Rehalas (Duende)

Pronto empezará una nueva temporada de caza, ya queda lejos el tiempo de calor excesivo y los días son más cortos, además hemos tenido la suerte de tener unas inesperadas lluvias el fin de semana. Por fin el campo vuelve a oler a tierra mojada. El frío envuelve el ambiente y apetece el calor de la lumbre en la chimenea.

Sentado en un sillón del salón, disfruto observando trofeos e imágenes de temporadas pasadas. El crepitar de las llamas no cesa y estas, me tienen ciertamente hipnotizado. Suben, bajan, oscilan, bailan y se mueven graciosamente formando figuras irregulares; supongo que, en tiempos pasados y sentados alrededor de la hoguera, esta tendría sobre los cazadores el mismo efecto hipnótico, subyugador y protector que todavía hoy conservan.

Los trofeos nos recuerdan lances pasados y están dispuestos y colocados en honor de la pieza abatida, como recuerdo hacia ellas, eso hace que aún sigan presentes, pues como suele decirse, mientras se recuerda a alguien o algo, en cierto modo este sigue vivo. Las fotos recogen momentos, días, lances, estampas de caza y recuerdos que, como las llamas, vienen y van… siguen presentes en la memoria.

Del antiguo y manoseado álbum de discos escojo el LP de Joan Manuel Serrat “Dedicado a Antonio Machado. Poeta”. Pongo la canción “Cantares”. El vinilo gira y la trova inunda el ambiente: “Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar, nunca perseguí la gloria de dejar en la memoria de los hombres mi canción …” ¡Qué grande Machado! ¡Qué grande Serrat!…

Aparece MBali, — “Flor de campo” en la lengua zulú—, la perra rodesiana de mi hijo, que me saluda con un ronco ladrido y me acaricia con un húmedo lametón. Seguidamente se tumba a mi lado al calor de la hoguera. Repasando un viejo álbum, fijo mi atención en la foto que recoge un grupo de perros que en un arroyo rodean un venado ya abatido, y recuerdo aquel día…, aquella montería a la que asistí en la sierra de Hornachuelos que organizaba la peña montera cordobesa “Monteros del Sur”.

La montería era en “Las Escobas”, una mancha abierta de la finca Navaloscorchos alto. El parque natural de Hornachuelos es un paraíso cinegético, con su embalse formado por el río Bembézar que le da nombre y afluentes como el río Nevalo y Benajarafe, además lo atraviesan diversos arroyos. Hornachuelos es parte de esa sierra cordobesa en la que predominan valles profundos y laderas inclinadas, que precisamente y dada la pobreza de sus suelos para dedicarlos a la agricultura, se han destinado al aprovechamiento ganadero y cinegético desde tiempos inmemoriales; por tal causa, se han conservado y preservado hasta nuestros tiempos en un estado óptimo: encinas, alcornoques quejigos, acebuches, lentiscos, madroños, jarales y formaciones densas de brezo y amarillas genistas…

En tal sierra hay emblemáticas fincas de caza mayor y menor: Mezquetillas, el Rincón, Moratalla, la Valverda… Se llamaba “Duende” y no me conocía, y sin embargo, por mí, (mejor dicho, por su carácter, bravura y coraje) lo dio todo… dio su vida. Era un podenco campanero de color blanco como la nieve. Ese día compartía el puesto con Luis Carlos Contreras, que por cierto, fue testigo de los hechos y reportero gráfico accidental. La mañana era clara y desde el puesto que nos deparó la suerte, dominábamos un gran espacio de terreno que en una suave loma descendía hasta el arroyo “el Tinte”, el cual y por las últimas lluvias, llevaba bastante agua.

Las sueltas de las recovas se hicieron de modo sucesivo, tal como nos dijeron en la junta. Tuvimos la suerte de presenciar al principio las rápidas carreras de los perros entre los alcornocales… Pronto se oyeron las primeras ladras… Tras entrarnos en el puesto varias reses (hembras), la postura nos hacía prever que sería un día movido e interesante. Los ladridos a nuestro alrededor y el movimiento de animales rompiendo monte, no paraban… Venados a lo lejos y alrededor nuestro, muchas, muchas hembras. De pronto, oímos un latir de perro distinto y un creciente y cada vez más cercano ruido de ramas rotas; de inmediato apareció en el puesto un venado rompiendo monte que casi nos arrolla.

Mal encarado el rifle y sorprendido, disparé como pude y el animal herido fue al arroyo. Bajé tras él la loma siguiendo el recorrido del cervuno y allí estaba, cerca de la orilla opuesta: enrocado, abatido, tumbado y rodeado de agua. Mi ansiedad o mejor dicho, mi inexperiencia, me hicieron entrar en el arroyo. Había dejado el rifle en la orilla y con el agua que en algunos tramos me llegaba casi hasta las rodillas, me acerqué a él cuchillo en mano, pensando que siendo un venado el remate sería fácil. ¡Qué gran error!…

He podido comprobar que un remate de venado puede ser más peligroso que el de un jabalí. Tomé precauciones y pise su cuerna, pero no obstante y no sé si fue por el barro o el agua, lo cierto es que se me escurrió la bota y el animal que parecía inerte, súbitamente y con una fuerza inesperada, dio un revés de cuello dándome un fuerte empujón y con su cuerna me golpeó la pierna, de tal modo que solo las altas cañas de mis botas de cuero evitaron que me hiciese una herida.

