La primera vez que tuve oportunidad de ver de cerca un hipopótamo tenía siete años. Todos los veranos, por las fiestas de Santiago Apóstol, aparecía por Santander el Circo Americano,“el mayor espectáculo del mundo” según rezaba en su publicidad.
Durante el tiempo que permanecía en la ciudad, al menos un par de veces nuestros padres nos llevaban a la Plaza de las estaciones –lugar en el que solían montar su inmensa carpa de dos pistas– y allí lo pasábamos en grande mis hermanos y yo disfrutando de la sesión vespertina especial para pequeños.
Lo que más me divertía eran los números de animales. Elefantes equilibristas, leones y tigres atravesando aros de fuego, ponis cabalgados por pequineses, chimpancés bufos o cebras saltarinas, por no hablar de las alegres y acrobáticas focas, constituían el gran atractivo de aquel espectáculo itinerante que cada verano me sorprendía más.
Como complemento obligado en aquel asombroso despliegue de medios, a un costado de la carpa principal se montaban ordenadamente las casetas y jaulones de diferentes animales (algunos de ellos verdaderas estrellas del espectáculo y el resto simplemente comparsas), componiendo un pequeño zoológico abierto al público. Con lo que recaudaban por las entradas, supuestamente cubrían los gastos de alimentación de aquella numerosa “tropa” y el sueldo de sus cuidadores; incluso –a juzgar por la aceptación que tenía la muestra– puede que le sacaran unas pesetillas de más. Como el precio de la entrada era bastante razonable, allí acudían en tromba tanto niños como mayores, a quienes también picaba la curiosidad por observar de cerca especies, para la mayoría, desconocidas. En aquel tiempo ni se soñaba con la televisión, y la única posibilidad de aproximarse a la fauna exótica nos la brindaba el No-Do que, de vez en cuando, nos mostraba algunas imágenes de los zoológicos madrileño y catalán e incluso de otros países de Europa o América.
Por entonces, la naturaleza aún no estaba de moda y menos aún los documentales divulgativos sobre vida silvestre, así que no es de extrañar que el ciudadano medio apenas supiera distinguir entre una hiena y un chacal o entre un hipopótamo y un rinoceronte; por ello, solían colocar pequeños carteles en las jaulas para orientar al respetable.
Me las apañaba como podía para visitar aquel minizoo día sí y día no, en compañía de algún pariente. De vez en cuando me llevaba Antoñito, un primo mío de más edad –madrileño, por más señas– que pasaba los veranos en Santander, y allí pasábamos las horas muertas, procurando coincidir con el horario de comidas de los animales –momento en que más actividad desplegaban– o bien con los ensayos matutinos, pues el resto del día, hasta la hora del espectáculo, permanecían acostados en perezoso duermevela, seguramente aburridos de su trágica rutina.
Resultaba excitante ver conducir a las fieras desde sus jaulas hasta la pista a través de los corredores enrejados, pues a veces se alguna se resistía a avanzar y las que venían detrás le agredían, formándose un guirigay que solo era capaz de atajar el domador de turno a base de palos e imprecaciones.
Era un ambiente peculiar a los ojos de un niño el que se vivía entre aquel conglomerado de jaulas y vagones con olores a cocina, goma quemada, bosta de elefante y heno.
Y allí fue donde lo descubrí por vez primera: dentro de una especie de bañera gigante que ocupaba por entero la planta de un enorme vagón y semisumergido en un pestilente líquido verdoso que en algún tiempo debió parecerse al agua, había un hipopótamo.
A su alrededor flotaban restos de patatas y parte de sus propias heces disueltas, además de bolsitas de plástico, palitos de chupa-chups, gusanitos de maíz y toda clase de pequeñas inmundicias de las que cualquier chaval con ganas de incordiar podía encontrar a mano por el suelo.
Aún recuerdo su inmensa bocaza abierta de par en par, esperando que le vertiésemos el contenido de aquellas bolsitas de polvos efervescentes y afrutados que tan de moda estaban entre el chavalerío de la época.
