¡Espectacular!. Es el calificativo que mejor define la aventura corcera que el autor de esta crónica vivió en tierras leonesas. Pese a las inclemencias meteorológicas, y tras unas primeras salidas infructuosas y un par de corzos fallados, logró abatir el primero en la mañana del miércoles. El segundo se hizo esperar… ¡hasta el viernes!
Un sábado comenzó esta inolvidable aventura corcera. Sin tiempo para reponer fuerzas después del largo viaje y con apenas tres horas de descanso, sonó el despertador a las 5.20 horas. Raudo y veloz, me encaminé hacia el punto de encuentro a conocer a mis compañeros de caza durante los próximos días. Tras las presentaciones, partimos hacia el coto, situado a unos 35 minutos en coche. Allí nos esperaban el presidente de la Sociedad de Cazadores y el tesorero, alma mater de la cuadrilla.
Con los primeros rayos de sol, nos dividimos en dos grupos. Unos comenzamos a recechar por un lado, mientras el resto marcharon por otro camino para intentar localizar corzos. No tardamos en avistar algunos en el fondo de un valle, pero entre ellos no se encontraba ningún ejemplar tirable. Casi sin darnos cuenta, la mañana se esfumó entre idas y venidas por los bellos parajes del coto. Sobre las 12.00 horas paramos a almorzar. Chorizos caseros de venado, jabalí y corzo ataviados con una buena bota de vino para amenizar el taco.
De especial recuerdo para mí fue este momento por el obsequio que recibí: una navaja hecha a mano. Detallazo. Tras el taco, regresamos de nuevo al pueblo. Al llegar todo estaba preparado para el “momento barbacoa”. Mi hermano hizo las veces de “chef cocinillas” mientras los demás nos dedicábamos a cuidar nuestros estómagos. Cerveza fresquita y comida “a espuertas”. Lo menos indicado para tener que cazar por la tarde. Las horas vuelan y, cuando quiero darme cuenta, estamos de nuevo camino del cazadero.
Nos disponemos a realizar una espera en un prado en el que tienen localizado un buen macho que ha sido visto varias tardes a la misma hora. Aparecen varias corzas, pero del macho ni rastro. Eso sí, frío para dar y tomar. Es el primer aviso de que el tiempo va a cambiar. La alta montaña no perdona.
A la mañana siguiente, de nuevo madrugón. Vamos a intentarlo en el mismo prado de la tarde anterior confiando en que el macho esta vez sí caree. Mala suerte, tampoco aparece y, dado que aún es temprano, nos movemos en busca de otros corzos. Sobre las 12.00 horas, localizamos un buen macho. Se encuentra sesteando en la parte alta de una ladera bastante pronunciada.
Decidimos esperar a que se levante por si al moverse se descuelga hacia la parte baja, ofreciendo un mejor blanco. No es así: la corza que lo acompaña se desplaza moviéndose de izquierda a derecha sin descender un sólo metro, haciendo que el macho la siga.
Después de una hora cobijados entre unos espinos, decidimos probar suerte. Se encuentra a 250 metros. Una distancia aceptable para el 30.06. Lo tengo metido en el visor y estoy bien apoyado. ¡Pummm! El corzo no acusa el tiro y se mete en el apretón de monte. ¡He fallado!
Instantes después, el corzo aparece de nuevo unos metros más arriba, momento que aprovecho para disparar en dos ocasiones más, pero tampoco toco pelo. ¿Será posible? ¡He vuelto a fallar! “Los dos últimos disparos se han ido dos metros por debajo”, me indican. A lo que respondo: “¡No fastidies! Pues entonces el rifle no debe estar bien”. Sí, es el tipo de excusa empleada en estos casos, aunque, como pudimos comprobar más tarde, efectivamente, los disparos se iban un poco altos.
La tarde transcurrió sin novedad. Algunas reses más, pero ninguna de ellas que mereciese la pena.
EL LUNES Y EL MARTES…. ¡ MENUDA NEVADA!
El lunes por la mañana me acompaña Martinho, persona íntegra donde las haya y gran cazador. Estamos tratando de avistar algún corzo cuando recibimos la llamada del presi. Acaba de localizar un macho cerca de donde nos encontramos. Rápidamente, nos dirigimos hacia allí, pero al llegar no conseguimos verlo.
Unos 200 metros más arriba y de casualidad, localizamos un macho pastando en mitad de un prado. No parece malo y decidimos entrarle. Conseguimos ponernos a no más de 100 metros, mediando entre ambos unos cuantos árboles. “Lo necesario para poder acercarnos un poco más sin ser vistos”, pienso. Nada más lejos de la realidad.
Justo cuando me dispongo a efectuar el disparo, pasa un coche por la carretera provocando que el corzo se gire y nos vea. Sale arreando ladera arriba como alma que lleva el diablo. Se detiene un instante… ¡Piiiimba! El disparo no es certero y no consigo hacerme con él. Segundo corzo que se va a criar. “¡Madre mía, qué maleta soy”, le comento a Martinho. “Se falla porque se tira, no te preocupes que vas tirar más. Tranquilo”, me replicó.
La tarde del lunes y todo el martes tuvimos que conformarnos con ver algún corzo desde el todoterreno. La nevada caída fue bastante copiosa, no siendo posible realizar ninguna salida por el monte.
