Berrea 2024

Este año, y gracias a dos grandes personas y amigos, me surgió la oportunidad de poder intentar cazar un ciervo. Se acercaba la fecha del celo, la berrea, época donde los grandes machos dejan la seguridad de los densos bosques y, guiados por su instinto de reproducción, se dejan ver en busca de ciervas o para defender su territorio de posibles adversarios.

Aunque llevo muchos años cazando, me sobran dedos de una mano para contar los ciervos abatidos por mí, por lo que empecé a leer, ver videos e intentar aprender de aquellos que saben.

Una de las formas de atraer a los machos, es imitando sus sonidos, ya sea el de la hembra, para atraerlos si aún no tiene su harén de ciervas, o el de otro macho que está en su territorio y busca pelea. Encontré un video bastante ilustrativo, con distintas llamadas en función de las diversas situaciones que se pueden dar.

Después miré para poder fabricar un reclamo “artesanal”. Una de las maneras para evitar comprar uno, era una simple botella cortada en su parte inferior, puesto que la función es la de amplificar el sonido que hagamos y llegue más lejos. Me puse manos a la obra. Después de fabricarlo, lo mimeticé un poco y, a ratos, emitía los distintos tonos de llamada, supongo que los vecinos habrán alucinado estos últimos días, mi mujer y el niño ya no se sorpreden.

Acudí en dos ocasiones a la zona, aun sabiendo que no era el momento, pero la intención era buscar rastros y posibles apostaderos, para una vez llegado el celo, tener, aunque fuera una leve idea de sus movimientos y donde esperarlos, ya que el bosque es bastante denso y la posible oportunidad debería ser en los campos o márgenes cercanos.

Por tercera vez acudí, con idea incluso de hacer noche en la zona, y ya con cierta esperanza de poder, al menos escucharlos. Iba acompañado de un gran conocedor del terreno y de la caza, por lo que aumentaban las posibilidades de dar con algún ejemplar.

Echamos la mañana en una zona normalmente frecuentada por ellos, pero para nuestra sorpresa sólo observamos pisadas de una cierva y su cría, estaba claro que allí al menos no podríamos hacer ninguna espera por la tarde. Lo más preocupante fue que no escuchamos a ningún animal berrear, ni de lejos.

Después de comer algo y arreglar un poco dónde tenía planeado quedarme a dormir, a pesar de ser muy temprano, decidimos desplazarnos hasta otra zona en busca de rastros recientes y poder hacer una espera con posibilidades a la tarde.

En la nueva zona, no tardamos en dar con rastros de esa misma noche, entre ellos el de posiblemente dos machos distintos, que por las pisadas podían tener al menos un porte considerable, otra cosa sería la cornamenta. De regreso al coche, comenzó primero a caer una ligera lluvia, que no tardó en transformarse en una típica tormenta de esta época, teniendo que acabar refugiados en el coche.

Tras cesar la lluvia y comer algo, nos colocamos en el lugar elegido, un bancal donde no teníamos más cobertura que el permanecer inmóviles, pero era el único punto desde donde dominábamos más terreno.

Eran las cuatro y poco de la tarde, teníamos unas cuatro horas de espera por delante, pero entre estar en el coche y poder observar el campo, estaba clara la elección.

La tarde se quedó completamente despejada y hasta con cierto calor, porque no teníamos nada que nos tapara del sol, de todas maneras, me dejé la chaqueta, pensando que sería suficiente, ya que al caer la noche nos quitaríamos.

Al sentarnos, medí distancias a distintos puntos e intenté memorizarlas, por si se producía la tan esperada aparición, de un gran venado. Entre observar y el repertorio de chistes susurrados por mi compañero, fue pasando la tarde, apenas sin movimiento, sin escuchar nada.

Sobre las siete apareció una corza en frente nuestro, a 150 metros. Llegó incluso a mirar hacia donde estábamos, pero al no detectar movimiento, siguió comiendo sin importar aquellos dos bultos en el bancal.