Me sorprendió tanto el tamaño y las formas de aquel orondo dinosaurio como su penetrante olor, pero me decepcionó su indolencia y apatía sin pararme a pensar, como niño que era, que aquel pobre animal, indignamente expuesto a la inculta curiosidad paleta, estaba tan constreñido en aquel minúsculo habitáculo que poco podía hacer salvo resignarse a su triste suerte.
Muchos años tuvieron que pasar antes de encontrarme cara a cara con los parientes de aquel pobre bruto, del que solía acordarme cuando, ya adulto, visité algunos de los más afamados zoológicos de Europa, y mucho he disfrutado a partir de entonces contemplándolo como ser libre y salvaje en los grandes espacios abiertos del continente negro.
Salvados los prejuicios de mi “Bambi-niñez”, y una vez comprobado el carácter de su auténtica naturaleza, tampoco tardé en llegar a la conclusión de que se trataba, por ende, de una de las piezas de caza más interesantes con las que podía uno toparse en África. Lector insaciable de cuanto sobre él caía en mis manos, no tardé mucho en enterarme de que el Hipo poco tenía de indolente, estúpido o bonachón, tratándose por el contrario de uno de los animales más inteligentes y agresivos de aquellos ríos, y, según creencia extendida, el que más muertes causaba entre los pescadores y habitantes de los poblados ribereños; así que, con el tiempo, lo convertí en presa ineludible en todos aquellos safaris que realicé en concesiones en que su presencia era habitual.
Aunque también he cazado alguno fuera del agua –donde supuestamente son más peligrosos– me limitaré a reseñar un par de lances en que disfruté de una manera especial haciéndolo.
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Cazando las bestias del agua, viví en el curso de un safari dos lances de parca épica aunque excelentes resultados. La suerte me sonrió de tal forma que conseguí dos animales estupendos, sin apenas esfuerzo alguno. Los hechos acaecieron en el río Luangwa, y las fotografías que acompañan al presente relato testimonian la calidad de ambas piezas.
Preciso es reconocer que el mérito les correspondió, por entero y a partes iguales, al Profesional y los pisteros que me acompañaron en la acción, lo cual quiero adelantar para dejar claro que mi intervención se limitó exclusivamente a colocar la bala en el sitio justo, cosa que, por fortuna, cumplí debidamente.
Pero vayamos al grano. Sabida es la altísima densidad que de cocodrilos e hipos hay en aquel río, hasta el punto de que, todavía hoy, en las pozas más profundas aún se siguen concentrando los segundos en pelotas de hasta treinta o cuarenta ejemplares, mientras que en las orillas y bancales se solean decenas de los primeros a lo largo del cauce que discurre por la zona del Corredor y concesiones aledañas al North y South Luangwa National Park, que es por donde discurría nuestro safari. Tal abundancia siempre ha supuesto una fuente de problemas para el gobierno del país que, periódicamente, se ve obligado a realizar operaciones de control de ambas especies.
Estaba claro que conseguir un buen ejemplar de cualquiera de ellas no debería suponer un gran problema, a tenor de lo observado por los alrededores del campamento que (aunque hasta ahora no lo había mencionado) estaba instalado precisamente en una orilla del río bastante frondosa, a la sombra de enormes tekas y longevos “árboles de las salchichas” (Kigelia pinnata), cuyos frutos lograron desvelarme más de una noche, al desprenderse de sus pedúnculos y rodar sobre el techado de la cabaña con gran estrépito.
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Como sea que entre mis prioridades la primera era conseguir un buen león, y sin duda la zona era una de las mejores de África para intentarlo, ya desde el primer día nos centramos en el hipo, cuya carne, además de ser una de las preferidas por el felino, resulta uno de los cebos más eficaces merced a su dureza, olor y durabilidad.
Aunque desde el principio vimos algunos ejemplares interesantes, no fue sino al tercer día cuando localizamos a cierta distancia un enorme macho, viejo conocido del profesional y –según sus palabras– bastante listo (very clever, fue la expresión).
