La gran dureza del terreno y las inclemencias del tiempo exigen al cazador encontrarse en un buen estado de forma para afrontar un difícil reto en el que el trabajo del perro cobra una especial importancia. A continuación, a través de anécdotas y experiencias vividas, el autor nos ofrece algunas pautas y consejos para afrontar este desafío único tras las más esquivas patirrojas salvajes.
Me sugiere nuestro director que escriba un artículo sobre perdices, sin dejarme ni siquiera que me estrene este año. La verdad es que ahora mismo no puedo pensar en otra cosa aparte de que tengo los riñones en carne viva.
Tengo a una cachorrilla en custodia en casa hasta que se la mande a un amigo a los Pirineos y ha debido ‘prestarme’ alguna pulga. Hay que ver la guerra que dan los perros a veces. ¿Escribo sobre lo dañino que son las sueltas de perdices de granja?
La verdad es que hace tiempo que ni pienso en ello, creo que hay que resignarse y nos podemos dar con un canto en los dientes si al menos se hace con las mínimas garantías de sanidad y de pureza genética.
A poco más se puede aspirar. Sé que es un tema que ya aburre, pero la verdad es que es, de una forma o de otra, inevitable. La forma de cazar en nuestros días está en consonancia con la sociedad industrial en la que vivimos, y motivaciones como la rentabilidad y la urgencia, que están presentes en cualquier actividad, lo están también en la caza.
Mientras me rasco el lomo como un oso contra el respaldo de la silla, pienso en los paralelismos entre la cría de perdices y la producción en cadena de las fábricas, y recuerdo una frase de Karl Marx, en la que advertía de las consecuencias negativas de la revolución industrial, que decía: “(…) la producción de demasiadas cosas útiles da lugar a demasiada gente inútil”.
Dejando a un lado si la industrialización cinegética ha provocado que los cazadores seamos más torpes hoy, lo que sí creo es que estamos en general más insatisfechos. Ahora mismo no recuerdo ningún cazador que confiese que le gusta más cazar perdices de granja antes que salvajes, aunque afortunadamente, quejándose o no, el 90% se dedica fundamentalmente a las de “bote”.
La verdad es que para cazar perdices salvajes hay que estar dispuesto a superar trabas tales como el precio, la escasez de cazaderos y aves, incluso, alguna concerniente a la propia conciencia, y los que nos decidimos a hacelo debemos tener claro que hay que tomar medidas para poder seguir disfrutando de la caza natural.
Es necesario saber diferenciar unas y otras claramente. Las criadas son como clones, seres impersonales como salidos de un juego de ordenador, mientras que cada perdiz salvaje es un tesoro y no un número, son distintas unas de otras y su caza no tiene nada de virtual.
Individualizarlas creo que ayuda a darles el valor que merecen. Estudiar su entorno natural y sus costumbres sirve para conocerlas mejor y respetarlas, además de enriquecer así al naturalista que todo cazador lleva dentro.
Para seguir pensando que cobrar una perdiz es un acontecimiento digno de orgullo, necesito que se cumplan una serie de requisitos: Las perdices salvajes lo son, porque han nacido y vivido en un entorno también salvaje, así que el terreno imponga unos límites creo que es también necesario para gozar de la caza.
Igualmente, que no haya mucha densidad de aves para no saturarme con demasiados lances y poder apreciar cada uno. Preciso disponer de tiempo antes y después de los mismos; de esta manera, además de disfrutarlos más, noto que cazo mucho más fino.
Que sean trabajados y fruto del esfuerzo es otro factor importante. No importa si todo esto implica no cobrar nada; recuerdo días de caza irrepetibles en los que he cobrado, como decía aquel, una o ninguna.
En las grandes extensiones cerealistas de Tierra de Campos o La Mancha, la aparente bonanza del cazadero se compensa con los kilómetros que se recorren cazando. Aquí, para acercarse a una de esas bravas perdices de llanura más vale cambiar el perro de muestra y sus pulgas por un galgo y las piernas por las de Abebe Bikila, pero donde el terreno impone verdaderamente unos límites es en los cazaderos norteños de alta montaña.
LA CAZA EN ALTA MONTAÑA Y EL PERRO
Yo, que como diría el otro Marx, Groucho: “debo confesar que nací a una edad muy temprana”, he asimilado con los años que donde me siento más agusto es cazando en la alta montaña, al menos por ahora.
Uno de los grandes alicientes de cazar en las cumbres es que se disfruta del perro como en ninguna otra parte. Su colaboración no se limita a cobrar alguna perdiz de ala, y sin ellos el levantar los bandos es realmente difícil.
La quebrada orografía, la espesura del monte y las grandes extensiones hacen que su trabajo sea imprescindible. Quien haya cazado en cazaderos más convencionales sabe lo desesperante que es que el perro, propio o ajeno, se alargue y levante las perdices fuera de tiro o justo antes de una asomada, dejándonos la sensación de que los perros son un estorbo.