Y A LA TERCERA……
Aún con mal tiempo y algo de nieve, la mañana del miércoles nos apostamos frente al testero donde días antes había tirado el primer corzo con el resultado de “cero patatero”. El frío es bastante intenso, pero la estampa entre la nieve bien vale la pena. Al poco de colocarnos, se levantan de la nada un corzo y una corza.
Es un momento mágico. Me indican que es tirable. Se encuentra a 230 metros. Con los antecedentes del primer corzo errado allí mismo, las dudas me invaden. Pero me la voy a jugar. Un tiro largo pero no imposible. Estoy bien apoyado y tengo al macho bien centrado en la cruz. Esta vez no puedo fallar.
A la tercera va la vencida. Me sereno, respiro profundamente, aguanto la respiración y… ¡pimba, misil tierra-tierra que hace blanco sobre el corzo! Éste acusa el disparo y emprende una errática huida hacia abajo. Vuelvo a disparar, encajando este segundo proyectil en el codillo y dando el animal una espectacular vuelta de campana sobre sí mismo, cayendo fulminado. ¡Sí! Me fundo en un emotivo abrazo con los presentes, consiguiendo al fin mi primer corzo leonés.
El resto de la mañana lo pasamos entre el almuerzo y la preparación el corzo. Apenas transcurridas unas horas volvemos al coto para continuar con la faena. Nada más llegar recibimos noticias del avistamiento de varios corzos, así que nos ponemos en marcha para tratar de localizar alguno. Transcurren las horas y, a pesar de no conseguir ver ningún macho, nos recreamos durante más una hora contemplando a un gran jabalí.
LA DEL JUEVES, MI GRAN OPORTUNIDAD
Comenzamos bien la mañana localizando un buen macho en un teso. Andan finos de vista estos corzos montanos, pues nos ve y se oculta rápidamente entre la maleza, apareciendo minutos después en el prado de más arriba.
No está excesivamente lejos, pero se encuentra detrás de un espino que me impide verlo con claridad, por lo que decido no disparar.
No da más opción y se pierde en el bosque. Decidimos ir a comer pronto y regresar a primera hora de la tarde, pues es un macho que suele moverse temprano, sin dejarse ver de nuevo hasta última hora de la tarde.
Nada más llegar de comer, vemos al corzo que buscamos corriendo detrás de otro macho.
Nos apresuramos a bajar del todoterreno, cogemos los bártulos y nos dirigimos hacia el animal por un camino para efectuar la entrada. Antes de que podamos aproximarnos lo suficiente, pone “pies en polvorosa”, sin darme ninguna opción, por lo que continuamos camino arriba hasta un collado desde el que otear el siguiente valle.
La tarde es soleada. Hace buena temperatura pero no conseguimos ver ningún corzo más. Sobre las 19.30 horas vamos en busca de un emplazamiento en el que esperar al corzo de la mañana.
Un querencioso paso en mitad del bosque que el macho ha de atravesar camino de su pastadero. Apenas se deja entrever el sol por encima de las copas de los cerezos silvestres y pronto comienzo a notar frío. Los minutos se me hacen eternos. Las palabras de aliento de Justo, “no te preocupes, que el corzo aparecerá”, es lo único que me hace aguantar. Dicho y hecho. A las 20.30 horas cruza por debajo de nuestra posición, a unos setenta u ochenta metros. Es un visto y no visto. Estoy lento y pierdo una nueva oportunidad.
EL VIERNES, LA GUINDA AL PASTEL
El enésimo madrugón de la semana empieza a pasarme factura, aunque el ánimo continúa intacto. Como en días anteriores, llegamos al coto antes de que amanezca. Iniciamos la marcha sin apenas luz, atisbando donde pisamos prácticamente “a tientas”.
Nos encaminamos a un prado de difícil acceso en lo más alto de una solana, donde se ha visto un buen macho. No tardamos en llegar al apostadero, ocultándonos con celeridad entre la maleza para no ser vistos. Nos encontramos a unos 150 metros por encima del prado.
Enseguida aparece un pequeño corzo todavía con la borra. Pasta durante unos minutos sin reparar en nuestra presencia hasta que finalmente se pierde monte arriba entre los robles. Pasan los minutos y comienza a caer una fina lluvia que nos hace desistir de nuestro objetivo. Al iniciar el descenso, localizamos un macho en el testero de enfrente.
Sin mayor demora nos apresuramos ladera abajo para situarnos enfrente del prado en el que se encuentra el macho. Está a una distancia razonable: unos 150 metros. Voy a tirar en cuanto se ponga a tiro. Se va acercando cada vez más, llegando a situarse a 140 metros de nuestra posición.
Una vieja colmena me sirve de apoyo y, en el momento en que el animal se detiene un instante, aprovecho para disparar. ¡Pimmmmba! Esperamos sentados una media hora confiando en que la res se enfríe y aprovechamos para acercarnos al pueblo a comprar pan para el almuerzo antes de acudir a por el corzo.
Tras el almuerzo y al llegar donde se encuentra, comprobamos que se trata de un “fuseiro” (killer), un corzo sin contraluchaderas. Bien está haberlo quitado. Siete increíbles días de rececho en tierras leonesas que he disfrutado como un crío. Y la convicción de que cazar corzos en la alta montaña es, sin duda, una experiencia sin parangón. •
Javier Robles (Condevito)