Nos encontrábamos al norte del campamento, en el lugar de reencuentro del canal de Chunga –un ramal del Luangwa– con el río madre. Con suma cautela caminábamos detrás del pistero jefe, quien, en lugar de acercarse a la pieza por la orilla aprovechando los árboles y la vegetación ribereña, como parecía aconsejable, nos hizo dar un gran rodeo tierra adentro para regresar de nuevo al cauce unos cientos de metros río arriba y precisamente por el punto más limpio, donde, excepcionalmente, crecía de manera aislada un único arbusto de bajo porte a todas luces insuficiente para ocultarnos todos.
La aproximación al río con el viento de cara fue lentísima, pero al fin llegamos, consiguiendo instalar el trípode y la cámara de video en el lugar elegido sin que los animales se enteraran de nuestra presencia. Observando entre el ramaje no resultó difícil distinguir entre todas las cabezas del rebaño la del enorme patriarca, en cuya mandíbula superior se apreciaban dos abultadas prominencias marcando la inserción de los gruesos colmillos inferiores, los cuales habían llegado a perforar la piel ligeramente, clara prueba de su espectacular desarrollo, ya anunciado por nuestros acompañantes.
Sorprendían por su tamaño los espectaculares maseteros, su voluminoso cuello y el abultado paquete muscular unido a los gemelos supra occipitales, cuya sólida anatomía debía bastar por sí sola para atemorizar al más atrevido de sus competidores.
Sin más dilación, en el momento en que se colocó de costado conseguí colocarle una bala del 375 H&H entre ojo y oreja, lo que provocó el colapso instantáneo del anfibio y la desbandada de la cohorte que lo arropaba, así como la alegría de mis acompañantes, que se deshicieron en felicitaciones.
Como el río en aquella curva no era demasiado hondo, la espalda de su tremendo corpachón asomaba ligeramente sobre la superficie. En el centro de la corriente el agua era más profunda y allí emergieron las hembras. Aunque algunas de ellas, picadas por la curiosidad, iniciaban movimientos de aproximación hacia su galán, la desconfianza les hacía mantenerse prudentemente a distancia, exteriorizando su malestar.
Al olor de la sangre, que brotaba de las narices del hipo a borbotones, algunos cocodrilos comenzaron a acercarse al cadáver. Acostumbrados como estaban a asociar el disparo con la pitanza pronto lo rodearon, aunque sin llegar a tocarlo, manteniéndose expectantes ante nuestra presencia.
Con bastante riesgo, pues el río estaba infestado de animales, nuestros ayudantes lo cruzaron por una zona estrecha acompañados de Fico –que llevaba el rifle montado– y se acercaron a la pieza por la orilla de enfrente, atando una larga cuerda a una de sus patas. A continuación cruzaron la corriente con el agua a la altura del pecho, dando fuertes golpes con las varas mientras yo permanecía en la orilla, también con el rifle preparado, por si hubiera que intervenir. No fue necesario hacerlo, y en un visto y no visto cruzaron la corriente.
Bajamos con el coche al cauce y, una vez que nos acercaron el cabo, con la ayuda del winch conseguimos por fin acercar aquella mole hasta el bancal de arena. Arrastrarlo fuera del agua resultó un trabajo ímprobo y extenuante, para lo que además del coche, precisamos mano de obra auxiliar, ayudándonos algunos pescadores motivados por la prometida recompensa. Mientras despiezábamos aquel corpachón varios marabúes comenzaron a posarse en los alrededores y a instancias del profesional, que quería comprobar la puesta a punto del 7mm R.M., disparé a uno de ellos que se encontraba a unos 200 metros en la orilla opuesta. Lo acerté de pleno, y no tardaron en acercarse a él otros pescadores quienes, a voz en grito, nos pidieron permiso para llevárselo.