Un frío me recorrió la espalda y sentí mi situación comprometida. El venado se revolvió intentando atacarme y en ese instante, con fuerte ladrido y dando un salto, un perro se abalanzó contra él. Aullidos, ladras, gruñidos y el podenco intentando coger al venado del cuello, este le dio un volteo con su cornamenta, y el agua se tiñó aún más de rojo… El perro no lo soltaba del cuello, el cervuno lo bamboleaba, y en uno de estos vaivenes con su cuerna lo lanzó contra unas piedras de la orilla. Sonó un fuerte crujido…

Por fin llegaron más perros y lo rodearon, el podenquero que los acompañaba con la maestría que dan los años y experiencia remató al ciervo. Inmediatamente, cogió al perro entre sus brazos y lo sacó del agua, susurrándole palabras de afecto y ensalzando su valentía. Tenía una profunda herida por las cuernas del cervuno de las que manaba abundante sangre. Le di las gracias y el perrero, tras un breve intercambio de palabras, recogió los perros y se fue con el podenco entre sus brazos.

Mojado, cansado por el desenlace, regresé al puesto. Sonaron las caracolas, tocaban a recoger. Terminada la montería, ya en la junta, me dirigí al rehalero y le pregunté cómo estaba el perro, —¿Duende? — me dijo. — Está bien, —contestó pensativo — la herida no es lo que más me preocupa, la sangre es muy escandalosa, pero veremos si tiene algo interno… está como adormilado — manifestó. — Ya veremos si de esta sale… — sentenció algo cabizbajo.

Intente compensarlo y no me lo permitió. Nos despedimos, le di las gracias nuevamente y le manifesté que si no hubiese sido por su perro yo habría tenido un grave percance. Pasado el tiempo, luego me enteré que “Duende” murió a causa de las heridas internas. Supongo que estará en el Valhalla de los perros… que entiendo que estos también tendrán derecho a entrar en el “Salón de los caídos”.

Ciertamente, no nos damos cuenta y no valoramos en su justa medida a las rehalas, rehaleros y podenqueros, su esfuerzo, dedicación y entrega… Su labor no tiene precio y es parte fundamental e imprescindible de la caza, sobre todo de la montería. “Sin rehalas, no habría montería”, son palabras que todos repetimos. Y a veces, pienso que hoy día, más allá de las palabras, no le damos el valor que se merecen…

Antiguamente, cuando las monterías eran de invitación a sus dueños en contraprestación se les adjudicaba un puesto, y un pan para cada perro; pero eso eran otros tiempos…, cuando se establecieron las cacerías comerciales y el valor de la postura se incrementó significativamente, dejó de aplicarse tal costumbre y ahora simplemente se les paga una cantidad, que la mayoría de las veces no es suficiente para cubrir tanto gasto y burocracia.

Hace falta tener afición y cariño a los perros, para estar todo un año, alimentándolos, cuidándoles, con vacunas y otros gastos veterinarios, tener perreras adecuadas, cada perro, su guía, seguro, etc. Y luego en temporada, transportarlos a la finca.

Sigue sonando la canción “Caminante no hay camino, se hace camino al andar…”. Cuando en un día de caza bien en carretera o ya en la finca, nos cruzamos con una rehala, pensemos que solo para llevar los perros a una montería o batida por cualquier medio, es necesario (prepárese usted, coja papel, lápiz, y tome nota): “Pasaporte o cartilla sanitaria, autorización del trasportista, autorización del medio de trasporte, libro de registro de trasporte debidamente cumplimentado en cada desplazamiento, certificado o talón de limpieza y desinfección del vehículo, carnet de manipulador de animales o certificado de asistencia al curso de bienestar animal y un plan de contingencia por si ocurre un hecho imprevisto durante el trasporte”… (y seguro estoy que todavía se me olvida algo).

A ello, no olvidemos las injerencias sobre el tema de la tan traída y llevada “Ley bienestar animal” y añádale usted las luchas y esfuerzos del sector para evitar los proyectos de la normativa europea, muy influenciada por grupos de presión animalistas que desconocen nuestra tradición y que cada vez los aprietan más…

El día de la montería preguntamos por el puesto, si este es mejor o peor, si ha cumplido mucho o poco en otras monterías, cómo está la mancha, si muy tomada o no… ¿Pero acaso se nos ocurre preguntar por las rehalas? ¿Su procedencia? ¿Su casta? Y, sin embargo, son tan esenciales en esta modalidad cinegética, que sin ellas no habría montería…

Gracias, rehalas, rehaleros, guías y podenqueros. Gracias, “Duende”.

16 de septiembre de 2024.
José Manuel López Carrasco.