Ya saben: «cada uno es de su madre y su padre», «para gustos están los colores», «la variedad es la sal de la vida», «el libro de los gustos está en blanco» y podría seguir con otros muchos aforismos que nos vienen a enseñar que somos diferentes, que no solo no pasa nada malo, sino que es bueno que sea así.
Pero también les podría decir que, con todos los planetas que hay en el universo, es una verdadera lástima, un fastidio y una pérdida de tiempo, precioso y siempre escaso, que todos los tontos se hayan venido a este.
«En la variedad está el gusto», imaginen que aburridísimo sería si pensásemos todos igual, si no hubiese diferentes puntos de vista, opiniones distintas, formas de ver, entender y vivir la vida que en nada se parecen unas a otras… ¡claro que sí! Pero, junto a este axioma, en los humanos coexisten cualidades que nos regalan la posibilidad de escuchar, pensar y deducir, para así poder comprender al otro, rectificar, si el caso fuese, aprender y mejorar: progreso, se llama, e inteligencia lo que nos habilita para todo ello. Pero ¡ay!, de esta última –la inteligencia–, aunque, se supone, va «cosida» al código genético que nos hace humanos, las excepciones a su buen y común uso son tantas que, en lugar de confirmar la regla, se han convertido –las excepciones– en la propia regla, porque hay más tontos que pueblos, lo que hace que la estupidez humana sea absolutamente ilimitada.
Si no lo eres, estúpido, en algún momento escucharás y responderás, es decir, dialogarás con alguien que no piense como tú, para que oiga lo que le quieres decir y aprender de lo que te diga. Tendrás razón algunas veces y otras la tendrá tu interlocutor. Nadie nace sabiendo, pero si mueres sin haber aprendido, tú, estúpido indomable, serás el único responsable del desastre.
Para que haya un intercambio inteligente de ideas, conceptos u opiniones, son necesarias, al menos, tres condiciones: saber escuchar, estar dispuesto a rectificar y querer aprender; si falta alguna, el resultado no podrá ser provechoso, y el diálogo, en lugar de productivo y beneficioso, se convertirá en otra pérdida, imperdonable, de tiempo. Así que, como ven, nada podemos esperar de quien no cumple, ni siquiera, con alguna de estas tres imprescindibles premisas.
¿Qué a quién me refiero?, ¡ah!, pero… ¿me lo preguntan? Pues me refiero a los urbanitas pretenciosos que se hacen llamar «ecologistas», me refiero a los catetos, que se dicen «rurales», que se etiquetan como «animalistas», me refiero a esa «tribu», fanática y excluyente, que pretende apropiarse de lo que ni le pertenece en exclusiva ni comprende ni por lo que nunca ha mirado. No, no es posible.
Alberto Núñez de Seoane.