Y por fin llegó octubre, mes montero por definición y por derecho. Un mes en el que aún se estiran los días de sol y calor, mientras que los monteros anhelamos la llegada del otoño con sus amaneceres frescos; con la conversión de la paleta de colores en tonos ocres, rojizos y naranjas que dominan los paisajes; con la incipiente calvicie de los árboles, de los matorrales y de una vegetación que empieza a perder sus hojas y sus flores para volverse aparentemente inerte; con el dulce olor a lluvia, que empapa la tierra convirtiéndola en un escenario óptimo para la caza.
Las primeras monterías han acaecido con más penas que glorias. Demasiado calor, demasiado desatino, demasiadas prisas, demasiadas ansias de reses que, junto a la falta de puntería y la sequedad del terreno, han empobrecido el trabajo de las rehalas y han agotado las fuerzas de perros y perreros.
Los canes, palpablemente desentrenados y ahogados por las altas temperaturas, generalmente han deambulado por los caminos en lugar de adentrarse en el monte con sus características carreras eléctricas, perdiendo su afán de perseguir rastros y levantar a los guarros de sus encames, además de dirigir a las reses hacia las posturas. Y es que, hasta mediados de octubre, cuando el cielo se cargó de nubes lloronas que descargaron las primeras lluvias sobre los montes, mojándolos con su fértil y bienaventurada humedad, no empezó a cambiar la suerte de los monteros. Año tras año sucede lo mismo: iniciamos la temporada en octubre.
Y, digo yo, ¿no sería mejor empezar en noviembre y acabar en marzo? Dejo la pregunta en el aire, deseándoles a todos los cazadores días prósperos llenos de emociones y lances, mientras leen algunas de las crónicas y resultados de las jornadas cinegéticas de la primera quincena de octubre.
Datos y fotos de las orgánicas que forman parte del Club de Caza Real Ibérica de Monteros y de las que mes a mes les seguiremos informando tanto a través de esta revista, como en la sección crónicas de nuestra web.
Laura Maeso