SIEMPRE SE CAZÓ Y NUNCA SE EXTERMINÓ
Antes de que existieran las armas de fuego, se construían las loberas para proceder en consecuencia y espantarlos del lugar cuando atacaban al ganado doméstico, pues con uno que se capturara, ya se enteraba el resto de que “pintaban bastos”, yéndose “con la música a otra parte”.
Y cuando se trataba de un lobo solitario o tullido que atacaba al ganado doméstico… muerto el lobo, se terminó el problema.
Luego, cuando aparecieron las armas de fuego, el tema se sofisticó con batidas, pero sin descartar las loberas, por ser más efectivas y tradicionales. El declive de las loberas llegó con el desmantelamiento del mundo rural a través de los diferentes gobiernos.
El cazador de a pie no da un duro por abatir un lobo o un zorro. Lo hace como un deber y no por diversión. Por eso me río cuando la Administración manda abatir lobos a celadores y a otros cuidadores.
Decir también, cómo no, que otras veces lloro… como cuando en Álava tuvieron un accidente casi mortal por no ser aquello lo de ellos. Y eso de permitir abatir lobos en las batidas o en las esperas nocturnas gusta a pocos, pues a nadie nos hace gracia abatir un lobo y tener a los “ecolojetas” en manada llenando su vacío existencial a costa ajena, como hacen con la caza del zorro en Galicia.
Antes, cuando se producía un ataque, se tocaba a arrebato y, como si de una huebra se tratara, cada uno sabía lo que tenía que hacer y dónde colocarse en esas loberas que se está comiendo el monte o se están recuperando, en parte, de cara al turismo de baratillo.
Sepan que el lobo también vivía, y no mal, en Tierra de Campos. Y aun cuando no había loberas, sí que había linderas, arroyos y cañadas que hacían sus funciones. Todavía vivirán meriteros que hablarían mejor que yo de esto.
Una de las loberas que aún pueden encontrarse derruidas en el norte peninsular.
Para compensar al pastor y a los damnificados, en cada Ayuntamiento se instauraba la Casa de Pósitos, procediéndose a la valoración de inmediato para reponer las reses y la cantidad resultante de peritar daños intangibles como, por ejemplo, los inherentes a la paridera, al gasto veterinario de los animales lesionados en su loco huir y hasta el estipendio que cobraba el sanador para quitar el estrés a los rebaños.
No se sonrían, no. Que los atrasados son ustedes, pues un servidor ha observado cómo el sanador o visitador echaba el ojo al ganado y, casi de inmediato, cambiaba el rebaño. Sepan que nadie se quejó jamás de esas personas normales que los veterinarios respetaban tanto como todos nosotros.
Ahora, cuando el lobo se ceba con las cabañas extensivas, cuyos animales siempre estuvieron sueltos en sus prados y pastizales, la Administración trata al pastor como un defraudador en potencia y, después de hacerle rellenar mil papeles, tarda en pagarle años. Sí, he escrito “años”.
Pero es que, además, la Administración paga unos precios irrisorios que no tienen en cuenta lo que teníamos antaño en lo que se refiere a daños no visibles en el rebaño. Miren ustedes, por lo general, cuesta más la peritación de los funcionarios que los daños a pagar, con la diferencia de que los funcionarios cobran puntualmente todos los meses y el ganadero no.
Sí, ya sé que la Administración está en crisis como todo lo demás. Pero el pastor no es un tercero al que se le pueda hacer pasar por todas las fases del ADOP con la disculpa de que el epígrafe presupuestario, que se dotó muy por debajo de lo previsto, está saldado y hay que esperar a hacer una transferencia presupuestaria. Los pastores oyen una jerga así y muchos de ellos sufren el daño de los lobos en silencio por no escuchar a semejante caterva.