Antaño, cuando ni siquiera se había legislado sobre su práctica, las primeras lluvias del otoño marcaban el inicio de la cuelga. Los cuquilleros, que días antes se habían esmerado en preparar concienzudamente los puestos, aprovechaban el prematuro celo de la campera para lograr abultadas perchas.
Pero ahora todo eso ha cambiado. Los puestos artificiales “de quita y pon” se utilizan cada vez más en una modalidad estrictamente regulada. El autor de este artículo, reclamista empedernido, repasa en estas notas cómo ha cambiado esta tradicional caza a lo largo del tiempo.
La suave lluvia caída durante la noche cesó con las primeras luces del alba. El canto de los gallos en las lejanas casas daba la bienvenida al nuevo día cuando Luis abrió el postigo de su vivienda, carraspeó insistentemente y, tras comprobar el aspecto de la atmósfera, desapareció de nuevo dentro de su morada para surgir al poco rato ataviado con los pertrechos necesarios para comenzar una supuesta caminata.
Abrigado con un gruesa pelliza en cuya espalda destacaba un pronunciado bulto y portando en su mano derecha un grueso saco doblado, dirigió sus pasos hacia el final de la calle, donde se insinuaba un frondoso olivar de cuyas hojas goteaban pequeñas perlas sobre pardos y alineados surcos.
EL OTOÑO MARCABA EL INICIO DE LA CUELGA
Para los vecinos de Luis era bien sabido que con las tempranas lluvias otoñales, cuando el campo empezaba a lucir las primeras alfombras verdes, iniciaría la cuelga en el cercano Gibarrayo, aprovechando el celo del rabanillo y a sabiendas de la buena disposición de las camperas para acudir a las continuas provocaciones del intruso usurpador de su territorio.
La escena descrita y otras similares eran muy frecuentes hace algunas décadas, cuando todavía no estaba legalizada la caza de la perdiz con reclamo y los amantes del “cuco” colgaban desde que se otoñaba el campo hasta que las nuevas calores hacían acto de presencia en su entorno.
Y es que, a últimos de octubre y durante todo el mes de noviembre, las perdices del campo son presa de un prematuro celo que facilita que se corran con asiduidad a la jaula ayudando al aficionado a lograr frecuentes y abundantes perchas.
Cuando en aquellas fechas se colgaba, solía entrar a la pelea “el pájaro banda”, y una vez abatido éste, era frecuente que desfilara por la plaza toda su prole, con lo que en la mayoría de ocasiones se causaba una tremenda escabechina.
Los tiempos han cambiado enormemente en todos los órdenes de la vida, y en la caza de la perdiz con reclamo ciertamente se han notado estos cambios de manera rotunda y palpable.
Existía en aquella época una abundante población rural que pasaba parte de su vida en el campo, del que sacaba todo el provecho que sus posibilidades le permitían.
Por aquellos entonces era muy frecuente el puesto de alba, en el que se buscaban las dormidas de la perdices para sorprenderlas al venir el día con el cantar de un cercano intruso que provocaba que acudiesen prestas a la pelea.
Este puesto, que era de corta duración, hoy está casi desestimado, posiblemente porque quien se desplaza al campo tendría que salir de madrugada para este menester y también porque al usar el portátil casi no atinaría a situarlo en el terreno con tan poquísima visibilidad.
Antaño los aguardos ya estaban hechos y no había más que llegar al sitio elegido para introducirse en ellos.
EL RITUAL DE PREPARAR EL PUESTO
Y hablando de aguardos, diremos que casi ya no existen los de monte o piedra. Los motivos son varios a nuestro entender:
Debido a ello, casi todos llevamos el de camuflaje, del cual existen en el mercado una amplia gama de modelos, y últimamente se ha impuesto también el pulpitillo artificial, que permite en escasos minutos preparar todo el artilugio para la cuelga, en el lugar y momento que cada aficionado lo vea más factible.
Algo así ocurría con los puestos de monte, que se hacían temporada tras temporada, donde el campo tenía sus querencias, ya que el vivir continuamente en él facilitaba conocer perfectamente los hábitos de las camperas, por lo que era fácil comerlas el terreno para favorecer el trabajo de la jaula.
Solían ampararse estos puestos junto al tupido monte o a una gran mata. Si el matorral lo permitía, era preferible “confeccionarlos” con jara, pues este arbusto tiene más cuerpo que las retamas o los jaguarzos.
La tronera era de forma triangular, cruzando en la base de ella unas jaras amarradas con cortezas de torvisco al objeto de sostener mejor el peso de la escopeta.
Para sentarse dentro de dichos puestos se introducía una gruesa piedra que estuviese lo más plana posible y en la que en el momento de colgar se solía poner sobre ella la mantilla con la que se tapaba la jaula en el desplazamiento, que siempre era a pie, o una almohadilla rellena, como las nuestras, de crines de caballo y forradas con piel de cabra o ternera.
EN BUSCA DE LUGARES ESTRATÉGICOS
Los puestos que se preparaban para el alba, mañana o tarde se situaban en los lugares estratégicos, y por ejemplo el de tarde siempre se establecía en un alto del terreno, toda vez que la perdices ascienden a esas horas a los lugares elevados y, una vez allí, no suelen desplazarse hacia abajo.
Un puesto de monte bien elaborado tardaba más de una hora en hacerse si se pretendía que durase toda la temporada y no hubiera que retocarlo durante el celo.
Mi abuelo y mi padre, grandes expertos en este menester, solían “confeccionar” hasta una puerta por atrás para facilitar el acceder a ellos.
Pienso, no sin cierta sorna, que si se tuvieran que seguir haciendo este tipo de aguardos no existirían ni la mitad de aficionados que hoy practican esta modalidad, ya que tristemente no suele ser la pericia compañera inseparable de algunos que presumen de ser expertos cuquilleros.
Jerónimo Lluch Lluch