¿Cómo es una jornada de caza en un coto intensivo?

Estamos terminando la temporada cinegética –finaliza el próximo 8 de febrero–, así que hay que aprovechar los últimos días que quedan.

Durante el trayecto cogimos un poco de niebla al llegar a Munera. Tanto en Barrax como en Munera es muy frecuente encontrarte con bancos de niebla durante esta época del año. Menos mal que, cuando llegamos al coto, ya se había levantado y pudimos cazar.

El guarda de la finca nos pidió la documentación antes de empezar y rellenó los pases. Syra se pegó un atracón de cartuchos en el coche. Rompió varias cajas y se entretuvo mordisqueándolos. Ya no vuelvo a dejar nada a su alcance porque lo rompe todo, incluido un jersey y una rebeca que llevaba en el maletero.

Sobre las 10.30 llegamos a El Bonillo. Allí nos esperaba Vicente, que sería el encargado de acompañarnos durante toda la jornada. César estaba con otra cuadrilla, pero tuve ocasión de saludarle.

Nada más entrar por el camino que nos llevaba al cazadero empezamos a ver las primeras perdices que parecían no hacerle demasiado caso al coche. No ocurre lo mismo cuando llevamos la escopeta en la mano.

Los caminos son un reguero de comida, que les sirve de refuerzo a las perdices. Los campos verdean y hay comida en abundancia. Pero aun así, refuerzan los caminos con comida para que no les falte alimento. Dentro de nada empiezan a emparejarse y necesitan estar fuertes para sacar adelante las polladas.

Los cotos de caza intensiva tienen su razón de ser en aquellas zonas y lugares donde la perdiz se ha extinguido por completo y siempre que las sueltas se realicen cumpliendo con una serie de condiciones sanitarias y genéticas, porque en caso contrario es contraproducente y se puede acabar con las pocas perdices del lugar.

En esta ocasión, han venido conmigo Julián y Mauro. Julián me acompañó el año pasado, pero Mauro era la primera vez que venía a la finca La Patirroja.

Los tres íbamos pertrechados con escopetas paralelas. Vicente dijo, en tono irónico, que las repetidoras deberían estar prohibidas, a lo que asentí con la cabeza. Yo hace mucho tiempo que me deshice de la semiautomática y desde entonces cazo con una Mateo Mendicute de dos gatillos.

Mauro trajo su flamante Purdey y Julián una preciosa Ugartechea, de espectaculares madera y grabado.

A las 11 ya estábamos en el campo. Quien se crea que con la perdiz repoblada es llegar y besar el santo –como se dice coloquialmente– está muy equivocado. Hay que pelear para dar con ellas y más a estas alturas de temporada, que están muy esquivas y desconfiadas.

Anduvimos casi tres horas detrás de las patirrojas, cruzando sembrados y ondulados barrancos, pero no dimos con ellas. No sé si porque cogimos mal la mano o porque no hay mucha densidad de perdices, pero la verdad es que vimos muy poca caza. Así que había que aprovechar las pocas oportunidades que surgieran. Yo tuve suerte y me colgué cuatro perdices.

Dos las sacó Syra, que de no haber sido por ella no les hubiera podido ni tirar. Estaban en un linde entre las piedras. Si no las saca el perro, no vuelan. La perdiz se aplasta y si el perro no la hostiga o molesta, no vuela. Permanecen inmóviles, agazapadas, como si fueran codornices.

Lo mejor del día fue, sin duda, la perdiz de ala que cobró Syra. Mauro cogió muy bien la línea de tiro. Se situó donde le había disparado y bajé con la perra a buscarla. Estaba dentro de una retama, metida en un agujero. Solo por este lance ya valió la pena el viaje.

Mauro no tuvo demasiadas ocasiones de apretar el gatillo; quien sí lo hizo, pero sin demasiado acierto, fue Julián, que podía haberse colgado media docena de perdices.

De regreso paramos, como ya es costumbre, en el restaurante Casa Valencia de Almansa. A falta de alubias con perdiz, tomamos unos deliciosos garbanzos con bacalao, aderezados con un espléndido Arzuaga crianza 2013. Mauro optó por otro plato típico de la zona: el gazpacho manchego.

Patricio Simó

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