El resultado de una cacería se mide por las oportunidades que supimos o no aprovechar; y también, unido a esto, le sigue el grado de satisfacción, si es que hicimos bien nuestro trabajo, o la decepción si fue al contrario.
No existe el tirador perfecto, así como tampoco existe el que falla todo, absolutamente todo. No he conocido a nadie que no fallara algo, así como tampoco he encontrado el fallo absoluto.
Antes de empezar una cacería, pegar unos tiros al blanco debería ser una asignatura obligatoria. Y no tanto para saber si el arma está en tiro, sino por conocer la habilidad del que lo maneja, si está acostumbrado a usar armas, si la posición de tiro es correcta, si sabe apoyar los codos, colocar las manos, si engarza de modo peligroso el dedo en el gatillo antes de apuntar. Son tantas cosas para fijarse que de la expresión corporal del tirador casi se podría adivinar el desarrollo futuro de la excursión cinegética.
El resultado de aciertos al blanco es de lo de menos, no todo el mundo tiene que tener la habilidad de agrupar todos los disparos en el diez. Los que me conocen saben que antes de mover una torreta del visor hago un tiro de prueba, y suele ser más que suficiente para saber que el arma dispara mucho mejor que el dueño; también me incluyo.
Acertar con regularidad a animales a más de 300 metros requiere un entrenamiento previo o un asesoramiento acertado sobre el terreno, amén de un gran apoyo. Conseguir lo mismo pero con animales en movimiento es fruto en la mayoría de los casos de alianza con la fortuna, y en otros casos de un entrenamiento, o dedicación, exhaustivo pero siempre con un resultado indeciso imposible de predecir.
Cuando se acierta de modo regular en estas circunstancias, el protagonista queda inmerso en la memoria colectiva de los discípulos de san Huberto como una leyenda, como un mito.
De la leyenda al común de los tiradores hay una amalgama de todos los tipos. Lo mejor es dar y trasmitir confianza; hay puntos donde no se puede avanzar más, el lance está agotado, hay que poner punto final, dar tiempo, no precipitarse, esperar la mejor posición del animal y apretar suavemente el gatillo con la esperanza firme que dentro de muy poco ese trofeo será nuestro.
La humildad en esto de los tiros debería ser la mejor moneda de cambio. Es harto frecuente el ejemplo del cazador que se presenta como una reencarnación de Teba, para a continuación dejar un rosario de fallos y de animales heridos y no encontrados. Como todos hemos fallado en lances inconcebibles, la mejor receta es bajarse los humos, para que los demás no nos los bajen, y con toda la razón.
Es muy duro para el cazador hacerse miles de kilómetros y fallar en la única oportunidad que se presentó en la dura cacería, pero la decepción también la comparten todos los que intervinieron en esa cacería desde su contratación; la decepción no es solo patrimonio de ese cazador, por más que haya arriesgado su tiempo y su dinero en el fallido envite.
José García Escorial