Corzos esteparios Una cacería distinta en un inusitado escenario

El autor aborda en este artículo el rececho del corzo de llanura, un tipo de caza novedoso en nuestro país que se ha comenzado a practicar hace relativamente poco tiempo, cuando el auge poblacional de la especie le ha llevado a colonizar terrenos donde antes era impensable localizarla: la estepa.

He de confesar que ya se me hace cuesta arriba escribir de corzos. Si hace una década aún no existía en España casi literatura sobre la especie, hoy la oferta editorial que tiene al corzo como objeto es francamente abundante.

Y si es así (que lo es) en lo que a libros se refiere, ¿qué decir cuando de artículos se trata? Llegado abril, todas las revistas de caza, sin excepción, florecen en llamativa profusión de escritos con el Capreolus como protagonista.

Y a partir de esas fechas, roto ya el fuego corcero, los números de los meses siguientes de cualquier publicación cinegética tratarán el tema con una insistencia que, aunque bienintencionada y totalmente comprensible desde un punto de vista de oportunidad comercial, puede llegar a resultar abrumadora.

Vamos, que probablemente a estas alturas del año muchos de ustedes (como yo) manifiesten ciertos síntomas de hartazgo sobre el tema.

La cosa, además, va más allá de la mera saturación causada por el significativo número de trabajos, de mayor o menor entidad, que se nos ponen delante. Lo que quizá mayor hastío produzca es la sensación, que seguramente compartimos muchos, de que a estas alturas está ya casi todo dicho, al menos en lo que a temas de interés general se refiere, y que poco de original o novedoso puede hoy aportarse a lo ya publicado sobre la especie.

A la hora de escribir de corzos, cada nuevo artículo acaba probablemente siendo reiteración de otro anterior. Incluso en las expresiones literarias y las figuras estilísticas parece que uno hubiera de pisar sendas trilladas.

Con los escritos sobre el corzo ya ocurre lo que con las crónicas de monterías, donde es difícil que al autor no se le escape una mención a las “clásicas migas monteras”, o con las narraciones sobre aguardos cochineros, trance en el que resultará excepcional que el plumífero de turno no caiga en el lugar común del “coro de los grillos que cantan a la luna”.

Por este motivo, además de por una constitucional aversión mía a los tópicos, me permitirán ustedes que en este artículo me proponga evitar referirme al corzo como “el duende del bosque”. Y no sólo por tratarse de una expresión desde mi punto de vista excesivamente manida, sino también porque a los corzos de los que hoy querría hablarles (los que habitan nuestras dilatadas llanuras y desabrigadas parameras) no les cuadraría en absoluto.

EL NOVEDOSO CORZO DE LLANURA.

Hace ya bastantes años que, cazando en mano faisanes y liebrotas, grandes como perros, por los feraces campos de cultivo húngaros, en la vega del Danubio, vi con mis propios ojos grupos de corzos que, sin duda, pertenecían a aquel interesante “ecotipo” del que yo había tenido conocimiento previamente por la literatura especializada, pero que nunca antes había observado en nuestro propio suelo: el “corzo de llanura”.

Lo que a un cazador como yo, ya entonces suficientemente familiarizado con la especie, llamó en aquella ocasión la atención fue sobre todo el comportamiento de los animales que (ante el avance de la línea de cazadores y movedizos viszlas, que como trazos de fuego, surcaban de un lado a otro los rastrojos de girasol y los campos de remolacha), aún pudiendo buscar refugio en los islotes de bosque que salpicaban la llanura, evitaban estos y, por el contrario, preferían permanecer en terreno despejado para mantenernos a la vista y dominarnos, lo que demostraba que confiaban su seguridad en la distancia.

Se comportaban, para entendernos, del mismo modo como podría hacerlo un bando de avutardas en cualquier remoto paraje de una estepa española.

Han hecho falta pocos lustros para que lo que yo vi entonces en Centroeuropa se haya convertido también en una realidad en nuestro suelo.

Cazar en estas dilatadas llanuras requiere vista y paciencia para escudriñar a fondo el entorno.

Los corzos, que en los años 70 y 80 del pasado siglo, a partir de los reductos poblacionales que habían quedado en las grandes sierras, colonizaron todas las zonas de media montaña adecuadas para ellos, pronto empezaron e extenderse, apoyándose habitualmente en corredores fluviales, hasta aparecer en áreas de cultivo que con toda probabilidad llevaban siglos sin ser holladas por pezuñas de la especie.

