Mi abuela tenía un hurón…

Que de pronto acabo de revivir. Hasta lo huelo; que, por cierto, olía digamos que más bien mal. Vivía arriba, en una jaula larga, hecha por el mismo que las hacía en Murcia y que conocí más tarde, las cárceles góticas de las perdices que, por cierto, se han convertido hoy en objeto de culto para la decoración, porque, como bien sabe, es el que mejor pinta las perdices del mundo; nada hay más bellamente natural que una pared blanca, de la cal que azulea, del sur, o de Grecia, Mikonos, etc…, y, colgadas como al azar, una serie de jaulas de aquellas de antes, de alambre y palo verde, que te llenaban la vida y hoy la memoria.

Era un hurón con una rara belleza, feroz belleza, porque la piel era digna de ser como la del visón. Un día vi una dama dentro de una capa de lince y sentí un escalofrío, las cosas como son; como aquel otro día que cené con un torero importante en su finca cerca de Madrid, oigan, con una pared llena de trofeos de avutardas, y miren que me la juego escribiendo esto en estas páginas, y en una revista que se llama como se llama… Pero soy persona de fiar, y encima, o además, resulta que tengo el premio Jaime de Foxá, que me galvaniza, que me defiende de cualquier mirada de soslayo o pensamiento de sangre, que en lo nuestro vaya si los hay.

Continúo. El hurón no era cariñoso con nadie, la verdad sea dicha, y vivía, insisto, preso arriba de la casa de mi abuela, en la cámara de los cereales, donde estaba lo que la temporada daba de trigo, de cebada –creo que había algo de avena–; y en las altas galerías, de bajos techos de madera, el hurón era el rey. Era mi abuela Concha importantísimo personaje en mi vida, y murió a los casi cien; siempre de negro de los pies a la cabeza «porque siempre hay que llevar luto por alguien en este mundo que vivimos», y además se limpiaba los ojos con el delantal de rayas verdes y negras «pero no por culpa del llanto, porque había llorado mucho, tanto, tantísimo, por toda la familia entera».

Mi abuela Concha Hita, extraordinario personaje, insisto, en mi vida, que a los niños nos hablaba, los que éramos del pueblo y nos juntábamos para jugar en la plaza donde estaba la fuente aquella siempre seca, la que un día llevé yo porque se lo pedí a un ministro de Franco que tenía cara de chino, que a ver si era posible el que de una vez hiciéramos que el agua corriente llegara a los grifos de mi pueblo, Piñar, pequeño pueblo de los montes orientales de Granada, etc., etc….

Bueno, pues era mi abuela Concha la que le llevaba siempre, todos los días a la misma hora, creo que al alborear, la comida al hurón, que la esperaba inquieto, moviendo su largo esqueleto y abriendo sus pequeñísimos ojos de punta de alfiler negro, a la llegada de doña Concha, que en paz descansa la pobre. Aprovecho para contar lo que me decía, nos decía:

–Niños míos, cuando vayáis hasta lo alto, hasta casi Bogarre, a la falda del castillo donde están nuestras cabras, ya sabéis que si veis un sitio que de pronto tiene amapolas, en un secano, no paséis por encima, que hay ahí seguro muertos en su interior; las flores crecen más que en ningún sitio sobre los minerales de los muertos, y hemos tenido muchos…

Y se limpiaba con el delantal. El huron la veía llegar con una cacerola en la que temblaba todavía la carne de algún conejo recién troceado del que comíamos luego los demás. Frito o al ajillo que, por cierto, es una delicatessesn de mi pueblo, sobre todo en una venta del camino que se llama de Los Peregiles…

Y a lo que voy. El hurón chillaba y se hacía con la presa rápidamente. A veces pertenecía al conejo que habíamos cazado el día anterior en la madrugada; bueno, que habíamos cazado era un decir, porque yo acompañaba en calidad de observador. Venía de la ciudad, aunque había nacido en el pueblo, a pasar el verano, a «veranear», que así se llamaba aquello. Y siempre tenía una enorme admiración por mi primo Miguelín, que era el capitán de aquella escuadra de niños silenciosos que lo acompañaban a la cacería.

