El lugar más sacro del norte español, la catedral de Oviedo, sobrecoge nada más entrar. Su gótico preponderante impone en el interior, con la arquitectura de filigranas, la esbeltez y la luz.
Las vidrieras que la circundan –reconstruidas tras los desastres de la guerra civil– fascinan desde lo alto, fantásticas y alegóricas. A la vez, arrancan escenas polícromas del inabarcable retablo mayor y hacen fulgurar el pan de oro de los altares barrocos que la inundan.
Pero nosotros vamos a los lugares más santos de la basílica. Allá en el fondo, en aquella cripta de piedra abovedada de poca altura, en su solidez prerrománica, está la singular reliquia del santo sudario de Cristo, celosamente protegido.
En el lejano siglo IX fue construido este oscuro y recatado resguardo, la cámara santa. Hay más reliquias sagradas y se exhiben grandes cruces griegas cubiertas de oro y enormes piedras preciosas.
Son la cruz de los Ángeles, de 1200 años, y la cruz de La Victoria, símbolos del Principado que debieran, quizás, serlo también de España entera. Estamos en el germen y fundación de la futura catedral que vemos.
Impone el aproximarse a la cámara sagrada, descendiendo las escaleras de su pequeña antecámara levantada en el siglo XII. En esta encontraremos nuestro primer hallazgo. Tres arcos vistos refuerzan la modesta bóveda de medio punto, descargando cada uno en columnas dobles a cada lado. Figuras de santos, similares a las del magnético Pórtico de la Gloria de Santiago, acompañan a cada fuste.
A la izquierda, en el capitel intermedio, ahí están los perros alanos. La escena es dinámica y bellísima. Es caza de jabalí a pie, para agarres a cuchillo.
Los monteros no llevan otras armas que un gran puñal y los alanos. Estos, codiciosos y ágiles, con orejas cortadas y collares anchos, con sus robustas cabezas exentas de prognatismo y de labios enjutos, quieren prender desde el lateral al navajero que ataca a un batidor. Aporta el dramatismo el peligro recién surgido.
Desde la cara derecha del capitel, otro montero llega urgente con ayuda: se presta a liberar a dos alanos más en collera de su gruesa cuerda. Se le impacientan, ansiosos por acudir.
La tensión es máxima, pero el veterano cazador del puñal se acerca confiando en los alanos: va por detrás, apoyando una mano en el lomo de uno de ellos, para entrarle al macareno por el costado.
En cuanto acudan los otros dos perros y prendan, podrá ir al peligroso lance. Ahí queda la incertidumbre y la adrenalina. No sabemos lo que ha pasado. Pero cuánto debió gustar a aquellos obispos guerreros y a aquellos señores –cristianos y belicosos– la caza del jabalí a pie con alanos como para incorporar la escena a tan sacro y recogido lugar.
Afectados por el arte y lo sagrado, nos apartamos y en unos minutos llegamos al claustro. Es un viaje en el tiempo de 300 años: estamos en el siglo XV. Aquí se da una mezcla de sobriedad y filigrana gótica.
En sus muros, en la cuarcita, hay caligrafías secretas y textos de herméticos significados. En el suelo, las piedras gastadas aún conservan los ecos de rezos y reconquistas. A la galería la cubre una bóveda apuntada con finas nervaduras vistas, que se apoyan en columnas de complejos fustes y elaborados capiteles. Cierra el claustro hacia al jardín central una fabulosa celosía de piedra contenida por arcos apuntados, que distribuye en él una maravillosa luz matizada.
Los alanos aparecen ahora en un capitel interno, en el muro oeste. Otra vez es una agitada escena cinegética. Aquí es el rey quien caza. ¿Será acaso D. Alfonso XI, «el Justiciero», famoso en la guerra y cazador temerario? Va al oso, a caballo.
Se han encontrado ya, en un pomar con manzanos con fruta. Es otoño y hay hermosas manzanas en el suelo, que la fiera goloseaba. Un alano de gran cabeza, cuello robusto, orejas cortadas, con ancho collar protector, mantiene firme presa en la ijada con las mandíbulas plenas, aguantando al oso en una contorsión forzada.
Otro potente alano, este con orejas sin cortar, acude rápido, bordeando la esquina del capitel. Un ágil mozo, en la cara derecha, toca el cuerno de bronce, urgiendo a los perros.
Y en la cara izquierda, un monje montero, con su hábito y su cuerno, dueño de los alanos, suelta a otro, que pugna por liberarse, ansioso por asistir al lance límite. El rey ya consiguió herir al gran oso con la lanza, entrándole por el cuello y atravesándolo hasta la paleta izquierda.
Mantiene firme el asta con la mano derecha. El caballo, atacado por la bestia, se encabrita aterrado, pero el soberano tensa la brida con la mano izquierda. Ha de aguantar la lucha hasta que la fiera ceda. La distancia es tan corta que ya ha alcanzado con las garras el pecho del caballo. Es ahora un cuerpo a cuerpo.
Depende de la habilidad y fortaleza del monarca el salir airoso del peligro. También el control del caballo y que el daño no sea letal. Confía en los valerosos alanos, en su asistencia crítica: han de agarrar e inmovilizar al animal en esta situación extrema.
No sabemos cómo acabó el lance con el oso. Quizás en éxito y en banquete nocturno de celebración, encendidos todos los candelabros, con música de gaitas, danzarinas y abundantes sidra astur y vino leonés. Lo que sí, que la escena cinegética quita la respiración. A la vez, es agitada, de máxima tensión y bellísima.
Vemos de nuevo como los alanos españoles puros fueron esenciales en la caza mayor noble en estas cordilleras nuestras durante más de 1000 años.
Tenemos la fortuna de que la raza fue rescatada al borde de su extinción y que consolidó su recuperación a través del afijo Alajú y otros criadores respetuosos. Y cuando hoy en día usamos en la caza un par de alanos puros, es genuino arte venatorio.
Es recuperar y hacer renacer las tradiciones cinegéticas milenarias más admirables de nuestro país. Y es hacer homenaje a quienes, para nosotros, labraron hace tantos siglos en la majestuosa catedral de Oviedo estos hermosos capiteles de caza.
Olimpio Pérez Castro