Mucho me temo que no me tocó Dios con la varita de la fe. Pero a mi mujer le tocó dos veces, y bien fuerte, así que la semana pasada me cogió de la oreja y me llevó al cine a ver una película de la que se habla mucho, especialmente en círculos religiosos, que le habían recomendado sus amigas.
Mientras íbamos de camino, busqué en Google información sobre el argumento. Y me asusté. «Un equipo de documentalistas, dirigidos por Santos Blanco, entra en doce monasterios y conventos de clausura para responder a una pregunta que hoy suena más urgente que nunca: ¿cómo es posible que una mujer o un hombre, en pleno siglo XXI, decida encerrarse entre los cuatro muros de un monasterio para ser libre?». En vez de protestar, me propuse dormitar relajado y esperar a que terminase.
Pero, como diría Arcadi Espada, ¡quia! Las primeras imágenes, perfectamente rodadas, increíblemente bien montadas, con la música arrolladora de Martín Leanizbarrutia, con una toma de un monje encapuchado vestido de blanco andando por una playa desierta seguido a medio metro por la cámara, me dejaron pegado a la pantalla durante toda la proyección. Te emocionas viendo a esas personas que, aunque a veces habían tenido todo lo que clásicamente concebimos como necesario para una vida completa (familia, dinero, etc.), decidieron dejarlo atrás y enclaustrarse en un viejo edificio sin las mínimas comodidades. Te cuentan sus experiencias personales y te ves allí, protegido por la oscuridad de la sala, a veces riendo, a veces llorando como una magdalena, a veces pensando que cómo demonios pierdes tu tiempo en banalidades y estupideces efímeras.
La peli es también un canto a la naturaleza. Estremecen las olas del mar chocando brutalmente contra el acantilado y relajan las imágenes de un monje cuidando con mimo de sus plantas y de sus cultivos. O de otro, pescando en su estanque la comida del día, mientras se escuchan por detrás los trinos de mirlos, jilgueros y petirrojos. El algún momento, alguien dice algo parecido a «cuanto más cerca estoy de la naturaleza, más cerca estoy de Dios».
La película se llama Libres porque nos muestra cómo se puede estar encerrado entre cuatro paredes y no echar de menos las cenas en el restaurante de moda o el llevar la camisa que prescribe el Hola living. Y consigue que aceptemos que, a lo mejor, o a lo peor, ellos son más felices allí que nosotros en nuestro trotar continuo para llegar a ninguna parte.
Aunque pueda parecer lo contrario, la película no es un sermón para atraer a los creyentes y conquistar a los no creyentes. En realidad, es una llamada, casi un grito, para que la gente busque la felicidad a su manera. Para que cada persona llene su vacío existencial como más le plazca. Monjes y monjas han tenido la suerte de encontrar en el rezo, «en el hablar con Dios», en el silencio, la manera de colmar sus inquietudes, de buscar la paz del espíritu, en definitiva, de encontrar «su» libertad. Pero uno de los protagonistas, probablemente sin quererlo, con un hábito blanco, barba canosa y algo calvo, que habla mil veces mejor que cualquier diputado actual, te viene a decir, y te cautiva con ello, que no necesariamente hay que ser cartujo para ser plenamente feliz, sino que cada ser humano puede encontrar la plenitud en muchas otras facetas de la vida.
Mientras escuchaba a aquel sabio, me acordaba de mi amigo Borja, que me describió la felicidad total, la libertad absoluta, como «el estar dieciséis días en un país asiático, malcomiendo y sin ducharme, pasando un frío que ni en la mili, hablando sólo con las manos, caminando entre pedruscos hasta la extenuación, para cazar un macho de marco polo». O del guarda de mi antiguo coto, que me reñía cada jornada, y me decía que cómo podía ir yo a una oficina a trabajar todos los días, cuando lo que realmente debería hacer sería levantarme al alba cada mañana y recorrer el coto para ponerle agua a las perdices, y que así criaran mejor cada año. O en mi viaje por el este de Sudáfrica para observar a una buena parte de las aves de presa africanas, con jornadas agotadoras y sin más comodidades que unos prismáticos, una cámara, muchas latas de sardinas y agua mineral, en el llegué a pensar que, si existía Dios, debería estar por allí cerca. Y, sí, me sentí realmente libre.
Corren malos tiempos para la libertad. Algunos políticos quieren que nos veamos forzados a dejar de ser lo que somos, y de hacer lo que nos gusta, para convertirnos una masa amorfa fácilmente moldeable y dirigible. No nos dejemos.
Fernando Feás Costilla.