Y así, ya en los años 90 empezó a ser habitual encontrarse con parejas de corzos aquerenciadas en lugares cuyas características se alejaban bastante del arquetipo boscoso establecido por la ortodoxia como hábitat de referencia para el Capreolus capreolus.

Esos lugares, sin embargo, eran entonces casi siempre perdidos y baldíos con matorrales dispersos, o liegos entre campos de cereal que conservaban alguna vegetación de cierto porte (espinos, rosales, zarzas…) en la que los corzos cifraban su seguridad y, llegado el caso, buscaban su perdedero.

Allí aún, ante la aparición de un peligro, la reacción del corzo era huir y esconderse en lo posible, acogiéndose siempre al amparo de lo más espeso hasta desaparecer del escenario.

Ocupado y saturado también pronto este tipo de hábitat (en el que, por cierto, se cobraron algunos de los mejores trofeos de los últimos años), los corzos hubieron de aventurarse a conquistar la llanura pelada.

Y así, como bien ilustran algunas de las fotos que acompañan a este artículo, hoy en día ya no es excepcional en España observar corzos en parajes donde prácticamente no crecen en kilómetros a la redonda matas más altas que un tomillo.

Se trata de animales cuya estrategia defensiva, como la de aquellos húngaros de que hablaba un poco más arriba, se basa en el mantenimiento de la distancia.

SINGULAR CACERÍA.

La aparición de corzos en lugares tan poco adecuados en principio para la especie y con un comportamiento tan diferente del habitual viene a confirmar la proverbial adaptabilidad del corzo y no sólo resulta interesante para los estudiosos de su comportamiento.

A los aficionados a la caza, estos corzos nos brindan la ocasión de disfrutar de una modalidad venatoria diferente y de practicar un rececho muy especial, que desde mi punto de vista resulta enormemente atractivo.

Lo primero que el cazador ha de tener en cuenta al enfrentarse al reto de intentar cobrar uno de estos corzos de llanura es que en los espacios abiertos el olfato y, sobre todo, el oído cuentan mucho menos que en el bosque.

Los animales se defienden allí fundamentalmente con la vista y este es el sentido que, en justa correspondencia, también el cazador ha de ejercitar al máximo para localizarlos.

Se trata pues, de un tipo de cacería en la que hay que recorrer bastante terreno y mirar mucho, oteando durante horas si fuera necesario, hasta descubrir un corzo que pueda encajar en el perfil de lo que se busca.

Aunque resulte sorprendente para el desconocedor del comportamiento del corzo en este tipo de entorno, también aquí (como en el bosque) la pieza buscada puede aparecer de repente, en un lugar donde minutos antes parecía no haber nada y donde nunca se habría pensado que un ejemplar de la especie se escondiera.

Y ello no solamente porque siempre es posible que el animal, al primer vistazo, se encuentre oculto por un simple pliegue o anfractuosidad del terreno. También por otras causas.

Recuerdo al respecto, por ejemplo, que hace algún tiempo, sorprendido de haber visto en varias ocasiones surgir corzos como por ensalmo de una zona muy desnuda de un cazadero soriano que disfruté durante varios años, decidí, ya la mañana bien entrada, arrimarme hasta allí para averiguar de dónde provenían aquellos animales.

Corzos-esteparios-localizacion

La estrategia defensiva del corzo en estos entornos se basa en el mantenimiento de la distancia.

El lugar era una simple linde, de no más de tres metros de anchura, en la que crecían solamente algunas matas rastreras y que separaba dos pedazos sembrados de cereal. Por el centro del ribazo discurría un caz de desagüe que, artificialmente ahondado sobre el trazado del arroyo original, recogía y evacuaba las aguas de escorrentía de los campos.

Cuando llegué a la zona en cuestión descubrí que el agua había erosionado el terreno arenoso hasta hacer que el cauce, que en todo el resto de su recorrido no sobrepasaba una profundidad de dos o tres palmos, alcanzase allí un par de metros.

