Despedida a Javier López de Ceballos

Han pasado muy pocos días desde el fallecimiento de mi padre, Javier López de Ceballos. En estos días me vienen muchos pensamientos a la cabeza que quisiera compartir con vosotros, grandes amigos suyos y cazadores que le podíais conocer por vuestra común afición.

Si pienso en mi padre, se acumulan los recuerdos. El primero, son nuestros paseos a caballo por Revilla, mano a mano, al caer el sol del verano y galopando por las cañadas. En uno de ellos, de repente, se tiró del caballo de un salto y cogió un bastardo (una culebra grande que desconozco como se llaman fuera de Ávila) y le fue sacando varios gazapillos que se había tragado enteros en una conejera. Yo veía ese tipo de cosas y me parecían lo más natural del mundo…

Recuerdo las decenas de monterías a las que le acompañaba y cómo, desde la primera a la que fui con 6 años, me fue explicando todo: a diferenciar las ladras, a acudir a un agarre, a respetar los puestos, a enterrar la bala, a quitar los perros de una res muerta con contundencia pero jamás pegarles…

Tenía una costumbre cuando cargaba el rifle: iba introduciendo las balas y a la última que metía (la primera en disparar) le daba un beso. Mi hermana y yo hacemos la misma bobada.

Recuerdo muy especialmente las monterías del Gargantón y de Robledo del Buey (cuando entonces se mataban un par de bichos pero se disfrutaba como nunca) con esos amigos tan animados que tenía. Eran todo hombres, algún chaval y yo… ¡una superviviente nata! (es broma, la verdad es que me cuidaban todos mucho y siempre me sentí muy querida por ese grupo tan estupendo de amigos).

Recuerdo una montería en el Tardajo, Zamora, a la que fui con unos 12 años vestida con un husky de mi madre que me sobraba por todas partes y unas botas salmantinas de suela de cuero fino que es, probablemente, el calzado más fresco que existe… El caso es que había nevado mucho y hacía un frío salvaje, de los peores que recuerdo. Mi padre me dio un anís en el desayuno para ayudarme a soportar el día, pero ni por esas.

Fuimos la primera armada en salir, bastante temprano. Los camiones de los perros se quedaron atrapados y soltaron dos horas después de lo previsto y pasé tanto frío y durante tanto tiempo, que me quedaba dormida de pie entre dos piedras de granito. Cuando llegamos a la casa, la gente daba por hecho que mi padre habría encendido un fuego como hicieron todos los monteros ese día, pero él decía que menuda tontería, que eso podía espantar a los lobos… Recuerdo eso, igual que cuando nos colocábamos en otras fincas de la zona, donde abundaba el lobo, y me enseñaba las pistas características de estos animales y se ponía como loco de contento y con un nervio atroz solo de pensar en un posible lance.

Disfrutaba enormemente las monterías y aún más las que acudía “de señorito”.

También tuve la oportunidad de acompañarle en sus viajes al extranjero para comprar libros de caza, su otra gran afición. Fuimos muchas veces a Inglaterra y siempre dedicaba un día completo en casa de su librero. Luego cenábamos fenomenal (le encantaba comer, ya sabéis que no tenía medida…) e íbamos al día siguiente a algún museo juntos pues, como a mi, le encantaba la pintura antigua.

Aunque lo que más le gustaba era estar en el campo, también disfrutó mucho de algunos viajes familiares que hicimos a Portugal, Italia, Austria, Hungría, Suiza… Volviendo precisamente de Suiza, se le rompieron los frenos del coche bajando una empinadísima montaña de los Alpes y nos decía: “¡mirad, mirad, levanto los pies que voy sin frenos!”. Qué burrada, no sé cómo no nos matamos… pero Cris y yo nos partíamos de risa mientras mi madre casi se muere del susto.

Fui con él muchas veces a los toros y fueron cientos las corridas que vimos juntos en la televisión, pues mi regalo de cumpleaños en aquella época era el abono al canal que retrasmitía todas las ferias. Precisamente en sus últimos años, que casi no podía andar, eran su gran distracción y todos los días se descargaba varias corridas que le mantenían entretenido. Siempre decía que, de no haberse dedicado a lo que se dedicó, le habría gustado ser militar o rejoneador.

