Los hipócritas, más bien pronto que tarde, acaban por mostrar muy a las claras de qué pie cojean. Sus falacias, siempre inconsistentes, no soportan el análisis menos riguroso; sin embargo, el odio que alimenta sus desatinos sí tiene la fuerza suficiente para “argumentar” con una mentira mayor, la falsedad puesta por la realidad al descubierto.
Hoy son las ejecuciones de ciervas preñadas en Monfragüe; ayer fue la masacre de arruís en Sierra Espuña; antes de ayer, el crimen de la sarna entre los rebecos de Picos de Europa… Si seguimos buscando, encontraremos las peores y más crueles salvajadas cometidas por esos miserables, que se autoproclaman ecologistas, en nombre de la ‘protección de los animales’. No siento más repugnancia porque no tengo capacidad, ¡de verdad!
Toda esa panda de preñacabras no hace más que daño, y más daño. La fuerza que les dan las masas de ingenuos que movilizan es la herramienta perfecta para medrar y destruir. Los políticos que se dejan guiar por sus majaderías, con un buenismo que da verdadero asco; los que los subvencionan para comprar sus votos; los que legislan para darles la razón y conseguir sus favores, merecerían pagar muy caro tanto desafuero.
A los que más afecta esta tragedia protagonizada por fanáticos exclusivistas y paranoicos es a la fauna. Perderemos especies que podríamos haber salvado, llevarán a muchas otras al borde de la extinción, degenerará la pureza de sangres y razas, se pervertirá el principio sagrado que rige la naturaleza y lo natural: la adaptación. El menú del caos está servido: a mesa y mantel, con aperitivo, entrante, dos platos, postre, café, copa y puro, ¡qué no falte de nada!
No deja de sorprenderme, ni siquiera con el paso de los años, la inagotable capacidad de autodestrucción de la que es capaz el ser humano. Bien sea por ignorancia o temeridad, por estupidez u osadía, por ambición o vanidad, lo cierto es que no cesamos en el constante empeño de cometer barbaridades que terminan por volverse contra nosotros mismos y, lo que es peor, contra los que estén cuando nosotros ya no estemos y, sin ser responsables directos de la hecatombe, sufrirán sus nefastas, devastadoras e irreparables consecuencias.
Me desespero porque la impotencia me corroe; me siento inútil, incapaz de poder, de algún modo, evitar el mayúsculo desastre al que estos patanes egocéntricos y majaderos nos están abocando. No sé qué hacer: hablo, escribo, divulgo, instruyo, demuestro, convenzo, reformo, inculco… deshago, desmonto, desbarato, descompongo… pero no veo que sirva para casi nada… y siento un gran dolor, y mucha rabia. Siento que nuestro mundo se acerca a un apocalipsis difícil de imaginar, a causa de quien hace de su odio un falaz argumento.
Alberto Núñez de Seoane