DESCIFRANDO EL “JEROGLÍFICO”
El autor de la crónica, junto al guía que acompañó a la expedición durante la aventura, con el bushbuck recién abatido. Debajo, intentando avistar algún ejemplar desde las alturas.
La verdad es que nos pensamos mucho el viaje, ya que a estas alturas de la película poco se puede grabar de novedoso, y nuestra intención era documentar algo distinto a los tradicionales safaris de antílopes que se realizan en los cuidadísimos y cerradísimos ranchos del país.
El “plan” consistía básicamente en utilizar en la mayoría de los lances el arco e intentar grabar y cazar con rifle dos especies de antílopes que no saben de cercas, de alimentación suplementaria, ni de bebederos artificiales: el clipspringer ;y el bushbuck.
Pero me voy a ceñir al segundo, el bushbuck, un precioso animal también conocido como antílope “jeroglífico”, sobre todo porque tuve la inmensa suerte de ser el encargado de intentar darle caza.
Poco conocía de él, salvo su aspecto físico, por fotografías, y su comportamiento, que, según pude leer en distintos artículos, es bastante similar al de nuestros corzos. Hay catalogadas ocho subespecies de “jeroglíficos”, que abarcan un vasto territorio que va desde los países subsaharianos hasta la comarca sudafricana del Cabo.
Echamos a suertes quién cazaría cada especie… y la diosa fortuna quiso que yo fuera el afortunado que lo intentara con el “ciervo del bosque”. Como en el rececho del corzo, al bushbuck se le suele cazar al amanecer y al atardecer. Después del preceptivo madrugón, acompañados de Antonio Mora, nos desplazamos hasta una propiedad que se encontraba a escasa media hora del campamento de nuestro anfitrión.
Nos recibió el dueño de la finca, junto a un precioso weimaraner, a la puerta de la casa.
SUERTE…¡Y AL BUSHBUCK!
Tras los saludos de rigor y acompañados de un guía negro, nos subimos en el todoterreno camino del cazadero. Pronto nos dimos cuenta de que el rancho poco tenía que ver con las habituales propiedades totalmente planas de sabana arbustiva. En algunos tramos parecía que estábamos en un bosque segoviano, totalmente tapado por la vegetación. Cada cierto tiempo parábamos para mirar con los prismáticos… y me llamó poderosamente la atención que el guía carecía de ellos.
Agustín con el bushbuck que consiguió cazar finalmente tras varios duros y arduos recechos en diferentes cazaderos. Pero el esfuerzo mereció la pena.
La parte baja del cazadero era terreno “100% bushbuck”, pero, por mucho que miramos, solo pudimos ver los cuartos traseros de dos hembras que desaparecieron a toda velocidad y un par de machos demasiado jóvenes. Al ganar altura nos bajamos del Toyota y comenzamos el rececho del clipspringer a pie. Le cedí el rifle a Ángel Hidalgo a cambio de la cámara.
Cazamos hasta la puesta de sol sin tener la menor posibilidad de tiro, y eso que vimos, o mejor dicho “intuimos”, por lo menos a seis ejemplares. Si cazar corzos es complicado, esto lo supera con creces. Los “salta-rocas” nos descubrían mucho antes de percatarnos nosotros de su presencia.
Y a pesar de muchos minutos de “culo y prismáticos”, solo fuimos capaces de vislumbrar una hembra y un machete acostado a su lado. Repetimos en la misma propiedad al día siguiente, pero con idéntico resultado. Lejos de la seguridad que ofrecen los ranchos sudafricanos para cazar en una semana una completa colección de antílopes, la caza de estas dos especies es eso… ¡caza! Caza escasa, difícil e imprevisible.
CAMBIAMOS DE CAZADERO
Ángel Hidalgo, Juan Delibes y Agustín Pérez-Mínguez tras “descifrar” el complicado “jeroglífico”.
Antonio, bastante enfadado por los resultados, ya que la propiedad raramente fallaba, nos propuso cambiar de aires… El nuevo destino estaba ubicado en la misma orilla del río Limpopo. El cazadero era un auténtico vergel, un bosque cerrado con Botswana al otro lado del río. Por el camino pudimos observar desde el vehículo a dos machetes de bushbuck antes de poner pie en tierra. Al otro lado del río advertimos cómo sesteaba un enorme cocodrilo y escuchamos el imponente resoplido de un hipopótamo. Observar a ambos animales, totalmente salvajes, fue algo excitante e inolvidable. Un fuerte ladrido nos puso en alerta, pero resultó ser una preciosa hembra de bushbuck de color rojizo. A pesar de no descubrir a ningún macho, disfruté del rececho y del paraje como un enano. Como en jornadas anteriores, la desilusión causada por la falta de resultados se mezclaba con las fuertes sensaciones que deparaban estar cazando “de verdad”. Nos quedó bien claro que se trataba de una caza difícil donde la suerte tenía mucho que decir y, sobre todo, situarse de nuestro lado para triunfar…
¿SERÁ LA DEFINITIVA?
Volvimos a cambiar de cazadero, más seco que el anterior, pero también con una cobertura vegetal que hacía complicado observar cualquier signo de vida entre la espesura. Ascendiendo con el todoterreno por un camino casi imposible, el guía señaló con la mano hacia el boscaje… “¡bushbuck!”, gritó de repente. Automáticamente saltamos del coche y, ya casi con el rifle encarado, apunté sobre la zona indicada. Había tanta leña que apenas distinguía la silueta del animal entre las ramas. De pronto, Juan, que lo estaba mirando con los prismáticos, susurró: “Tira, que es cojonudo”. Con las pulsaciones a 200, intenté meterlo en la cruz, pero un laberinto de troncos y ramas me tapaban al animal. No sé muy bien cómo ni por qué, pero me adelanté con el visor unos metros hasta encontrar una pequeñísima línea de tiro y esperé… Al poco apareció el bushbuck… y apreté el gatillo.
El .308 hizo su trabajo y, aunque trasera, la bala paró al bushbuck, muy tocado en la columna. Pese a que había leído que este antílope es peligroso cuando se siente herido, me acerqué a escasos metros de él sin que hiciera ademán de cargar hacia mí. Al contrario, intentaba huir arrastrando los cuartos traseros. Una bala en el codillo terminó abatiéndolo. Me acerqué hacia mi bushbuck, todavía con el tembleque propio de la ocasión, y no pude menos que asombrarme por su belleza. “¡Menudo trasto!”, comentó Juan. Antonio Mora, quitándose la gorra y descubriéndose la cabeza, me dio un apretón de mano diciéndome: “No sabes lo que acabas de cazar…”. Con la cinta métrica comenzó a medir el trofeo, siguiendo la línea “espiralada” de los cuernos: 17,5 pulgadas… Rowland War a partir de 15. En cristiano, 44 centímetros de la base a la punta del cuerno más largo. Un gran trofeo de uno de los antílopes más bellos de África. Y un “jeroglífico” por fin descifrado.