Antes de terminar nuestro trabajo ya lo tenían desplumado, habían preparado una fogata y se disponían a asarlo para dar buena cuenta de él. Hambre debía de sobrarles para atreverse a meterle mano al pajarote, pues el sabor de ese carroñero –según me dijeron los pisteros– era de lo más desagradable.
Picado por la curiosidad, le pregunté al profesional por qué habíamos dado un rodeo tan grande para disparar en lugar de acercarnos directamente por la orilla, aprovechando los árboles y la densa vegetación que festoneaba el cauce para taparnos.
–¿No has visto que, al principio, el pistero no dejó de mirar constantemente hacia arriba –me contestó– hasta que nos separamos del río?…
–Sí, me he fijado, pero no sé por qué lo hacía.
– ¡Las palomas!, Federico. Si hubiésemos seguido por la orilla, habríamos espantado a las tórtolas que a estas horas bajan al río a beber. Los hipos se hubieran alertado y, sumergiéndose, habrían huido hacia otra poza, lejos de nuestro alcance.
Una vez más me sorprendió la lógica aplastante de aquellos primitivos pisteros de quien tanto teníamos que aprender los que nos creemos cazadores…
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Con el cocodrilo ocurrió algo parecido. Corría el octavo día de nuestro safari y para entonces ya habíamos conseguido león y leopardo. Todo había salido a pedir de boca y, sin más problemas, nos habíamos hecho con dos buenos ejemplares – como algunos amigos en España me habían vaticinado que sucedería– pues, como ya he apuntado anteriormente, aquello era el cogollito del Valle y no escaseaban las oportunidades, tal era la densidad de gatos en la zona.
Aquella tarde nos encontrábamos especialmente perezosos después de la siesta y, para descansar del ajetreo de días anteriores, el profesional decidió que nos dirigiésemos hacia el sur de la concesión sin alejarnos demasiado de nuestro campamento, acercándonos al de Chitunda (el de los guardas). Al parecer, por aquella parte del río se solía mover un viejo cocodrilo sobradamente conocido por los pescadores de la zona.
Aún quedaban muchos días de caza y agobio no teníamos, de manera que bien podíamos perder una tarde solo para comprobar si el animal seguía en la zona. No tardamos en llegar al punto de referencia y aunque por el camino no vimos demasiada caza, por delante del coche cruzó una hiena a la que no pude disparar porque desapareció antes de darme tiempo de ponerle los puntos. Por el aspecto de sus ubres, debía estar criando.
Extrañados por la aparición de aquel carroñero a hora tan temprana, bajamos del vehículo y dimos un paseo por los alrededores. No tardamos en descubrir un puku semidevorado y huellas de leopardo junto a él. Probablemente la hiena le había arrebatado su presa y la habíamos sorprendido dando buena cuenta de ella. No debía andar lejos su madriguera, según opinión de los pisteros, pues a esas horas no suelen alejarse demasiado de las crías.
De todos modos, interpretaron aquello como una señal de buena suerte, lo cual no estaba en mi ánimo rebatir pues, a decir verdad, baraka nos venía sobrando desde el comienzo del safari. Hecho este paréntesis, diré que andábamos prospectando el cauce minuciosamente cuando uno de los trackers nos señaló un cocodrilo que, bastante lejos de donde nos encontrábamos, se soleaba en un bancal de arena de la orilla opuesta. Parte de su cola estaba sumergida en el agua.
A esa distancia, y a pesar de los prismáticos, me sentía incapaz de valorar su tamaño, sorprendiéndome, una vez más, la increíble vista de aquel hombre que, sin ellos, era capaz de apreciar a simple vista lo que yo no lograba con su ayuda. Poco a poco fuimos aproximándonos y, ya más cerca, pudimos comprobar que alrededor de él había otros ejemplares. Algunos, parcialmente sumergidos, apoyaban sus cabezas sobre la arena pero, aunque también grandes, el “nuestro” era, con gran diferencia, el mayor del grupo. El profesional no estaba completamente seguro de que se tratase del mismo cocodrilo del que hablaba la gente, por lo que después de cruzar unas palabras con los pisteros decidió finalmente acercarse un poco más para asegurarse.