Ya se acercaban las ocho y mi compañero me dijo: “hoy nos vamos sin cuernos”. Sin apenas darme cuenta, empecé a temblar, la temperatura había empezado a caer en picado, la chaqueta ya no era suficiente y comencé a echar de menos el jersey que había dejado en el coche.

Un posible lance me parecía ya altamente improbable, entre que me quedaba sin luz y el tembleque del frio, casi mejor, pensé. De repente y en la lejanía, llegó el sonido de un ciervo, ¡por fin!. Dada la luz que quedaba, le dije a mi amigo, que me la iba a jugar con mi particular reclamo. Así que emití, o eso intenté, tres veces el sonido de una hembra…

Pasó un rato y otro berrido en la lejanía… Parecía que no se había movido. Salieron tres corzos en el margen que teníamos más lejos, a 270 metros; no les hicimos ni caso. Otra llamada mía… otra contestación. Se había movido, pero la distancia aún parecía insalvable antes de que cayera la noche.

Mi compañero me apremió a probar con el sonido de otro macho. Textualmente: “toca, a ver si lo cabreas”. Así que cambié la llamada, un rato, y su respuesta: más cerca.

No me lo podía creer, estaba resultando. Otra llamada. Esta vez su respuesta fue casi simultánea y con un tono bastante más amenazador. Venía buscando pelea, ahora estaba bien claro que bajaba muy rápido.

Era el momento. De mi garganta intenté que saliera el sonido más parecido al último suyo, yo también quería pelear. Inmediatamente, y justo detrás de la loma que teníamos enfrente, contestó. Se me salía el corazón, ya no sabía si temblaba de frio o de la emoción de llegar a verlo. Le di a mi compañero el telémetro y le dije que, si salía, me cantara la distancia. La torreta del rifle la tenía puesta a 175 metros.

Dios, casi no se veía… —sal ya por favor— pensaba en mi cabeza. Ahí estaba, donde me lo había imaginado una y otra vez, durante la tarde.

A simple vista sólo era un bulto grande y negro, lo metí en el visor, pude verlo. Qué animal tan enorme, con una cuerna grande y gruesa.

Caminaba paralelo a nuestra posición, se paró, giró la cabeza y nos miró fijamente. ¿Eran aquellos bultos su enemigo?, supongo que se preguntaba.

Había localizado perfectamente nuestra ubicación por el sonido del reclamo. Pedí (o más bien rogué) la distancia. “Lo he perdido, no lo veo”, recibí por respuesta.

Yo no dejaba de tenerlo en la cruz. ”Lo tengo, 170 metros”.

No sé si llegué a escuchar la frase entera, el disparo me sorprendió por completo, rugió el eco por todo el valle… “Ha caído, ha caído”, pensaba mientras lo veía intentar incorporarse. No podía.

“Carga y repite” decía mi amigo. Yo seguía sin perderlo por el objetivo del visor, apunté a la base del cuello, permanecía inmóvil, pero no quería sorpresas, apreté de nuevo el gatillo. Creo que le dije: “lo tenemos” o algo así. Se quedó allí y fui a buscarlo.

Cuando llegué a él, ya estaba inmóvil. Qué animal tan precioso acababa de cazar. Me acordé de mucha gente que comparte conmigo mi locura, daba gracias porque todo hubiese salido bien y no daba crédito a lo que acababa de vivir. Un lance para recordar siempre.

Cuando llegó mi amigo y se bajó del coche, no paraba de decir “qué animal, qué animal”. Nos fundimos en un sincero y agradecido abrazo. Qué lance acabábamos de vivir los dos.

Luego vino la odisea de mover y sacar aquel coloso de allí, pero ya nada importaba, no se puede describir la alegría que me envolvía.

Gracias a los que me han dado la posibilidad de vivir esta extraordinaria aventura. Espero poder seguir viviendo durante mucho tiempo estas profundas y ancestrales sensaciones que me da la caza.

Ismael Aguilera Pizarro.