Y allí andaba, en mitad del rastrojo. Como un cigüeño en lo alto de un campanario. Solo. Ni una sombra tras la que resguardarse. Ni una aulaga con la que poder arañarse los flancos. Allí estaba el granuja, mascando granos de trigo, pues el de la cosechadora había liado no sé qué y buen montón dejó allí…
Y al arco de él andaban ellos. Mellados y de manos raídas por las labores camperas. Una collera de portadores de sendas paralelas con orejillas de cartulina para adivinar donde colocar el manojo de postas. La del 16, como no podía ser de otra manera, de perrillos. Y munición de mostacilla, de esa con perlas de plomo pequeñas que a corta distancia arrasan. Pero el macario está muy largo. Largo para escopeta, para rifle y para ilusos. Al macario no le ha pintado las canas ningún incauto. El macario, con ese porte y esa cojera que asoma, sólo tiene un amigo en este mundo, y se llama Buena Suerte.
La escena lo dice todo, pues, en mitad del trigal segado, en mitad de un llano en el que treinta galgos se ahogarían de correr, estaba plantado. Tonto no es. Hizo mal en meterse en el claro con la luna en lo alto, pero es que el hambre aprieta. Pero, claro, ahora el verraco tiene la batuta, porque la luna se va a tapar no tardando mucho. Y en aquella raña pedregosa es imposible dar un paso sin ser visto. La noche alumbra más que el día. Y, en la distancia, la collera de corsarios trazaba el plan para mandarle un racimo de garbanzos de plomo a las costillas de ese animal. Que si había hambre en la sierra, también en el pueblo. Las despensas estaban limpias de adobo. Y con el verano empezado hay que sacarle al campo lo que se pueda. Y que luego vengan bombas…
Anastasio anda prudente. Siempre ha matado más guarros a lo callao que al barullo. Pero no ve otra solución. No pueden darle más tiempo a la noche, porque la madrugada está lejos aún, y la luna se va a tapar pronto. Lo que haiga que hacer, apurando, pues. No estaría de más dejarlo para otra noche, para no turbar su confianza de varias jornadas de tranquilidad. Pero, qué demonios, si está gordo como un tejón. Y en casa hay una banda de perdigones a los que alimentar. Deciden intentarlo…
Pero, cómo entrarle a un verraco que está en un raso más grande que un día sin pan… Carearlo, no, porque lo más fácil es que busque la huida hocico al viento. Esperar a que se mueva, tampoco. Llevan dos horas observándolo y el animalito sabe que donde está, está seguro. Pues tú dirás qué hacemos, compare… De fondo se oyen los cencerros de las ovejas de Damián, que vienen de careo. Anastasio mira al cielo, sintiendo el aire… Mira a su joven compañero y, sonriendo, le dice: «Ya está la rata en la lata…».
Carearon las ovejas hacia el verraco. Las carearon con la sutileza de los miles de días con su ganado. Ambos son pastores, colmeneros, carboneros, podadores y furtivos. Son esos hombres de campo de otras veces. Sus pasos cansinos eran camuflados por los del ganado. Su respiración agitada, también. Poco a poco fueron llevando las merinas hacia su objetivo que, incómodo, no iba a permitir que las odiosas lanudas le robaran su montón de trigo. El verraco se vino a ellas, orejas horquillás y gruñón. No era la primera vez que las corría. Además, al cochino viejo no le gusta oír ruidos a su alrededor. Le gusta ser dueño de su silencio… Entre medias se metió tras las corderas que, hechas una piña, escondían a dos pastores armados con garrotes que escupían fuego…
Ya de madrugada entraron en el corral de Anastasio, cansados y con la carga al hombro. Se entretuvieron en desollar la carne para dejar que se oreara. El joven le soltó al que peinaba canas: «¿Qué adobo le echamos?»
El viejo, sin soltar el palillo de la boca, espetó con una sonrisa: «Con meterlo en aceite nos vale… ¡¡Con la mostacilla ya va bien aliñao!!».
M.J., “Polvorilla”.