Intrigado, me metí dentro de la inesperada trinchera natural así formada. Y entonces entendí claramente el enigma: por causa de un pequeño meandro que el curso del agua describía, algunos trozos de los taludes laterales casi verticales que lo confinaban se habían desplomado, creando en uno de los lados (el de mayor radio) una especie de amplia oquedad natural, protegida de los duros rayos del sol de Castilla por el propio extraplomo del terreno.

En la pequeña y umbría playa de suelo arenoso que en esa margen del arroyuelo se formaba, se podían distinguir pisadas de corzos e incluso se veían claramente algunas camas recientes.

Afuera, la luz cegaba, hacía un intenso calor seco y zumbaban machaconamente los insectos. Dentro, la sombra y la humedad creaban un microclima privilegiado. ¡Bien sabían los corzos dónde sestear a la fresca durante las largas jornadas del verano soriano!

Así pues, paciencia a la hora de atalayar, que la sorpresa puede surgir en cualquier momento. Después, una vez descubierto y bien valorado el animal (para lo que el empleo de un telescopio terrestre resulta indispensable), si aquél es el adecuado llega el momento de plantear una conveniente estrategia de aproximación, que puede exigir de grandes rodeos para (ahora sí, necesariamente) atacar con el viento de cara.

En la fase final, debido a la escasez habitual de cobertura vegetal con la que ocultarse en este tipo de entorno, probablemente sea incluso necesario reptar algún trecho hasta alcanzar el punto desde el que intentar el disparo; disparo que, por otra parte, a causa de esa dificultad de aproximación, ha de hacerse con frecuencia a apreciable distancia. Por ello resulta fundamental el empleo de un apoyo estable (como, por ejemplo, el muy eficaz bípode Harris) y la utilización de un calibre con buena rasante.

Es esta una cacería novedosa, muy distinta de la del corzo en terreno boscoso y que exige con frecuencia un mayor esfuerzo físico del cazador tanto por la necesidad habitual de realizar a buen paso amplios movimientos envolventes como para ejecutar la aproximación final.

En el bosque, sin duda, prima la sorpresa. Allí hay que cazar como un gato, aguardando o recechando con sigilo, amparándose en la vegetación y las sombras.

Lo habitual en este entorno es que el corzo bien aparezca de repente, en el claro donde se le espera ya a distancia de tiro, o bien que el cazador lo descubra no demasiado lejos mientras rececha calmosamente (aquí, moverse despacio es la base del éxito), por lo que sólo se requerirá de una corta (aunque no por ello menos emocionante) aproximación final hasta el lugar del disparo. Por esta causa los lances suelen ser de menor duración.

En la inmensidad de la llanura, bajo una luminosidad intensa y sin otro amparo que el del propio terreno, el sigilo no es tan primordial ni los lances tan repentinos.

Desde que se descubre un corzo hasta que uno llega a ponerse a tiro pueden pasar muchos minutos, que incluso se convertirán en horas si es que hace falta tiempo para llegar a juzgar bien al animal o si, quizá, debe esperarse a que la pieza se mueva a alguna zona en la que la entrada sea más factible.

Aquí, en el páramo, hay que cazar de vista, como haría un lobo, oteando para localizar primero a la presa y desplegando después, con inteligencia, la estrategia necesaria para lograr recortarle distancia.

UN ALEMÁN EN LA ESTEPA CASTELLANA.

Una tenue claridad por oriente era el único signo de que la amanecida llegaba. Arriba, en el alto cielo celtibérico, una luminosa salpicadura de estrellas tachonaba un cielo de una limpieza y una profundidad sobrecogedoras.

Habíamos madrugado mucho para llegar de noche y a oscuras al punto desde donde yo quería atalayar, pues aquel viejo corzo, que tenía localizado en una zona desnuda del coto, no aguantaba nada.

Bastaba la simple irrupción en su área de campeo de algún vehículo que recorriese el carril que la cruzaba para que el animal arrancase en franca carrera, sin detenerse hasta trasponer en la lejanía.

De hecho, esa era la imagen que tenía de él: un huidizo corzo, viejo, de recias hechuras corporales y provisto de cuerna larga, bien perlada y además posiblemente ya en regresión que, antes de volcar la línea del horizonte, se detenía un momento contra el azul del cielo, lo justo para meterlo en el catalejo y alcanzar a pensar: “!Buen bicho! Pero ya por hoy no hay nada que hacer…”

Miraba yo de reojo a mi amigo alemán. Acostumbrado a cazar en los pintorescos y profundos bosques de Suavia, lo que hasta ahora había entrevisto (bajo la luz de los focos del coche) debía de tenerle desconcertado: una llanura yerma, sin casi relieve ni arbolado alguno donde, desde luego, no podía ser que yo seriamente plantease que fuéramos a cazar corzos.

