Mi primera becada

Aquella mañana del sábado 13 de enero me levanté a las 6 de la madrugada. Habitualmente es la hora a la que me despierto cuando me voy a cazar. Había madrugado la noche anterior, así que se me pegaron las sábanas. Cogí a mi perrita Sénia, una preciosa labradora de tres años y la subí al coche. A los pocos kilómetros me detuve en un bar de carretera que frecuento habitualmente a tomar un vaso de leche con Cola Cao y dos ensaimadas. La mañana prometía, así que me pedí un bocadillo de jamón.

Subí al coche. Por delante me quedaban cerca de 200 kilómetros hasta llegar a mi punto de destino: Ossa de Montiel.

Afortunadamente, no hubo niebla ese día y el viaje fue tranquilo. A las 9 en punto de la mañana, ya estaba en el coto. Puntualidad británica. Esperé unos minutos más de cortesía por si venía alguno de mis compañeros del coto a cazar. No fue así. Allí no apareció nadie. A estas alturas de temporada la gente se lo piensa dos veces antes de subir a la Mancha. Monté la escopeta. Una Mateo Mendicute de dos gatillos con la que llevo cazando poco más de un año y a la que me he adaptado muy bien, pues siempre había tirado antes con repetidora. Me puse el chaleco y las botas porque el terreno estaba muy embarrado después de las últimas lluvias. Me tiré una caja de cartuchos al cinto y bajé a la perrita que estaba ansiosa por salir, al igual que yo.

Conmigo llevaba también la cámara de fotos para inmortalizar algunos lances.

Decidí coger el linde de la derecha. Anduve bastante antes de abatir la primera pieza. Un conejo. Llegué hasta la laguna que está a rebosar de agua y ahí tuve que retroceder, pues el agua hacia muy difícil atravesarla sin mojarse los pies y todavía era muy pronto para andar con los pies mojados. De regreso al coche dí por casualidad con una zona muy poblada de conejos. Y lo que no había hecho en una hora de caminata lo hice en poco más de unos minutos y llené el zurrón. Cuatro más cayeron.

Entré en el monte y tuve la fortuna- también de casualidad- de dar con la que sería mi primera becada. El lance no fue espectacular como suele ocurrir las primeras veces. También en la caza. De lo alto de una sabina oí el aleteo inconfundible de una becada. El vuelo zigzagueante de la sorda la delató. El disparo fue certero y cayó dentro de un romero. La perrita se percató enseguida del lance y la cobró. También para ella era su primera becada aunque no lo parecía por las tablas que demostró.

En los años que llevo cazando – más de treinta si no recuerdo mal- es la primera vez que mató una becada. Junto al faisán era la pieza de caza menor que se me resistía. No había tenido ocasión hasta hoy de disparar a ninguna.

Llegué al coche y descargué las piezas que llevaba y repuse fuerzas.

Ahora me tocaba coger el linde de Peñarubia. La ventaja de ir solo es que no tienes que dar explicaciones a nadie y si lo haces mal nadie te lo recrimina.

Veo en el sembrado un bando de perdices que huyen despavoridas, sin dar opción a nada más.

Continúo cazando. Cojo una loma muy buena, muy querenciosa para las perdices, pero cubrir un radio tan grande uno solo es muy complicado. Al llegar al final de la loma vuelan las patirrojas y cruzan a una velocidad pasmosa la laguna, perdiéndolas de vista.

Bordeó la laguna por si hubiera alguna becacina. Pero no tengo suerte. Tampoco vuela ningún pato.

Al volver a coger el linde de Navalcaballo veo otro bando de perdices que se tiran a una vaguada. Salgo corriendo tras ellas y al asomarme las veo de peón. La ética del buen cazador me hace no disparar en ese momento y esperar a que alcen el vuelo. Y es lo que hice, pero lo que ocurre a continuación mejor se lo cuento después de la publicidad. Bromas a parte. Lo que ocurrió es que erré una de las mejores perdices que recuerdo como cazador. Pero así es la caza y eso es lo que la hace tan atractiva y emocionante a la vez.

Me repongo del sofocón y abato un conejo a más de cuarenta metros. Eso me eleva el ego y la autoestima, que la tenía por los suelos.

Llegando al linde de Navalcaballo, la perra se queda de muestra en una mata de romero.

De aquella mata no salió un conejo que era lo que yo esperaba sino un macho a los que le vi todos los colores.

Resulta muy difícil hacer una muestra a una perdiz salvaje y allí estaba yo, viéndolo y viviéndolo en primera persona.

Le solté dos tiros muy precipitados y como se dice en estos casos la perdiz se fue a criar.

El ego otra vez por los suelos y la autoestima, ya no se sabe ni dónde.

Bueno, pues allí me encontraba yo. A la otra punta del coto, desolado y con tres cartuchos en el chaleco.

La perra saca un conejo que yerro y que se lleva otros dos tiros. Desesperación absoluta.

Con un cartucho en el bolsillo y a más de una hora del coche. Ése era el panorama que me esperaba, tal y como se lo describo sin exagerar un ápice.

La perra saca otro conejo que esta vez no corre tanta suerte. El conejo da varias volteretas antes de que lo coja la perra.

Los cartuchos ya se habían terminado y ahora tocaba llegar al coche lo antes posible. Para evitar tener que dar toda la vuelta al coto – con cartuchos en la canana hubiera sido diferente- decidí acortar, para lo cual tuve que descalzarme y cruzar el río. Al meter los pies en el agua, casi se me corta la respiración. Con mucho cuidado para no resbalar conseguí cruzar la laguna.

Buscando caminos y evitando coger el monte, llegué al coche. Pasaban de las dos del medio día y el día tocaba a su fin. Bueno, casi.

Tenía intención de quedarme por la tarde al pato. Y es lo que hice. Pero eso mejor se lo cuento otro día.

 

Patricio Simó.