Hablando de su profesión, que suerte haberse podido dedicar a lo que tanto le gustaba, la caza. Junto con algún otro, fue un pionero en esta profesión. Y no era fácil… Mi madre fue su impulso y su apoyo en todo momento y la que le aguardaba en casa durante sus largas ausencias. Empezó de cero, cogiendo un coche (con el tío Pepe T´Serclaes) y recorriendo Europa en búsqueda de clientes.

Aunque siempre fue muy consciente de lo bonito que es dedicarse profesionalmente a lo que te gusta, algunas veces cuando la gente le recordaba esta suerte, él contestaba: “no te creas, esto es como si te gusta el cine y eres el acomodador…”.

Con mi madre, su mayor apoyo, con un guarro muy bueno del Clavín.

 

Al recordar esta frase, me doy cuenta de que, salvo contadas excepciones como la del acomodador, todos sus ejemplos tenían que ver con animales: “iban pegados como meloncillos”, “esta vieja ha cruzado el paso de cebra que parece un guarro en el cortadero”, “se le han puesto los ojos con la alergia que parece un conejo mixomatoso”, etc. Cada vez que contaba algo y a medida que hablaba, iba soltando frases de ese tipo, muy características de él.

Era muy divertido y con un gran don de gentes. Contaba las anécdotas como nadie y además tenía la suerte de recordar muchas y con todos los detalles, causando las delicias y risotadas de cuantos le rodeaban. Afortunadamente, como él mismo decía, escribía igual que hablaba y, si bien no tenía las aptitudes poéticas de Garcilaso de la Vega, los cinco libros que escribió no solo reflejan sus recuerdos cinegéticos, sino su forma de ser y de narrar sus vivencias. Esos textos son ahora un excelente legado para mantener vivo su recuerdo, para conocerle un poquito mejor y para reírse, porque son abundantes las escenas que recrea con las que es inevitable una buena carcajada.

Contaba las anécdotas como nadie.

Ahora que menciono las carcajadas, no se me olvidan los muchos ataques de risa que nos daban juntos, especialmente en los ascensores que son lugares que los propician. Y el más salvaje de todos, cuando a la semana de operarle del corazón, con todo el esternón recién abierto, le dio un ataque de risa en casa tan brutal que, literalmente, se le salieron las tripas (hernia que nunca se operó y le acompañó durante más de 25 años).

Otra ”facultad” de mi padre era la música. No porque de pequeño, por tener buen oído, le obligasen a estudiar la carrera de solfeo y a tocar la bandurria (sí, sí, el “Cebollo” tocaba divinamente la bandurria…), sino porque se sabía todas las jotas y canciones subiditas de tono, tanto de España como de otros países. Cantaba salvajadas en rumano, en francés… y claro, los autóctonos de esos países no daban crédito al oír a un extranjero cantando canciones tan salvajes que ni ellos conocían.

Otra curiosidad es que sabía la canción de “¿Quién teme al lobo feroz?” en más de diez idiomas diferentes, porque cuando llegaba a un país les cantaba a los guías la melodía y les pedía que se la enseñasen en su lengua. Decía que era una de las canciones más internacionales que existen y debe ser cierto…

Era la persona más meticulosa del mundo. Anotaba todo y con detalle. Tenía apuntadas todas las monterías de su vida (que no fueron pocas entre las de diversión y trabajo) y registraba el total de animales abatidos entre los participantes y en particular todos sus tiros (fallos, heridos y certeros). Y así hacía con todo: con su biblioteca de caza, con los descastes, con sus discursos… Y las cuentas las repasaba tres veces: una de arriba abajo, otra de abajo y arriba y otra… por si acaso.

Lógicamente, ligando con lo anterior, era tremendamente ordenado con sus cosas. Y de sus bienes, tres muy relevantes para él: sus zahones, su boina y su bota de vino. Zahones tuvo los primeros desde los 14 años hasta los 55, cuando mi perra Brisca se los destrozó. Decía que esta téckel nos había costado más que un caballo de carreras. Su característica boina verde la remplazó en la última década por una naranja para “dejarse ver” en las monterías. Y su bota de vino fue su más inseparable compañera de viaje y conocedora de multitud de países repartidos por los 5 continentes. Willy Fog era un niño al lado de esa bota…

También era un gran fotógrafo. Inmortalizó todos sus viajes en miles de diapositivas, muchas de ellas irrepetibles por haber vivido unos tiempos muy diferentes de los actuales y haber llegado a lugares maravillosos de nuestro planeta practicando casi todas las modalidades de caza y especialmente su favorita, la alta montaña. Luego, de vuelta en casa, anotaba en el propio marco de la diapositiva los detalles de la misma con una letra minúscula (la misma que usaba para hacer las chuletas de la carrera de Derecho en los bolis “bic”) y las proyectaba y compartía con nosotras y con sus más allegados, narrando todo tipo de anécdotas.