El destino iba a querer, sin embargo, que allí, en aquel aparentemente inadecuado escenario, viviese pronto la que (según sus propias palabras) habría de ser la experiencia venatoria más emocionante de su vida tras los corzos. Y eso que tenía un buen número de ellos en su haber.

Habíamos dejado el vehículo al pie de una suave loma desde la que yo sabía que se dominaba mucho terreno y en su cumbre, sentados en el suelo, con el rifle y el catalejo a nuestra vera, estábamos los dos en silencio, esperando a que Dios amaneciera. A pesar de lo avanzado del mes de julio, no nos sobraba la ropa de abrigo.

La luz fue viniendo. En torno empezaban a cantar los pájaros y olía intensamente a tomillo. La cara de Sven reflejaba una mezcla de sorpresa e incredulidad ante el panorama que poco a poco se iba desvelando: una paramera sin término bajo un cielo sin fin, que se extendía hasta la remota lejanía y donde no se descubría ni un solo árbol.

Solo algunos matorrales aislados (un espino aquí, tres rosales silvestres allá) rompían la herbácea uniformidad de los sucesivos campos de cereal, entreverados en ocasiones por algunos baldíos.

Como ya empezaba a verse lo suficiente, me eché los prismáticos a la cara y, metódicamente, empecé a escudriñar el terreno. Y pronto, para sorpresa del alemán, fui señalándole animales: un macho joven, del que solo se veía la cabeza, navegando por el ondulante mar de una cebada ya espigada; una hembra, con su cría a la vera, destacándose a contraluz en un viso distante; un ejemplar cuya filiación no terminaba de estar clara, allá abajo, comistrajeando distraídamente donde más verdeaba la vaguada…

Del cielo nos llegaron unos vibrantes chirridos que parecían aproximarse. Con rectilíneo vuelo, dos aves de afiladas alas y negros vientres, que se distinguían bien porque la luz del astro que ya asomaba por el horizonte las iluminaba desde abajo, cruzaron sobre nosotros. Eran ortegas. Sonriendo, le dije a mi amigo:

–Esos pájaros, que seguro no has visto nunca antes, se llaman como yo…

Las ortegas se perdieron en la lejanía, probablemente hacia algún remoto bebedero, y nosotros seguimos escrutando el entorno. El sol se elevaba poco a poco sobre la planicie y, extendiendo los largos dedos de sus rayos, fue apoderándose con mano firme del paisaje.

El mejor momento del día (el de la primera luz difusa, bajo la que el ojo aún no distingue colores) se iba alejando. Pasaba el tiempo y desde allí nada de interés podía divisarse. Pero, aunque el día estaba cada vez más cuajado, sólo cabía seguir esperando y confiar en la suerte…

Y, de repente, de una revuelta que, en su extremo más alejado, describía la vaguada donde careaba el último corzo localizado (al que, merced al catalejo, habíamos terminado por identificar como otro macho joven), surgieron dos nuevos animales.

Antes de conseguir enfocarlos con el telescopio, por el diferente color y corpulencia de uno de ellos y la inmediata reacción del ejemplar inmaduro, que rápidamente puso tierra por medio emprendiendo apresurado galope vaguada arriba, ya estaba yo seguro de lo que los 60 aumentos de la lente iban pronto a confirmar.

Corzos-esteparios-zona-de-disparo

El disparo se efectuó desde el majano que aparece en primer plano de la foto. El corzo se encontraba en el cuadro rojo marcado en ella.

–¡El corzo! Ahí está nuestro corzo…

La visión de la pieza buscada pareció electrizarnos, e instantáneamente toda la quietud que hasta entonces nos poseía se transformó en precipitación y nerviosismo.

–¡Vamos! ¡Deprisa! Coge el rifle, que los bichos van ya de retirada y la linde del coto no está lejos. No hay tiempo que perder. Hay que darles la vuelta… Espera, el viento, ¿cómo viene ahora el viento?

