La siesta era necesaria, pues el oficio de panadero era lo que tenía. Yo con apenas 6-7 años lo entendía perfectamente y dejaba que el abuelo Pedro reposara su cabeza sobre aquel sillón orejero verde que le permitía descansar un par de horas tras una dura mañana. El sonido de la cucharilla golpeando la taza y el olor a café de puchero recién hecho me hacían saltar de la silla, no por la llamada de la cafeína, sino porque ese regalo de la abuela Adela iba a hacer despertar al que sería mi héroe aquella tarde.
— ¿Nos vamos ya abuelo?
— Si hijo, espera que me lave la cara y coja las cosas.
Toda la semana aguardando ese momento, ese instante de sábado en el que mi abuelo cogía del cajón de su despacho una talega azul de cuadros que la abuela le había hecho y donde guardaba el gran tesoro que algún día tuve la suerte de heredar: la red y el pito.
“Nos vamos abuela”… “Vale hijo, pero no vengáis muy tarde, eh”… “No te preocupes”. Siempre las mismas palabras de cariño y aquella mirada cómplice, pues ella sabía que nos íbamos a hacer lo que más nos gustaba a los dos: cazar.
Ya en aquella furgoneta Renault 4, repleta del aroma del pan de tahona recién hecho, le preguntaba:
— ¿Dónde vamos hoy, abuelo?
— Pues hoy vamos a ir al Cortijo de Morante, porque me ha dicho tu tío que la siembra viene muy bonita y se escuchan muchas codornices. Dejaremos el coche en el cortijo e iremos paseando hasta la charca; seguro que cuando lleguemos ya tendremos varias en la talega.
— ¿La charca del lobo?
— ¡Cuéntame otra vez la historia esa del lobo, abuelo!
— Pues estando a las perdices, decidimos dar una mano alrededor de la charca, para ver si había algún bando próximo al agua. Al acercarme vi salir rápidamente un bulto grisáceo que tras subir al muro se me quedó mirando. Era un enorme lobo que desapareció tras el monte.
Cuántas veces soñé yo con esa charca, ese muro y ese lobo que vi a través de los ojos de mi abuelo y al que le hice contarme mil veces la historia.
Ya puestos en faena, comenzamos a caminar por una vereda que partía la siembra a la mitad y apenas a unos metros del cortijo grande de Morante empezamos a escuchar las primeras codornices. No tardó mi abuelo en sacar el reclamo de la talega y con un toque maestro comenzar a provocar a las excitadas avecillas.
— ¿Por qué paras abuelo?, le dije en voz baja.
— Porque están muy buenas y van a empezar a venir. Aquí la siembra está muy clara y no podemos tender la red. Vamos un poquito más adelante.
Anduvimos unos metros más y comenzó a reclamar otra vez. En pocos segundos vimos volar la primera, que llegó a unos 15-20 metros de nosotros. Rápidamente abrió la talega y sacó la red, me dio un extremo y él fue desenrollando el otro hasta extenderla completamente. Una vez tendida sobre aquel mar verde de trigo que apenas tenía dos cuartas de altura, nos sentamos en el suelo. Al galán ya le había dado tiempo a cantar 3-4 veces más mientras preparábamos su trampa. Entonces, mi abuelo, empezaba a tocar aquel reclamo recibiendo, de una manera que jamás conseguí imitar. Qué les diría a aquellos galanes que venían serpenteando por la siembra hasta meterse bajo la red. Le gustaba dejarlos cumplir, y no los levantaba hasta que ellos mismos nos veían o hasta que estaban a apenas un metro de nosotros. Cuántas veces llegaron a entrar de dos en dos o de tres en tres. Los desenredaba suavemente y sin hacer ruido, pues como él bien decía, seguro que hay otra cerca. Me daba la codorniz y yo las iba introduciendo en la talega, por un momento me convertía en el guardián de aquel precioso tesoro.
Eran tiempos en los que atrapar 10-12 codornices era fácil si te dabas buena maña con el reclamo, y en eso, mi abuelo era el mejor. Tenía fama en la comarca e incluso hubo gente que vino a retarlo, pero era invencible.
Luego venía el ritual del sacrificio, les quitaba una pluma remera, de la punta del ala, y de un toque certero sobre la cabeza, morían sin ningún sufrimiento.
Fueron muchísimas tardes de campo con él, pero me saben a poco. Las recuerdo con cariño y, pese a ser un arte prohibida por la actual ley de caza, no puedo negar que algunas veces he puesto la red y tras desenredar cuidadosamente el pajarillo lo he lanzado al cielo y he sentido la mirada cómplice del abuelo Pedro.
Raúl Rodríguez García
(Vídeo: Atrayendo a un macho en celo)