Repetimos la operación de aproximación tal y como la habíamos hecho días antes con el hipopótamo, si bien el último tramo lo recorrimos exclusivamente el profesional y yo, reptando durante varios metros por el suelo arenoso, intentando evitar el mínimo ruido. Al fin llegamos a un tronco caído, justo en lo alto del cauce. Una vez situados en aquel punto me confirmó que, efectivamente, se trataba del animal que buscábamos.
Desde nuestra posición podíamos apreciar con los prismáticos su enorme cuerpo y exagerada cabeza. Las mandíbulas –completamente deformadas por el empuje de los dientes y el paso del tiempo– reflejaban el sol del atardecer como si estuvieran pulidas, e incluso resultaba difícil apreciar las protuberancias de sus oídos externos que, a fuerza de años, se habían vuelto romas y apenas destacaban en la voluminosa cabeza. También habían desaparecido las crestas escamosas de su espalda –ya completamente osificada– y solamente se apreciaban en parte de la cola, aunque mostrando también un desgaste importante.
Estaba delgado. Las manchas negras que salpican la piel verdoso-amarillenta de los ejemplares jóvenes, e incluso la de algunos de los maduros, habían desaparecido y el color de su capa era uniforme, de un marrón oliváceo bastante sucio. Todo su aspecto parecía indicar que se trataba de un venerable abuelo de alrededor de noventa o cien años –según cálculos del profesional– con bastantes batallas a sus espaldas.
Apuntando al centro de su musculado cuello con el 375 H&H, única manera de paralizar al cocodrilo e impedir que escapase al agua perdiéndolo para siempre, tuve la suerte de romperle las vértebras con un único disparo. No fue necesario repetir pues el animal estaba bien muerto, aunque la punta de su cola aún se movía espasmódicamente, de lado a lado, en un postrer acto reflejo.
Mi participación en el lance se limitó, una vez más, a un puro ejercicio de tiro al blanco, lo que (tampoco voy a pecar de falsa modestia) cumplí debidamente, habida cuenta de la considerable distancia a que nos encontrábamos del reptil.
Una vez que recuperamos su cuerpo, lo que supuso un importante esfuerzo para el equipo al estar en la otra orilla del río –como parece ocurrir a menudo– comprobamos que le faltaban unos 35 o 40 centímetros de cola que suponíamos habría perdido en algún accidente o disputa territorial, con lo que aquel monstruo hubiera sobrepasado limpiamente los cinco metros y medio de longitud.
Por curiosidad, una vez en el campamento, quise asistir al desollado del prehistórico animal, pero el insoportable hedor que emanaba de sus vísceras me obligó a renunciar pronto al espectáculo.
No comprendo cómo los pobladores del Valle pueden consumir, casi cruda, la carne de semejante bicho; aunque bien es cierto que en unas vacaciones que pasé en Kenia en compañía de mi esposa e hijos, la probamos en el «Carnívore», un famoso restaurante de Nairobi cuya visita debiera ser obligada. Ignoro a qué parte de su cuerpo pertenecía la carne que comimos pero su sabor no estaba nada mal; claro que seguramente se debiera no solo a su excelente condimentación con fuertes especias sino también al aderezo con las exquisitas salsas que nos recomendaron los cocineros.
Aquel fue el primer y único cocodrilo que he matado. Pude haber cazado más en este lugar o en otros viajes que realicé al continente africano pero no quise hacerlo, y aunque en diferentes ocasiones me han propuesto cazarlo a la espera, previo cebado, o realizar nuevos recechos, siempre rehusé por no parecerme un reto especialmente interesante.
Ni las características del trofeo ni el lance en sí –bastante soso, desde mi punto de vista– me han motivado lo suficiente como para intentarlo de nuevo.
Además, me parece un animal tan interesante que jamás debiera desaparecer de sus ríos y dudo sinceramente que hubiera nunca conseguido otro más grande.
Federico Calzada Sainz.