Por el contrario, en montaña esto suele ser una bendición. Ver una perdiz volando, aunque sea a 200 metros, es un “asalto” ganado, a los puntos, pero ganado. Al menos con eso el cazador sabe que hay como mínimo una en los alrededores y que ha volado en una dirección determinada.
Algo que en otras circunstancias puede carecer de relevancia, en la alta montaña suele ser decisivo. Los rastros, ya sea por la poca densidad de aves, por la vegetación o la humedad, parece que son más patentes para el perro y los sigue con más facilidad, tanto a la hora de cobrar como para levantar la caza.
Las perdices al amparo del matorral aguantan mejor su cercanía y las muestras son más frecuentes. Aquí, en alta montaña, se les perdonaría hasta lo de las pulgas. Las inclemencias del tiempo es otro factor a superar.
Un día radiante puede cambiar en minutos y convertir una dura cacería de montaña en “épica”. La lluvia, el frío y el viento, como en las películas de Kurosawa, aportan dramatismo a la experiencia.
Una sucinta mano de dos o tres cazadores es lo ideal. Las dificultades se acentúan al cazar en solitario y el mérito de cobrar una perdiz puede ser mayor, pero poder compartir esos momentos con algún amigo no tiene precio; además, en el caso de sufrir un percance, algo que nunca se puede descartar en este terreno, más vale tener a alguien al lado.
LA IDENTIDAD DE LAS PERDICES DE MONTAÑA
Existen dos subespecies autóctonas de perdiz roja en España: la alectoris rufa intercedens, en el este y sur peninsular, y la alectoris rufa hispánica, propia del norte y oeste. Debido al aislamiento de muchas poblaciones en la alta montaña, no es raro encontrar particularidades físicas de las aves propias de las distintas zonas.
Creo que no me equivoco si digo que en general son más pequeñas las de montaña que sus equivalentes de llanura. Recuerdo las que cazábamos en los altos de la sierra de Velilla, en Muelas de los Caballeros, que eran unas perdicitas enjutas de patas muy rojas y plumaje suave y rojizo, muy espeso, diría que “peludas”, como Platero.
Creo que si me topara con una de ellas en los Cárpatos, no dudaría de su procedencia zamorana. También las de la vertiente segoviana de la sierra del Guadarrama, perdices de altura, he cobrado alguna a 2.000 metros, que, al igual que los conejos y corderos de la zona, llegaron a tener fama en la cuadrilla por su ternura y sabor.
O las menudas y renegridas perdicillas de las peladas cumbres cantábricas, cuando además entonces se podía adornar la percha con alguna pardilla. Recuerdo con especial nostalgia las primeras perdices de montaña con las que me topé como imberbe cazador: fue a finales de los 70 en las sierras abulenses cazando con mi padre, mi amigo Jorge Bernad, mi primo y mi tío Manolo.
Perdices recias como pocas veces he visto, que para llevar la contraria eran como gallos de pelea de grandes, o por lo menos así me parecían comparándolas con mi tamaño de entonces o con los gorriones, que era lo que solía cazar.
Las últimas con las que he bregado han sido en la Cabrera leonesa. El año pasado salí un par de veces yo solo con mi perra después de cazar el jabalí. El primer día, tras una agotadora subida al alto, levantamos una pareja que estaba junto a unas peñas en la misma cuerda, sin que pudiera tirarles.
Un par de semanas después, me acerqué una tarde a un pastizal en el que había visto en la berrea un bando de seis o siete. Después de otra penosa escalada con el viento cortándome la cara, llegué a sus inmediaciones.
Coronamos el alto justo cuando cesaba el aire e intenté parar y tomar resuello, pero Melba, mi drahthaar, se picó acelerando aún más mis pulsaciones. Me llevó con el corazón en la boca a lo largo del borde del pajonal, más tensa que la cuerda de un violín, parándose cada poco, hasta que se quedó clavada.
Tras unos segundos, cinco perdices rompieron el silencio ensordecedor al arrancar a mi derecha fuera de tiro. La perra no enmendó la muestra hasta que la última rezagada salío más cercana a nosotros. La apunté cruzada, a placer, le largué los dos tiros y la marré. La seguí con la vista hasta perderla en las sombras que ya ocultaban los bajos de Valdelauz. Sencillamente, apoteósico. •
CAZANDO PERDICES DE MONTAÑA
Aunque, por otro lado, su espesura lo hace ideal para que la perdiz busque refugio tras un vuelo. Esto cambia por completo cuando se trata de brezales quemados.
Los brotes nuevos son un alimento excelente, no solo para la perdiz; para toda la fauna salvaje. El fuego clarea el monte y lo regenera. En muchos lugares del norte de Europa se realizan quemas controladas del brezo encaminadas a la mejora del hábitat de la perdiz.
Pablo Capote y Carlos Ramos
Bastante cursi y soberbio el autor.