Por más que lo intento, no consigo olvidar. Aquel invierno no deja de perseguirme, me siento culpable…
El tío de Segun salió de la pequeña cabaña. A pesar de que el tiempo no le acompañaba, sin apenas visibilidad, se abrió paso en la oscuridad. Anduvo varios kilómetros y, al llegar, no pudo evitar asustarse. Un terrible presagió se apoderó de él, no se lo podía creer… “¡No! ¡No! ¡No puede ser!”, gritó.
Poco a poco los nervios la iban tomando con las uñas de Segun; cuando, por fin, su tío abrió la puerta, se abalanzó sobre él de un brinco, y le preguntó:
Sólo tuvo que mirarle y el pequeño Segun, a pesar de sus recién estrenados nueve años, lo entendió todo. Nadie durmió esa noche, una pena ya pasada volvía a cernirse sobre sus cabezas, no lo podían creer…
Durante las siguientes jornadas, la tristeza tomó las riendas de su vida. Pasados ya unos días, Segun se armó de valor, miró a su tío y le dijo: “tío, ¿qué va a pasar ahora…?”. Se giró y, con una expresión perdida, formuló su respuesta:
Su tío dio la conversación por zanjada hasta que, llegado el domingo por la mañana y después de recibir a quien le dio la vida, concluyó que tenían que luchar.
Era un día soleado, poco común en esta época del año. Tu padre y yo habíamos salido a gozar de los últimos rayos del sol, perdimos la noción del tiempo y empezamos a enfriarnos con los blancos reflejos de la luna. Yo no creo en el destino. Sé que hay mucho que no logro entender, pero lo que pasó aquel día, nunca me lo perdonaré… Un pequeño rugido nos sobresaltó, era un aullido hondo, como de socorro y desconcertados nos dimos la vuelta. No era la primera vez que una situación semejante nos sorprendía; normalmente nos sorprendía una pequeña manada de lobos, pero el sonido era distinto…
“¡Es un lince! ¡Un lince ibérico!”, grité. Y antes de que pudiera reaccionar, tu padre, amante como nadie de la caza y el campo, ya estaba ahí. Jadeando intentó ayudar al pobre animal. Escuchamos unos pasos, cada vez menos lejanos. Sonaban temibles, pero confiados, como si pensaran que la tierra que ensuciaban fuese suya. Estaba a punto de llegar junto a tu padre cuando el ruido cesó para retornar seco, con un silbido mortal. Tu padre se desplomó, se fue intentando defender nuestra pasión, aquellas lacras furtivas nos lo arrebataron.
Segun, nunca había escuchado el verdadero relato sobre la marcha de su padre. Al concluir, su tío, no pudo evitar las lágrimas en sus mejillas.
Pasaron unas semanas y las patrullas nocturnas consumían la mayor parte de sus días. Y, como solía decir su tío, “quien espera desespera” y el pequeño anhelo de dar con los indeseables y hacer justicia, se alejaba cada vez más. Otra vez una vorágine de sentimientos comandaba sus vidas: el resentimiento, la ira, la ansiedad…
Algunos esperan en su vida la muerte, otros la riqueza, pero Segun y su tío sólo querían luchar por aquello que amamos, cada vez más contaminado.
Aquel ansiado día llegó. Cuánto tiempo pasó, no lo sé, pero lo que nos aconteció después nunca lo podré olvidar. Una vez más, la terrorífica luna alumbraba una intratable premonición. Esos rostros despiadados, infelices, con más arrugas que semblante, con la guadaña en la mirada. Esa gente que con tantas desgracias nos habían colmado, allí estaban; acechando con sus miserables deseos. ¿Cuál sería la pobre criatura enjaulada en sus ansias…?
Mi tío y yo observamos, intentando no consumir la poca paciencia que nos quedaba. A mí me faltaban uñas con las que reprimirme y, cada minuto, agitaba aún más a mi tío. Intentamos movernos zorreando, desconocíamos cuál era la presa, y la llegada del silencio nos supuso un aterrorizador auspicio. No pude controlarlo, la situación era demasiado grande para mí y como una cría sin su madre hui despavorido. “Lo siento tío”, trate de susurrar.
Desde entonces, aquella noche fría atormenta mi existencia. Nunca me lo perdonaré.
F. Beltrán.
(15 años)