Las poquísimas fotos que tenía de mi hermana y mías es porque al estar fotografiando un bicho, de paso salíamos nosotras. Esto último es un poco exagerado, aunque muy cercano a la realidad. Lo que no es exageración es que una vez, cuando yo tendría unos 4 años, me hizo una foto con un abejaruco muerto al que yo estaba agarrando con fuerza y, al abrir la mano, estaba negra de piojos.

En estos pocos días que han pasado desde la muerte de mi padre, es cuando más cuenta me doy de las muchas lecciones que me enseñó y que son mi más valiosa herencia (también, por supuesto, de mi hermana).

Me enseñó que hay que ser agradecido. Agradezco a Dios haberme regalado un padre tan formidable y habérselo llevado sin que sufriese, en el campo y rodeado de su familia. Le doy también gracias por haberle concedido una vida tan plena y llena de amor. Amor de sus padres, sus hermanos, su mujer y sus hijas, su yerno y sus nietos y de cientos de amigos, monteros, guardas, perreros… Amor al campo, a la naturaleza y a la caza. Amor a España. Y amor a Dios. Gracias, Señor, por habernos regalado todo esto y mucho más.

Me hizo entender que una persona vale lo que valga su palabra. La persona más humilde, si tiene palabra, es un verdadero señor (y viceversa, claro…). Hay gente que no entiende esto, pero es tan importante… Dan igual la educación, los apellidos o los ceros que haya en la cuenta corriente. Vales lo que vale tu palabra. Así, sin más.

Me explicó que hay que tratar a la gente por igual y siempre con respeto. A raíz de las llamadas que estoy recibiendo estos días, me doy cuenta de que le quería gente de todo tipo y condición. Que tenía amigos en cada rincón de España y amigos repartidos por todo el Mundo: franceses, belgas, italianos, alemanes, mexicanos…

Me educó en la cultura del esfuerzo. Y soy plenamente consciente de las ventajas que te aporta haberte criado con ese valor. Es el que me ha permitido poder ganarme la vida dignamente y sacar mi mejor versión día a día.

Me contó, junto con mi tío Rafa, que mi abuelo siempre decía “valiente es el que tiene miedo y se aguanta”. Me lo dijeron en Revilla, cuando yo tenía 12 ó 13 años, porque tenía miedo en una situación y gracias a esta frase le eché coraje y aprendí que es cómo hay que hacer las cosas en la vida. Con coraje.

Me inculcó el amor al campo y a la naturaleza. Por supuesto a la caza, que es en parte consecuencia de lo anterior. Siempre puso un empeño especial en cuidar el arbolado. Mi madre fue quien reforestó el llano del Clavín y los dos juntos siempre han hecho el mayor esfuerzo por preservar el campo, mejorarlo y cuidarlo.

Con Luis, a quien calificó como “un hijo”, bajo su alcornoque favorito al que sacaba varios quintales…

Supongo que hay aún más cosas que se habrán quedado en mí, fruto del ejemplo continuo de mi padre. No todas buenas, claro, que también me contagió su “pronto” y me caliento demasiado hablando de política… Pero él tenía cualidades en las que estoy a años luz de él y que le hacen irrepetible. Porque, aunque también me dijo que nunca hay que presumir, voy a hacer la excepción y presumir de haber tenido un padre único, ejemplar, auténtico y genuino.

Queridos amigos, espero no haber resultado demasiado pesada, pero me ha aliviado mucho compartir estos pensamientos con vosotros.

Y a ti, papá, mil gracias por todo. Tus ratitas y los lobitos cuidaremos de Revilla y del Clavín hasta que, poco a poco, nos vayamos reuniendo contigo en la Luz del Señor, donde estoy segura que ya estás con el resto de la familia y con todos los monteros que te estaban esperando.

 

Beatriz López de Ceballos.

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