Agachados y moviéndonos lentamente, nos dejamos caer por la contrapendiente hasta quedar ocultos de la vista de los corzos. Entonces, unas veces apretando el paso, casi a la carrera, y otras despacio, buscando taparnos incluso con las menores ondulaciones del terreno, fuimos acortando distancia. Alcanzado un pequeño alcor, a partir del cual ya no había desenfilada posible, le dije al alemán, que sudaba a chorros por la emoción y el esfuerzo:

–Desde aquí, ya entra tú solo. A ver si eres capaz de quitarle otros cien metros. Intenta llegar arrastrándote hasta aquel pequeño majano, para tirar apoyado en él…

Sven asintió. Vi que se preparaba para el asalto final y, al darme cuenta del llamativo estado de agitación en que se hallaba, le dije:

–¡Venga! ¡A por él! Pero cuando llegues, tómate tu tiempo. No lo vayas a fallar…

Desde mi emplazamiento contemplé toda la acción como privilegiado espectador: la aproximación primero, metro a metro, con largas pausas cada vez que los animales dejaban de comer y recelosos levantaban la cabeza; la larga pausa después (que se me hizo eterna), desde que el alemán llegó al montoncillo de piedras y encajó en ellas la mochila y el rifle; y, al fin, el seco trallazo del disparo…

Pronto nos encontramos los dos junto a la pieza, sobre la que ambos nos abalanzamos. Manoseamos su perlada cuerna, girándole la cabeza para verla desde distintos puntos de vista; acariciamos su ralo y pardusco pelo de verano; le abrimos la boca para comprobar el desgaste de su dentadura…

Rebosantes de satisfacción, nos dimos un fuerte y sentido abrazo. A lo intenso de la vivencia compartida había que sumar lo que el manoseo confirmaba: que el corzo abatido era uno de esos animales que gusta cobrar, un ejemplar adulto, probablemente de seis o siete años de edad, que seguramente tuvo mejores cuernas en años anteriores.

Alcanzado el objetivo buscado y cumplida con éxito la cacería, nos dedicamos entonces a hacer fotos para dejar constancia del lance. Si uno, siempre que es posible, gusta de rematar una jornada de caza con la toma de unas imágenes de recuerdo, en esta ocasión era mi amigo teutón el que más interés ponía en que quedase testimonio gráfico de la jornada:

Corzos-esteparios-resultado

Lo extremo del clima en la estepa hace que las primeras jornadas de la temporada, en claro contraste con las cacerías estivales, puedan resultar auténticamente heladoras. Aunque en ocasiones los resultados compensan con creces los sufrimientos.

–Pablo: que se vea el paisaje; sobre todo, que se vea el paisaje. Si no, en Alemania nadie me va a creer…

LOS CORZOS Y EL AGUA

A cualquiera que conozca un poco las inclinaciones y necesidades vitales del corzo lo que más le llamará la atención de la presencia de ejemplares de la especie en entornos tan áridos y hostiles como son las altas estepas castellanas o aragonesas es que en ellos no existen cursos de agua permanentes y los escasos bebederos disponibles se encuentran muchas veces muy distantes entre sí.

Debe considerarse sin embargo que, en la mayoría de los casos, la instalación de los corzos en tales parajes tiene un carácter estacional, restringiéndose fundamentalmente a la primavera y la primera mitad del verano.

Incluso en lugares sometidos a una extremosa continentalidad de clima como son estas ásperas parameras, probablemente por causa de su elevada altitud existe con frecuencia, hasta bien entrado el mes de junio, algo de rocío matutino que permite el crecimiento de cierta vegetación jugosa, como tréboles o alfalfas silvestres, en las zonas menos expuestas a los rayos solares; y es en ella donde sin duda los corzos encuentran la humedad necesaria para su metabolismo.

De todas maneras, si bien es cierto lo anterior, no lo es menos que encontrar en agosto una mata verde en aquel entorno resulta tarea ardua. Y, sin embargo, es un hecho comprobado que los corzos esteparios siguen allí en esta época estival. Esos corzos, sorprendentemente adaptados a la falta de agua, sólo abandonarán su territorio, acogiéndose a lugares más recónditos, cuando las cosechadoras sieguen las mieses y los rebaños de ovejas entren a los rastrojos, reduciéndolos en pocas jornadas a polvorientos solares.

Texto y fotos: Pablo Ortega

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