La madre naturaleza, tan sabia y caprichosa a veces, ha dotado a la hembra del corzo de un particular sistema reproductor a prueba de errores, pues el útero de las corzas es bicórneo (tiene dos ramas) y, en cada una de estas ramas, se asientan dos placentomas. En consecuencia, cada corcino será gestado en bolsas individuales.
Por ello, es posible, aunque inusual, que las hembras del corzo puedan gestar hasta cuatro crías, aunque personalmente no tengo conocimiento de ningún parto cuádruple, siendo lo habitual partos de tres, dos o una cría, dependiendo de la edad y los recursos disponibles. Recursos que no solo determinarán el número, sino el sexo de las crías, pero esa es una guerra que libraremos en otra ocasión. Su sistema reproductor y la poliándrica estrategia vital de la corza hacen más que posible que lleve a fin crías, no de uno, sino de hasta tres machos diferentes (en teoría, hasta de cuatro), dejando a la altura del betún a las famosas «gallinas de California».
Aunque el celo de las hembras de corzo puede durar varias semanas –siendo habitual en nuestro país que este se produzca, en función de la latitud, desde mediados de julio hasta los primeros días de agosto– solo será fértil durante, aproximadamente, 36 horas y será en este periodo donde la actividad sexual de la hembra será más intensa, aunque permanezca más o menos receptiva durante el resto del celo.
La hembra del corzo es monoestra, solo tiene un celo al año. No es, por tanto, descabellado que la corza busque asegurar su prole en este corto periodo, «pese a las apariencias».
Aunque me tienta, no continuaré por la senda de la diapausa embrionaria, ese maravilloso mecanismo por el cual la gestación se suspende y queda diferida hasta finales del otoño, garantizando, así, que los partos se produzcan durante la primavera, cuando la efervescencia del campo garantice la pervivencia de las crías y su progenitora.
Pero ya me he vuelto a despistar, pues hoy no pensaba hablar de la biología de la especie, sino de su caza en el celo, aunque como cazador considero que los conocimientos de la biología, anatomía, fenología, y todas las «ías» que atañen a cada una de las especies cinegéticas practicadas por el venador y de todo lo que en su práctica le rodea, han de ser conocimiento obligado. Y, sin duda, un rasgo diferenciador entre el bueno, el menos bueno y el cazador ramplón. Podéis lapidarme con fervor por este último comentario, me importa un bledo. Por cierto, voy ahora mismo al diccionario a consultar qué es un «bledo».
Ya le he vuelto a liar, resulta que un bledo es algo mucho más apetecible de lo que parecía a priori. Pero como tampoco he venido hoy a hablar de botánica, pese a que, al igual que las «ías» me parece un tema apasionante, no pienso enredarme en ello. Y quien quiera peces, que se vaya al diccionario o a Wikipedia, según prefiera, o que se moje el culo, allá cada cual.
Tras un normalmente tranquilo y exasperante mes de junio, donde los corzos adultos, esos de testas coronadas de buenos trofeos, parecen haber sido teletransportados a otro planeta, julio renace como renacen las esperanzan de los amantes de su caza.
A medida que el mes avanza, los machetes empiezan a moverse y los corceros empiezan a afinar el chiflo, para desesperación de sus santas esposas y la aproximación al suicidio de sus extenuados vecinos, quienes no dejan de dar golpes en techos y paredes, pues debe ser insufrible estar todo el día escuchando, una y otra vez, el pitidito de marras, mientras el perro ladra como un poseso, al compás de la pía del corcino, el contacto o la agonía de la corza… bueno, de los espantosos sonidos que tratan de imitar al que sale del DVD del fabricante o del tutorial de YouTube.
La caza al reclamo del corzo es, en mi opinión, una de las experiencias más maravillosas y frustrantes, a la par. Pues reclamar bien a un corzo, provocar el engaño que te traerá a la hembra con el deseado macho o, directamente, provocar al señor del territorio con el sonido de una corza a la que atosiga el rival, es una auténtica gozada. Mimetizarte, fundirte con el monte hasta sonar como él, es jugar en otra liga no al alcance de todos. Pero, al fin y al cabo, no deja de ser un engaño, por mucho arte, esfuerzo y destreza que requiera.
Delibes renegaba de la caza de la perdiz con reclamo y, sinceramente, no tengo nada claro si darle la razón a don Miguel en lo que al corzo y el reclamo atañe. Cosa que, por otra parte, me fastidiaría bastante, pues no es santo de mi devoción como referencia cinegética, por muchos Santos inocentes que haya escrito o, precisamente, por ello, puesto que, durante el celo, y al reclamo, generalmente se realiza la peor praxis cinegética en lo que a gestión de poblaciones se refiere.
Es en este periodo cuando se suelen abatir los mejores ejemplares, exactamente cuando no se debe hacer. Cuando los mejores individuos, esos que deberían padrear son los que, ciegos de hormonas a la carrera tras las hembras, dibujando «círculos de brujas» o al engaño del Buttolo, se muestran como hechizados, dispuestos a recibir una injusta y desleal muerte, donde el juego de instintos, el tú a tú, ha desaparecido con la sobredosis de testosterona y, con él, parte de la esencia de la caza.
Pero a ver quién es el guapo que, teniendo delante el bicharraco con el que has soñado durante todo el año, baja el rifle y espera a que pase el mes de agosto, inhábil en casi toda España, para darle noticias en septiembre. El periodo idóneo para sacar aquellos ejemplares que no deben cubrir hembras, por ser demasiado viejos, demasiado jóvenes, defectuosos o mediopensionistas, es aprovechado para satisfacer egos. Qué diantres, a nadie le amarga un dulce.
No voy a ser yo quien enmiende la plana a nadie ni le diga en qué fecha o circunstancia ha de apretar el gatillo, faltaría más. Simplemente, experimento ese sabor agridulce que produce hacerse trampas al solitario. Incidiendo, de nuevo, en la idoneidad de determinadas fechas para realizar una correcta gestión que, en puridad, nadie está obligado a cumplir. Una vez más, reclamaré como única obligación del cazador el respeto y cumplimiento de la ley.
Demonios, como me está costando poner de acuerdo instinto y razón. Hoy caeré en una gran contradicción citando a Aldo Leopold, pero en sentido contrario: «El comportamiento ético es hacer lo correcto cuando nadie más está mirando, incluso cuando hacer lo incorrecto es legal».
Comenzaba estás líneas describiendo, como corcero, al mes de César. El mes de julio, debe su nombre a Julio César, nacido el día 13 del quintilis (quinto en el calendario romano) y al que su amigo y cónsul de Roma, Marco Antonio, el de Cleopatra, cambió su nombre en memoria del dictador. Menos mal que ni fui dictador ni amigo de Marco Antonio, pues, aunque nací en los idus del quintilis, reconozco que Laureanus hubiera sido un nombre espantoso para un mes corcero. ¡Al César lo que es de César!
Laureano de Las Cuevas