el viejo castellano– que faran fablar las piedras».

–Lo mejor de estos platos con papas y huevos fritos –me decía el enorme cantaor, tan pequeño pero tan grande– es que lo hemos cazado nosotros mismos con nuestra escopeta.

–Hombre, maestro…

–Ya lo sé, que tú no has tirado porque no has querido, pero que el sabor es distinto si eres tú el que lo ha conseguido; y además, ya sabes que esto es tan viejo como el mundo mismo.

Cierto. Por eso, ahora, del río o del monte, sobre todo del monte, que es lo nuestro, incluso del safari lejano, lo que se caza va al plato con grandes zalamerías, porque es lo que decía el otro día alguien –que no voy a dar su nombre, por si no le da la gana de aparecer en este escrito–.

–Es que además no hay que olvidar que la humanidad no habría seguido su curso de no ser por la caza, que ya has visto que los primeros periódicos de la tierra, escritos en la piedra de las cuevas prehistóricas, ya dan cuenta de los lances…

Por eso, digo yo, que se está dando esta apoteosis de la caza directa a la casa, de la mesta a la mesa, como me decía un compañero escritor que se dedica a eso, a la caza de las palabras.

Cazador de alegría para repartirla con los demás, Gregorio, el grande, el magno Gregorio nuestro que se dedicó a eliminar tristezas: Chiquito de la Carcajada, como yo le escribí algún día, que fue grande y mi gran amigo, otro que se me fué de mi quinta, como quien dice.

O sea, cartas de restaurante solo de caza, nada más que de caza, ya sea de aquí o de allí, asada, guisada, embutida, en escabeche, latas de conserva, de los montes o las aguas, gloria bendita; eso sí, bien controlada siempre, que, por ver, acabo de ver, atención, Queso de leche de muflona, que no tengo a mano su procedencia.

Claro que es lo natural, lo lógico. Vuelven a ser, por lo tanto, lugares de encuentro, sobre todo a la hora del paladar, las viejas ventas del camino.

Y me viene a la memoria aquella de una de mis tías, en Moreda, también llamada popularmente Morea, donde alguna vez le di al chorizo de jabalí, la carne de venado –perdón, el ‘venao’–, ‘colgao’ de los palos de la buhardilla, que entonces no se llamaba buhardilla sino cámara, donde estaba aquel hurón, cazador de conejos, del que ya he hablado a veces, como uno de mis primeros recuerdos de niñez…

Y en la radio, sobre todo en Radiolé, las sevillanas de la ESCOPETA DE CAZA, que me ponen el pelo de punta.

Belleza que me trae el hijo de Juanito Valderrama, Juan, que es un poeta, sin duda, un poeta que canta, sí, las mañanas del sábado en Radiolé.

Que mientras otros cazan con olor a pólvora y a campo, servidor caza memoria, viejos pasodobles o coplas antiguas como aquella de la Niña de Antequera, cuando lloraba: «A mi perro lo…».

Pero no estoy para tristezas. Ni quiero tenerlas, acabo de recibir un libro de poesía que ha escrito aquel que fue, que es, uno de los mejores cazadores del sur, y de los mejores pintores del sur, Mariano Aguayo, al que tanto quiero y respeto, y del que no sé todo lo que quisiera.

Tico Medina

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