Mi página de diciembre último trataba del oportunismo de los políticos para hacerse con el voto –y hasta el premio– de los cazadores, contando que, entre los logros que algunos se apuntaban en lo solo tangencialmente cinegético, entraba la eterna licencia interautonómica. Estas eran mis palabras: «No creo haya asunto más dilatado y escasamente práctico que la licencia única, reducida, me temo, a la licencia de un tercio del mapa autonómico, un auténtico parto de los montes».
No decía entones –porque todos lo saben– pero sí digo ahora –pues no sobra recordarlo– que tenía en mente la fábula de Esopo, siglo VI a. C., sobre el nacimiento de un ratoncillo después de que los montes ofrecieran signos de estar para dar a luz algo descomunal que infundía pavor a quienes se iban enterando. La moraleja de esta singular paridera satiriza los aconteceres que se prometen más grandes de lo que realmente quedan tras la rebaja de Paco.
Así, el caso de la licencia intercomunitaria, tan paradigmáticamente servible de ejemplo para explicar el cuentecillo clásico, que yo rebautizo como ‘de los despachos’, sin afectar a su médula: la distancia entre la final implantación y las alharacas de dos decenios de fecundación del óvulo y gestación del feto en los recibidores, salas de juntas y mesas de reuniones.
En 1996 aterricé en el gabinete del subsecretario de Medio Ambiente, departamento competente en la residual materia cinegética estatal, siendo director general del ramo el conservacionista Enrique Alonso García, contrario a la caza, pero que nada objetaba a que las licencias para practicarla, puesto que existían, se expidieran con validez nacional y reparto regional de tasas. Una cuestión en la que él podía mediar, no decidir, y que era la primera vez que se planteaba en el Mimam de manera oficial.
Hablo de hace veinte años, señores, los transcurridos entre la lejana germinación de la idea y su reciente alumbramiento por etapas y con cesárea: primero, el protocolo de 9 de abril de 2014 solemnemente rubricado por un ministro y cuatro presidentes autonómicos; luego, el convenio entre consejeros suscrito el 14 de octubre de 2015 por siete autonomías; finalmente, las órdenes autonómicas de desarrollo dictadas por cinco gobiernos regionales que, con desigual eco, han sido usadas para elogiar su participación, hasta convertir en arma dialéctica de ataque o defensa un hecho poco transcendente en la práctica e indiferente al 99 % de los destinatarios.
Hablo sabiendo lo que digo, porque el 20 de junio leí en la web Agrestecaza que el total de estas licencias hasta ese mes era de 5.645, más de la mitad en Castilla y León (3.456), seguida de Madrid (1.444), Aragón (420), Galicia (203) y Extremadura (122), no habiendo expedido ninguna Asturias ni Valencia por falta de desarrollo del convenio que firmaron sus consejeros y permaneciendo al margen el resto de autonomías. Cuenten y calculen. ¡Ah!, y cuando digo el 1 % adelanto las que puedan solicitarse hasta octubre, pues las pedidas hasta junio no representan ni el 0,5 %.
Yo no celebro haber pronosticado con acierto, pero tampoco callo que así ha sido. Siempre sostuve que no compensaba tanta negociación y lucha para tan corto activo. Y pienso en lo que este largo proceso ha exigido en tiempo y dinero a las Administraciones públicas, con sus funcionarios ocupados en gestiones, proyectos, trámites, informes, resoluciones, viajes, dietas, prensa… Todo sumado para que el 1 % de cazadores (¿cuántos españoles?) consigan en documento único las diversas licencias que la tecnología, el sistema bancario y la simplificación legal permiten obtener al inicio de sus cacerías con la misma eficacia, casi igual rapidez y poco mayor coste a quienes cazan en más de una región, raramente en tres o más.
La bandera de la previa simplificación administrativa de Arias Cañete se me presenta a veces como el contrapeso de la complicación burocrática posterior, dicho con el respeto debido. En definitiva, y continuando con el parto de los cerros, más barriga que crío, casi todo amnios y placenta.
Me pregunto, además, si ese 1 % de usuarios no será al que menos le supone sacar varias licencias, por su formación, medios disponibles y economía. Los restantes, el 99 %, van que chutan con cazar en su zona. Preferible rebajar las mil tasas, impuestos y aranceles que dificultan el ejercicio de la caza a los sencillos locales, más merecedores que otros nativos y extranjeros de los mimos del fisco.
En resumen, que para beneficiar a cuatro gatos –casi todos muy capaces y pudientes– mejor dejar las licencias como estaban y no gastarnos en lo tan laborioso como brevemente utilizado, una conquista parcial de pobre valor estratégico y significación táctica. Peleas sobredimensionadas que apenas puntúan en el pugilato con la sociedad. Perder el tiempo. Es lo que me parece a mí, por más que otros se apunten una victoria pírrica cuya factura no dejarán de pasar los políticos que cacarean como gallinas ponedoras de aislados y pequeños huevos. Comparación que, con perdón, no le viene mal al caso.
Eduardo Coca Vita