Acabo de volver de un viaje a Islandia para pescar truchas y salmones. Aunque era principio de temporada y el remonte de salmones aún es escaso, Islandia nunca defrauda y he disfrutado de una semana única. Pero no solo de pesca. Es sorprendente el número de aves, en buena medida acuáticas, que se reproducen en Islandia.
Aves que en cuanto llega el frío abandonan aquellas latitudes para pasar el invierno en tierras más acogedoras, como España, en muchos de los casos. Aves que prácticamente no temen al hombre, a pesar de que pocos meses después de esa estancia apacible se van a llevar algunos perdigonazos en el culo. Para un cazador naturalista, como es mi caso, ha sido un privilegio compartir la semana de pesca con muchas de ellas.
Las becacinas encuentran en Islandia el mejor lugar del planeta para reproducirse. Por doquier escuchas el sonido característico que producen con sus plumas rémiges al efectuar el vuelo nupcial. Una especie de «rrrrrr», mientras la becacina se descuelga inerte después de haber alcanzado altura. Las hay por todas partes y con muchísima frecuencia te arrancan de los pies.
En esas ocasiones he mirado a ver si tenían el nido y un par de veces he encontrado a otra becacina adulta posada a pocos centímetros de mis ojos, que no parecía en absoluto asustada. En otros viajes he visto pollos de becacina, pero en esta ocasión era demasiado temprano.
A la vez que becacinas hay todo tipo de limícolas: andarríos, correlimos, agujas, zarapitos, chorlitos… que crían en las propias orillas de los ríos que pescaba y que reclaman tu atención con frecuencia para despistar tu posible interés por su nido.
Pero los más atrevidos y agresivos son los charranes. El charrán ártico efectúa anualmente una migración entre el polo norte y el polo sur… y vuelta, con lo que con tanto trajín no deben estar de humor como para que los molestes mientras incuban sus huevos.
Crían en pedregales en el propio suelo, sin nido, y es fácil ver a los padres incubando. Pero no oses acercarte porque es más que probable que seas objeto de una seria agresión. Los charranes chillan llamando a sus congéneres, que rápidamente sobrevuelan al intruso, le cagan encima para empezar, y luego comienzan a efectuar picados sobre la cabeza que terminan en sonoros golpetazos sobre la misma. En esta ocasión me cubrí con mis manos pero una de las aves me picó haciéndome sangrar de un dedo. ¡Como para andarte con bromas!
En el aeropuerto local de Reikjavik temen a los charranes, kría en islandés, que atacan sin miramientos a los viajeros. También junto al aeropuerto y la estación de autobuses se ven bandos de gansos salvajes, prácticamente por las calles.
El césped de muchas de las avenidas está lleno de excrementos cilíndricos de ganso. Me sorprende su atrevimiento porque en Islandia se caza a los ánsares y yo mismo lo he hecho en varias ocasiones, la última este otoño.
Me desconcierta tirar a los gansos, en primer lugar por su tamaño, que me impide calcular la distancia a la que están y la velocidad a la que vienen. Además se hace con cartuchos muy fuertes de perdigones gruesos y siempre me da la sensación de que los tiro muy mal.
Los últimos dos salmones que saqué en el río Haukadalsá, estuve siendo observado atentamente por una perdiz nival, a menos de cinco metros de distancia. El pájaro estaba absolutamente relajado y curioseó durante media hora cómo se desenvolvía aquel tipo tan extraño que pescaba a mosca.
Las perdices nivales se cazan en Islandia, pero además de un modo intenso, que provocó que hace pocos años se temiese por el futuro de la población. Los islandeses la vedaron por completo durante dos años, y ahora se siguen cazando con prudencia y moderación.
La perdiz nival es un plato típico del día de Navidad en Islandia. Carne muy oscura y sangre abundante, parecida a una liebre. El sabor no tiene nada que ver con los que estamos acostumbrados con la nuestras.
Esta vez no visité los cortados donde viven los frailecillos, que cacé con una especie de cazamariposas gigante, y más pena que gloria, hace un cuarto de siglo. Publiqué un artículo en Trofeo al respecto que el maestro Luis de Diego se tomó con cierto cachondeo, y me contestó con otro artículo suyo titulado «Baudilio y los frailecillos».
Mi querido amigo Luis de Diego vivía en Navacerrada, en el mismo lugar que otro querido amigo: Pablo Capote, nuevo director de Trofeo. Mucho ánimo e ilusión Pablo, lo harás mejor que nadie.
Juan Delibes