Ese fin de semana nos tocaba montear en Sierra Morena, en su parte más oriental, en la Sierra del Oro, y en concreto en la finca El Cerro del Toro, en el término de Santisteban del Puerto. La Sierra del Oro debe su nombre a que, desde tiempos inmemoriales, se creía que en ella había yacimientos del preciado metal. De hecho, es una zona en la que hay abundantes vestigios de explotaciones mineras, sobre todo de hierro. Sierra abrupta, agreste y de una gran belleza, forma parte de la comarca denominada «El Condado» de Jaén, y buena parte de la caza y otros aprovechamientos de ella los disfrutan los pueblos de Castellar, Santisteban del Puerto y Las Navas, gracias a su lucha y reivindicación de derechos, que culminaron en las “Escrituras de la Concordia de 1798”, firmadas por representantes de tales pueblos y la Casa Ducal de Santisteban y Medinaceli, en el Ayuntamiento de Santisteban del Puerto, ante el notario D. Antonio Vera, en fecha 23 de octubre de 1798. Fue luego sancionada por Carlos IV un año después.
La «Escritura de la Concordia», como se la conoce, era una transacción de los pleitos pendientes entre los pueblos y la Casa Ducal de Santisteban del Puerto y Medinaceli, con voluntad de evitar futuros litigios que traían su origen de antiguo, en reclamación de tierras y privilegios de la Casa Benavides sobre las tierras en su día cedidas por la Corona a Men Rodríguez de Benavides, primer señor de Santisteban, que recibió en 1371 las tierras de Enrique II de Castilla en recompensa por su apoyo en la guerra fratricida por el trono. Hacía así este una doble jugada: gratificaba a Men Rodríguez por su apoyo y, al mismo tiempo, castigaba a la población de Santisteban por ser partidaria de su oponente, su hermanastro Pedro I, «para unos “el Cruel” y para otros “el Justiciero”», menoscabando los derechos de tales pueblos concedidos por la Corona antes del señorío.
División de las fincas entre los pueblos del condado con derechos de caza
Posteriormente, el señorío se convirtió en condado y luego en ducado. Ya en 1764, tal casa entroncó con la de Medinaceli. Es curioso cómo tal escritura recoge en su primera condición que: «La casa de los duques de Medinaceli y Santisteban ceden a esta villa de Santisteban y los dos pueblos de Castellar y Las Navas once cuartos…, y esta villa y dichos pueblos, en compensación, ceden a esta casa los ocho, titulados: Ballestera… y Cerro del Toro…». Se establecían en ella los permisos para que los vecinos pudieran: «hacer “carvón” de brezo, cenizas, candelilla de monte bajo e inútil, cortar cabios y otras plantas para obras de casa y cortijos, tener colmenas, cazar, pescar en tiempo permitido y obtener la correspondiente licencia de la Casa Ducal, que se le dará gratis».
También, y en defensa de la población autóctona, se reflejaba que «no hay de darse a los forasteros licencia alguna, ni por las justicias de los pueblos ni por el duque, para sacar leña de monte bajo ni alto, ni fabricar ceniza ni candelilla…».
Posterior y recientemente, ya en el siglo XX, hubo por tales derechos nuevas disputas a consecuencia de algunas ventas de terrenos obviando los mismos, llegando incluso a plantearse nueva demanda frente a la Casa Ducal por los alcaldes de tales pueblos, que llegó hasta el T. S., el cual, en sentencia de 20 de marzo de 1964, les dio la razón. Es una manifestación clara de la defensa de aprovechamientos de montes comunales y de la caza social. Hoy día permanecen en plena vigencia tales derechos comunales, pese a ser las tierras algunas ya del Estado e incluirse los términos de Navas y Santisteban en el Parque Natural de Despeñaperros.
Dormimos en Castellar. Merece la pena conocer la colegiata de Santiago y sus obras de arte, destacando la colección de pinturas de distintos Papas. Nos hicieron de anfitriones Pepe López y Ángel Muñoz.
Salimos temprano hacia la finca. Desde Santisteban fuimos en dirección a Puerto Laca-Chozas y atravesamos el río Montizón por su puente romano, dirección a la Carnicera. Tras recorrer más de 40 minutos por pistas y carriles, llegamos sobre las 8:30 a la Junta, la cual se encontraba en una gran explanada denominada la «Majada de las Cabras», en la que había algunas casas rurales.
En el desayuno, tomando las migas y mientras llegaba el sorteo, con emoción me comentaba Rafa Paterna (oriundo de Navas) que, desde la citada escritura y posterior pleito, los tres pueblos tenían derecho a la caza en los montes de la sierra, dividiéndola en tres partes: alta, media y baja, cada una con varias manchas, monteando cada uno de los pueblos las manchas adjudicadas. Precisamente donde estábamos, me decía que, siendo aún niño, allá por los años sesenta, venía a acampar en tiendas con su padre y vecinos del pueblo para montear las diversas manchas que les habían sido adjudicadas. Eran otros tiempos y los caminos no estaban como ahora. Por ello, una vez adjudicados los montes comunales, los cazadores pernoctaban durante una semana hasta dar consecutivamente todas las monterías.