Era muy fácil. «A ver si os calláis de una vez, cabrones», nos decía –que debía decir, ajustándonos al diccionario, «cabritos», dada nuestra escasa edad y desconocimiento–, pero él iba delante con su cayado de palo, un garrote poderoso que habría descabezado a un elefante que se le hubiera cruzado en el camino, y sé bien lo que me digo porque en la famosísima Cueva del Agua de mi pueblo se han encontrado huesos de ¡mamut¡; sí, señores lectores y lectoras, que en su tiempo fue aquella cueva guarida de animales cuando el Plioceno era el Plioceno y los dinosaurios vagaban por los montes, hoy de olivos, de mi entrañable –cada día más– geografía –el periódico catalán La Vanguardia ha titulado una entrevista mantenida ‘con la nostalgia’ diciendo que «soy un campesino ilustrado».

Mi primo Miguelín, del que creo he hablado ya alguna vez en los cuarenta años que llevo escribiendo en esta casa –gracias a Dios que recuerdo muy bien a mi jefe y compañero del ABC antiguo, José Medina…–, llevaba el hurón en una especie de jaula de cuerda colgátil –con acento en la a– y caminaba delante silbando «para despistar mejor –decía–, que los conejos y las liebres son muy listos». Recuerdo aquel día en que de pronto, de entre la fila silenciosa –muchos con albarcas de goma–, servidor gritó con voz admirada:
–¡Un conejo, primo!
Miguelín volvió la cabeza y me riñó. Arriba aún brillaban las estrellas.
–Escolástico, a ver si te callas que ya lo he visto, hay que disimular y como si nada…

Se sentó en una piedra y abrió el brazo de soga que detenía al hurón. Luego lo dejó ir despacio. Comprobé que, antes de colarse en el agujero ajeno, el hurón levantó la cabeza y miró a un lado y a otro; luego introdujo rápido la flecha implacable de su cráneo, su bigote a lo Dalí, sus ojillos de chinche, y se ¡coló entero arrastrando el rabo poderoso!

¡Qué momento, Dios mío, para mi alma, como demostré más tarde de cronista de guerra! ¡Qué gran momento! Y sin nada para apuntar a mano, que ya saben ustedes que las mejores crónicas de guerra, y lo digo después de haber vuelto de los últimos días de Irak, ahora de tan triste y desgraciada actualidad, se han escrito en los cafés de las ciudades en paz…

Total, que salió el conejo escapando de aquel misil de piel que le llegaba de pronto, y ahí, con solemnidad no exenta de una cierta piedad al mismo tiempo, mi primo le arreó un golpe con el bastón inmenso, y el pobre, sí, el pobre trofeo a poco se parte en dos de resultas del impacto. Aún palpitando el corazón del animal, se desprendió con fuerza al hurón, que volvió a su cárcel de campo, y todos volvimos a la calle del Moro, hoy de Tico Medina, donde vivía, en la plaza, mi abuela doña Concha. Aquel día comimos conejo; la piel se colgó de dos pinzas, en el corral, sobre un paisaje de gallos y gallinas, junto al pajar donde a veces triscábamos los muchachos entre los que me encontraba.

El hurón volvía a su sitio habitual, a veces se echaba al coleto alguna rata que pasara cerca, aunque eran a veces más grandes que él mismo; hasta que un día, todo hay que contarlo, el hurón apareció totalmente muerto, aplastado por una piedra del río del tamaño de una calabaza.

Nadie supo quién había sido el criminal, porque era un criminal, sin duda. Hoy vuelvo a recordar al bello y bravo animal, porque lo acabo de ver como compañero inseparable del niño lobo de la película de Gerardo Olivares –preciosa, Sierra Morena a tope–, que me ha hecho regresar de nuevo a mis raíces, a mi pasado; que mucho antes de conocer la guía Michelin había tenido el gusto de vivir la Guía Miguelín en mis propias carnes. Y además, a la larga y a la corta, un periodista es más o menos eso, un hurón que busca en el agujero profundo del alma de las personas.

He dicho.

Tico Medina

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