Esto, unido a que la población rural viene mostrándose cada vez más marchita, y a que nosotros, “los urbanitas”, cada vez nos revelamos más alejados de esos nuestros origines rurales, ha supuesto que la edad media de cazadores y cazadoras se haya incrementado exponencialmente en la última década.
Esto hace que el desconocimiento se convierta en algo constante, suponiendo un claro agravante que un progenitor o progenitores lo tengan mal visto, haciendo casi imposible la primera e imperiosa toma de contacto con la actividad.
Si bien, debemos mantener la calma, no está todo perdido: existen brotes verdes. La maldita pandemia y su necesario confinamiento nos dio un golpe de realidad: aquellos que jamás vivirían en el campo pasaron a envidiar a los que, por una u otra razón, lo hacían. También a aquellos que contaban con un pequeño patio, jardín o huerto en el que hacer menos claustrofóbico el tiempo, recluidos. Las casas de pueblo se vuelven codiciadas por miedo a una situación parecida y, además, el teletrabajo y la falta de empleo hacen que muchos busquen un lugar más cómodo y barato para hacer su vida y volver a conectar de lleno con la naturaleza en cualquiera de sus vertientes.
Chute este de energía y sangre nueva para aquellas zonas con más déficit poblacional, que esperemos que también llegue a la caza, con adultos desconocedores y, sobre todo, con barbilampiños niños en edad de aprender, ya que, como la mayoría de los aficionados reconocen, esta actividad te engancha solo con darle una pequeña calada.
Para comenzar, haremos referencia al artículo 2 de nuestra Ley 1/1970, de 4 de abril, el cual define a la caza como «aquella acción ejercida por el hombre mediante el uso de artes, armas o medios apropiados para buscar, atraer, perseguir o acosar a los animales definidos en esta ley como piezas de caza, con el fin de darles muerte, apropiarse de ellos o de facilitar su captura por tercero».
Podemos extraer de esta definición la conclusión de que la caza la practica tanto el que dispara, como el que la levanta o atrapa con perros o aves de presa, diferenciando, entonces, dos grandes grupos de modalidades en función del empleo o no de armas de fuego, los cuales nos permitirán responder de mejor manera a aquellas cuestiones que se nos puedan plantear.
A) En cuanto a las modalidades que para su correcto desarrollo no requieran de un arma de fuego, decir que nuestra Ley de Caza en su artículo tercero recoge el derecho a practicar la caza, otorgando el beneficio a disfrutar del mismo a todas aquellas personas mayores de 14 años que posean la preceptiva licencia y reúnan el resto de requisitos establecidos en esta Ley.
Siendo este contenido general lo plasmado en la mayoría de nuestras leyes autonómicas en la materia, con las excepciones de lo estipulado en la Ley 13/2013, de 23 de diciembre, de Caza de Galicia, la cual, en su artículo 59, fija la edad de 16 años como la mínima para ejercer esta actividad en la comunidad gallega; y lo regulado en la Ley 7/1998, de 6 de julio, de Caza de Canarias, que limita la caza con armas a los mayores de 16, pero que permite la caza sin ellas a los menores de más de 14 años. Esto supone que los menores de 14 años podrán ejercer la caza sin armas (con galgos, practicar la cetrería, cazar con arco o batir las manchas) siempre que cuenten con la preceptiva licencia autonómica.
B) En lo relativo a las modalidades que requieren para su práctica el empleo de un arma de fuego, es necesario, además de tener la licencia de caza descrita en el anterior punto, contar con permiso de armas, regulado en el Real Decreto 137/1993, de 29 de enero, por el que se aprueba el Reglamento de Armas, estipulando su artículo 109 las edades en las que se puede acceder a las autorizaciones especiales de uso de armas para menores.
De la redacción estatal, tomada como modelo por el resto de autonomías, podemos diferenciar tres grandes grupos en función de la edad:
Centrándonos en este artículo en el grupo con el que existe más incertidumbre y desconocimiento y que, a diferencia de los otros dos, genera opiniones encontradas, puesto que aquellos que luchan contra su ejercicio pretenden prohibir o al menos retrasar la práctica de los menores, buscando con ello nada más y nada menos que una reducción de efectivos que, con el paso de los años y el aumento de la edad, jamás se aficionarían.
Para obtener la autorización especial requerida es necesario superar, al igual que en caso de un adulto mayor de 18 años, dos pruebas: una de carácter teórico y otra práctica, escrutinios estos que, unidos a necesario informe de aptitudes psicofísicas, diferenciarán a aquellos aptos de los que, por una u otra razón, no lo son.
Para presentarse a estas pruebas será necesaria una autorización de quien ejerza la patria potestad o tutela (salvo para los menores emancipados) y, una vez superadas, facultarán a los menores a usar un arma bajo el cuidado y vigilancia de un tercero, en lugares habilitados para ello y nunca dentro de un núcleo urbano. En ningún caso se les permitiría la posesión de dichos instrumentos.
Las armas que pueden portar están definidas y dependen de la edad del titular de la autorización especial:
Como es lógico, y por motivos de seguridad, estos seres aun sin plena capacidad de obrar, se han de hacer acompañar por un responsable que, además del requisito de la mayoría de edad, ha de ser poseedor de una licencia de armas en vigor (D, E o F). Encontrándose entre sus principales funciones velar por el cumplimiento de las más básicas premisas de la seguridad y debiendo portar un documento escrito por el que se compromete a vigilarlo durante la cacería.
Otra cuestión que nos encontramos habitualmente es qué ocurre si uno de los progenitores se niega a que el menor asista a este tipo de actividades, aconsejando siempre, en primer lugar, que lo ideal es parlamentar con la otra parte para llegar a un acuerdo que satisfaga a todos al menos en parte.
Si bien en ciertas ocasiones y por los motivos que sean (separación, divorcio, relación inexistente, etc.), esto no es posible, pudiendo emplearse, entonces, a los abogados de la, en otro tiempo, pareja o a un tercero como mediadores.
De todas formas y siempre con la buena fe por delante, en este tipo de conflictos es necesario hacer una diferenciación entre acciones que requieren del consentimiento del otro progenitor, de aquellas que no lo necesitan.
En cuanto a la caza, decir que se trata de una actividad que forma parte del día a día del menor, englobándose dentro de su tiempo de ocio y nunca calificada como peligrosa, dado el reducido número de siniestros en relación al número de practicantes y al de jornadas de caza efectiva; lo que supone que, a priori, no sea necesario el consentimiento expreso del otro progenitor para llevar a un menor de caza.
A diferencia de lo desarrollado en el apartado anterior, en este punto el desconocimiento por el común de los mortales es cuasi total. Mientras que unos se posicionan de un lado, otros, en cambio, lo hacen del otro, siendo lo verdaderamente cierto que no existe una regulación normativa específica al efecto.
Ninguna de las normas que guían nuestra actividad cinegética, bien sean estatales o autonómicas, estipulan la edad mínima con la que un menor de edad puede asistir a este tipo de eventos y, puesto que en Derecho se parte de la premisa de que “lo no prohibido está permitido”, al no estipularse una edad mínima es totalmente plausible que cualquier menor, tenga la edad que tenga, pueda asistir a una cacería de cualquier modalidad, siempre y cuando lo haga acompañando de un mayor de edad.
Siendo, aun así, recomendable que, en el caso de que los menores escolten a persona distinta a quien ostenta su patria potestad o tutela, lo hagan de la mano de una autorización escrita con la firma de, al menos, uno de estos, en pro de evitar hipotéticas complicaciones.
Ángel José Fernández León | Abogado