Que, como ustedes saben, y sobre todo en este oficio nuestro, de los contadores de historias, es lo que habitualmente venimos haciendo desde que Eva engañó a Adán, aunque no se sabe si no ocurrió al contrario. Lo que sí se sabe en la crónica negra del mundo entero es que Caín mató a Abel con una quijada de burro, la primera crónica de caza de la historia.
Eso sí, habría que añadir al titular: «Vendiendo la piel del oso antes de matarlo».
A lo que vamos. Que se lleva el oso, cantidad. Por ejemplo, el oso que se extingue en los hielos árticos, deambulando sin poder llevarse a la boca una foca tierna o un salmón que viene contra corriente. No sabemos lo que estamos haciendo. «La tierra se suicida», decía el otro día un titular que me puso la carne de gallina. Una pena, y un desastre. Quizá por eso aparecen más osos, según leo, en los juguetes de Navidad de este año, o se llevan más los de peluche en lo que son los amuletos de la cotidianidad.
Yo he visto el oso. Sí señor, con estos ojos que no se ha de comer la tierra, porque quiero, deseo, pido, exijo que me incineren. Lo he visto, vivo, y cerca, y no en el circo, donde cada día hay menos osos, sino en La Braña asturiana, cuando fui a reportar sobre el último cazador de osos que aún estaba vivo. Me regaló un colmillo y hablé con él largamente. No me atreví a que me regalara un cráneo, bellísimo, que tenía en un aparador junto a la chimenea.
Pero sí la historia para aquella serie de hace cincuenta años. Y luego me abrió la puerta para que los amigos del oso de la sierra asturiana me mostraran los últimos osos en libertad, que ellos cuidan como si de sus hijos se tratara. Son un puñado de criaturas románticas, buena gente, que dedican su vida entera a la salvación de los últimos osos de Asturias, esos que comen cerezas, les gustan los madroños, y si encuentran panales de miel, a por ellos.
Además del reportaje me regalaron un precioso libro sobre el oso y una estatua, que conservo. Luego vi un cráneo de oso en la casa de un médico asturiano, que lo recibió como pago urgente y en mano de un paciente de La Braña, de los Oscos, esa hermosa tierra que hace poco han visitado los reyes cuando hicieron a esa geografía Pueblo Ejemplar, merecido, de Asturias.
Y he visto un oso, de los grandes, de los siberianos, inmensos, en la casa, a la entrada de la villa, de aquel amigo, disecado: un gigante que él cazó y que no me atrevo a indicar, por si acaso, que ahora hay ladrones de todo, de trofeos incluso, como le ha ocurrido a un amigo mío en Sierra Nevada, Granada, al que han dejado desnuda su casa de la montaña, lo que hago público para su conocimiento.
También he sabido de la piel del oso que un día cazó Emilio Botín, y que tenía bajo su mesa de trabajo, en Madrid. La había cobrado en Siberia, donde hay todavía tantos osos por encontrar, enormes osos que cuidan y que a veces cazan cazadores muy especiales, espaciales casi, porque son elegidos por el señor Putin, gran cazador, como se sabe.
El oso es un animal bellísimo. Conocí a una hermosa mujer de Hollywood, que tenía un abrigo de piel de oso, que no se podía poner porque desprendía un olor especial: «No puedo llevarlo, como quisiera hacerlo, desnuda bajo la piel más hermosa del mundo. Es imposible hacerlo, me han dicho que hay personas que, para demostrar su rabia, te pueden arrojar una botella de tinta o de sangre».
El oso. En Madrid tenemos, además de los del zoo, los pequeños que tanto gustan a la Reina doña Sofía, quien a veces va en privado y sin avisar con su hermana Irene, a la que gustan especialmente los animales en libertad. Se trata de los panda, que son, como saben, osos especiales.
Y los he visto en China hace muchos años, la China de Mao, cuidados como reyes, comiendo lo que lleva dentro el bambú. Me traje de China en su momento unas cápsulas de bambú mezcladas con un ginseng particular. Mao tenía varias, para su camas de los palacios de Invierno, donde escribía, fumaba y leía a don Antonio Machado, como se cuenta en los libros de aquel que fue el Gran Timonel.
Me gusta, por lo demás, el oso. He visto una garra en una vieja armería de Oslo. Servía de pisapapeles y tenía todas sus uñas puestas, eso sí, con las puntas de oro. Valía más que un oso entero. Y conozco a un pintor que sólo pinta osos con un pincel hecho de pelos de oso auténticos. Y es bueno que sepan ustedes que los especialistas en pieles de animales, para salir a la calle, lo que más desean es vestirse con la piel del que contamos.
Por lo demás, en esta página, que puede oler cuando cambia el tiempo, quiero que sepan que hay un poeta de los osos, sueco, y que, según un dicho japonés de cuando los últimos guerreros, dice: «Ninguna flor como la del almendro; ningún hombre como el samurái; y ningún amor como el que se hace, frente a una chimenea encendida, sobre la piel de un oso cazado por el enamorado».
Lo que hago también público, para general conocimiento, es que, cuando esto escribo en la villa de Madrid, la del oso y el madroño, aún hay ‘rastreadores de la huella del oso en la nieve’, para cazarlo o para contarlo.
Yo voy a darle brillo a mi colmillo de oso asturiano, el día que lo cazó, literalmente, contándolo y vendiendo su piel, que es esta, sin haberlo alcanzado.
Eso sí, quiero hacer constar que hoy, cuando empieza el diecisiete, mi nieto Manuel, magnífica promesa cinegética ya, me ha dicho:
–Abuelo, si quieres hacerlo, te lo agradecería, le pides a los Reyes Magos de este año que me traigan un arco y unas flechas. Desde ahora, solamente quiero ir a cazar de esa manera.
Tico Medina