Monteros de los pueblos del Condado (Jaén) pernoctando en las tiendas de campaña. Años 1960
Tras las migas, el sorteo nos deparó un puesto que, en teoría, era de los mejores… Solo podíamos tirar muflones y cochinos. Iniciamos el recorrido hacia el puesto por un largo y tortuoso carril. Dejamos el coche en un claro del camino y, a unos treinta metros, en la fuerte pendiente de la loma, estaba el puesto.
Nos dispusimos como pudimos, pues estaba ubicado y señalado en la ladera con gran desnivel, muy empinado, sin poder sentarnos ni poner silleta alguna. A duras penas pude poner el trípode y, de pie, me dispuse a otear el monte. Teníamos abajo un profundo barranco y una gran loma enfrente, con solo algunos claros.
El día era espléndido y el sol, tímidamente rasgando las nubes, como desperezándose, empezaba a calentar los cuerpos. Pasaba la mañana y no veíamos ni un muflón… La espalda, por lo incómodo de la postura, ya se resiente.
Tras la suelta de las rehalas, vemos carreras de reses y perros, y pronto se oyeron cercanas ladras y un romper de monte… Justo enfrente, y por mi izquierda, veo corriendo unas ciervas y, detrás, un ciervo mediano que va seguido de un gran venado. Este tiene una gran, oscura y bella cornamenta; viene arropado por varias ciervas.
El fuerte ruido del grupo al romper monte, la elegancia del gran venado trotando, sorteando jaras y distanciándose de los perros, centra mi atención… Rebusco entre mis bolsillos el teléfono para grabar la escena… pero no lo encuentro: lo había dejado en el coche. Contrariado, me dediqué a contemplar la imagen de los ciervos en su loca carrera y huida, que ya desaparecían loma enfrente, por mi derecha…
De repente, un ladrido en el lado opuesto, y el grupo de venados cambia su dirección y, trotando, sube por la pendiente, loma donde se encuentra mi puesto. Trotan semiescondidos, arropados por la vegetación y, ruidosamente rompiendo monte, giran aún más, y el grupo —ahora sí a la vista— sube cuesta arriba y se dirige por mi derecha hacia donde me encuentro. Es espectacular verlos subir y avanzar… El gran venado va ahora delante, dirigiendo al grupo. Se me están acercando. Lo observo embelesado… La distancia se va haciendo cada vez más corta. Ahora van las hembras delante…
No sé si, extasiado con la elegante belleza del trote del grupo rompiendo monte, el caso es que estoy quieto, absorto, paralizado… Observo y disfruto la imagen intentando retener en mi mente cada secuencia e instante, grabar en mi retina el momento y agradeciendo luego el no tener el móvil a mano (pues, a veces, por grabar imágenes nos perdemos la realidad). Estoy disfrutando del lance…
Me siento como si fuera un intruso, un espectador ajeno disfrutando de cualquier escena de un programa televisivo cinegético… Vuelvo a la realidad. En segundos se acercan más: diez, ocho metros. Se palpa en el aire su adrenalina, y también la mía, que va en aumento. Vienen directos hacia mí y la respiración se me acelera. Son cinco o seis bellos animales a la carrera…, acortan distancia y, entonces, yo, ya inquieto, y que tengo el FN 338 apoyado en la cadera y en alto, instintivamente quito el seguro y oigo el clic metálico, sin dejar de observarlos…
Vienen rectos hacia mí. Miro hacia la pendiente, al árbol que está a unos metros tras de mí, pero me quedo quieto y paralizado… No sé si es por la belleza de la imagen, instinto de conservación o por puro miedo. A mi derecha, a mis espaldas y por encima de mí, en la pendiente y a un metro escaso, hay una pequeña vereda, y cuando están apenas a unos dos metros, el grupo, encabezado por las ciervas, que me han visto, desvía su dirección. Arrollan mi zurrón y pasan por encima de la funda del rifle y, en su huida, desaparecen monte arriba, por mi espalda, como un exhalo…
El gran macho, con su negra cornamenta perlada, enseñoreado en su loca carrera, a su paso parece mirarme despectivamente con sus negros ojos. Es espectacular… Tardo más en contarlo que como realmente pasó. Nunca he estado tan cerca de un grupo de venados, en su hábitat natural…
El secretario, que estaba a unos metros, me mira y sonríe. Nada cazamos, ningún muflón o jabalí. Solo alguna muflona o gama vimos, pero… ¡¿Y qué más puedo pedir al puesto?! Yo ya tenía mi lance: el mejor trofeo que se puede obtener.
Ya por la tarde, después de comer, en la Junta de Carnes había buenos trofeos, como el gran cochino abatido por Apolinar Soriano. Pero el mejor, para mí: el mío. En mi mente.
Monteros de los pueblos del Condado (Jaén) pernoctando en las tiendas de campaña. Años 1960
Aún, todavía, en las noches de desvelo, recreo la escena e imágenes y siento mi adrenalina —casi se huele—, y recuerdo esos oscuros, brillantes y fríos ojos del señor coronado de la sierra mirándome aquel día al pasar a mi lado: orgulloso, indolente, despectivo y altivo… Y doy las gracias por haberme olvidado el móvil en el coche.
Texto y fotos: José Manuel López Carrasco