En verano madrugar en el campo es otra cosa

El periodista y poeta José Jiménez Lozano escribió: “porque tiene que haber habido alguna vez un paraíso, donde solo el tiempo de disfrute es tiempo. Soportamos la historia en espera de pequeños paraísos, que sostienen a los hombres en su tarea de producción”. Algo perdimos porque si no millones y millones de personas no tendríamos este empeño a medias consciente y a medias inconsciente de desear volver al campo. No añoraríamos lo que allí encontramos y que cada cual explica a su manera, con distintas palabras, pero diciendo más o menos lo mismo. Algo perdido y común aún palpita allí, todavía nos toca cuando vamos, da igual el lugar, monte, río, bosque o páramo por el que caminemos.

Es cierto que hay personas que no lo necesitan, no ven allí otra cosa que incomodidad, frío o calor, insectos y pinchos, espacios inhóspitos o inseguros, salvajismo hostil y aburrimiento. Tal vez estas personas sean superiores, la civilización urbana ha desechado en ellas las molestias de todo lo que un día era primitivo o tal vez sólo es amnesia, han olvidado ese paraíso ancestral o prefieren los otros, los que ofrecen los resorts y las playas urbanizadas, los viajes exóticos de agencia y los hoteles con piscina y chiringuito, muchos más cómodos, previsibles y seguros. Pero nosotros si, casi sentimos su ausencia como una suave drogodependencia que nos produce desasosiego o tristeza si pasa demasiado tiempo sin que pisemos el campo.

Ahora, en verano, madrugar es uno de los placeres asequibles más gustosos. Durante muchos años y muchas temporadas, los domingos de otoño e invierno, nos levantábamos a las cinco de la mañana para llegar a los cazaderos. Madrugar entonces, con el frío mordiendo, no era muy placentero salvo por tener la certeza de que nos esperaban, algunas horas después, en un campo cristalino por la escarcha, las liebres y las perdices. Pero en verano madrugar en el campo es otra cosa.

Tocamos aún el fresco de la noche, nos embobamos mirando los pájaros y los insectos que llevan ya despiertos mucho más que nosotros, saboreamos un café mirando las acacias, las encinas del fondo, los alisos del río, los pinares de lejos. Tras el café hago un poco de trabajo manual con la madera de una escopeta que ha regalado Lluis Ledesma a mi hijo. Tras lijar y repasar los dibujos despacio con gramajes de lija cada vez más finos, ahora estoy con el lento pulido de manos y manos de aceite hasta que la madera va enseñando su alma y su belleza. También hay “paraíso” en ese tipo de trabajo manual, con días por delante, sin prisa. “donde solo el tiempo de disfrute es tiempo”.

En estas horas tempranas es en las que mejor nos vuelve ese recuerdo de lo que fue aquel mítico lugar, cuando más nítida tenemos la certeza de que el campo nos da algo que nunca podrá regalarnos la ciudad y la muchedumbre. He hablado de todo esto con algunos amigos y casi todos me han referido las mismas palabras: “es como estar en casa”. Estar en la naturaleza es para nosotros otra forma de estar en el hogar, un lugar acogedor, seguro y nuestro, aunque nos sintamos hombres y mujeres civilizados, urbanitas y sedentarios.

Bajo luego al río. Hay una zona arenosa y seca bajo tres grandes árboles en los que cuelgo una hamaca verde de loneta fina que me cabe en el bolsillo del pantalón de campo. A veces pasa una nutria, una garza real, una banda de patos que nunca tocan el agua. Suelo llevar un bloc de notas o algún libro. Esta vez tocaba el “Atlas de la España Imaginaria” de Julio Llamazares.

Muchos años antes, en el siglo XVI, Juan de la Cruz escribió todo aquello de “la música callada, la soledad sonora” pero muchos poetas antes y después que él han vuelto a ese lugar soñado, nos atrae como un imán potente e invisible, no nos deja tranquilos en la ciudad. El mito permanece en todas las culturas y en todos los lugares de la tierra donde los hombres y las mujeres han llegado y deseado habitar.

No se trata de descanso, ni de paz, ni de relax sino de todo lo contrario, de contemplar el vértigo de la vida verdadera, de asombrarnos de cada cosa que pasa a nuestro lado, de cómo el tiempo puede ser intenso y nuestro si queremos, ligeros y sin más posesión que ese tiempo sutil y soberano, libres de la melancolía y las derrotas que impone siempre la historia y el progreso.

“Porque tiene que haber habido alguna vez un paraíso, donde solo el tiempo de disfrute es tiempo”… Somos millones los hechizados, millones a los que no se nos ha olvidado qué se siente allí, a qué sabe, qué color tiene, o tuvo, aquel lugar… lo llamamos así: paraíso. Para cada cual ese rincón tienen un nombre más propio y concreto. Las sierras, los montes, los páramos, los valles y los ríos de España están llenos aún de ese lugar, no hay que ir muy lejos. Tal vez una vez nos expulsaron, pero recordamos el camino y siempre, casi a escondidas, volvemos. Por eso merece la pena madrugar.

Ramón J. Soria Breña

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