Vuelta a los caballos y, de camino al campamento, decidimos poner nuestra atención en un valle donde los guías sabían de la querencia de los ibex. Dos horas de caballo, pie a tierra… y a escudriñar hasta los mínimos rincones de las montañas en busca del precioso y preciado ibex.
Después de bajarnos en tres o cuatro ocasiones del caballo y tras horas escudriñando las montañas, divisamos al fin a un grupo de machos comiendo en una escarpada pared a unos 1,5 kilómetros de distancia.
Planificamos el rececho y nos aproximamos a unos 600 metros, dejando los caballos ocultos en un pequeño desfiladero y acercándonos a pie hasta una pared para, desde allí, efectuar el disparo.
Tras una hora de marcha por riscos, rocas, nieve y alguna que otra caída, llegamos a la cima de la pared que nos situaba frente a los ibex, comprobando antes de coronar que un precioso macho que llegaba al grupo nos miraba desde un puntal de riscos, a unos 300 metros de nosotros, obligándonos a detenernos y permanecer inmóviles.
Luis ya estaba con el catalejo apostado. Comprobando que el trofeo era bueno y se podía tirar, le indicó a Millán que buscase posición de tiro apoyando la mochila en una roca. Apuntó detenidamente y, tras una breve mirada a Luis para confirmar el tiro, disparó.
De manera increíble, el macho rodó en décimas de segundo. Había sido un tiro perfecto. Felicitaciones y las fotografías de rigor siguieron a este bonito lance. Sin duda, un día bien aprovechado.
EL TURNO DEL IBEX
Al día siguiente amaneció todo nevado. Hacía muchísimo frío. Esta vez sería Miguel quien intentaría abatir un ibex, aunque las condiciones meteorológicas no eran las más apropiadas para su caza.
A primera hora de la mañana la visibilidad era muy reducida, con nieblas y nieve constante, aunque los caballos se portaron francamente bien teniendo en cuenta que el suelo se encontraba totalmente tapado por la nieve. Siguiendo las indicaciones del guía, decidimos subir a una zona donde había un grupo grande de ibex que tenían controlados los guías. Unos 100 ejemplares con buenos machos entre ellos.
Nos llevamos caballos de reserva para cualquier eventualidad que se nos presentase en el rececho e íbamos equipados con unos impermeables blancos que nos facilitaron en el campamento para mimetizar el verde de nuestros monos térmicos de caza. La subida con los caballos fue perfecta durante la primera hora, pero la nieve se iba acumulando muy rápidamente… ¡Incluso les llegaba a la tripa a los caballos! Así que tuvimos que mover los estribos hacia atrás para salvar el contacto de los mismos con la nieve.
Uno de los caballos se tumbó en la nieve, dando señales de que ya no podía más. Desmontando y subiendo a un nuevo caballo conseguimos ascender a lo alto de aquella loma, en la que esperamos a que el día abriese un poco.
Comimos algo y echamos una cabezadita para dejar pasar el tiempo esperando a que las condiciones climatológicas mejorasen algo. Tras aproximadamente dos horas, la niebla por fin comenzó a disiparse, ofreciéndonos un mayor campo de visión. Manos a la obra: a través de los prismáticos intentamos localizar algún buen ejemplar.
Uno de los cazadores con dos majestuosos Ibex
NO ESTABA EN EL GUIÓN
De repente sucede algo muy extraño: desde nuestra perspectiva no se aprecia ningún movimiento de los ibex. Sanjar, el guía, nos aclara el misterio: en las inmediaciones hay un lobo. ¿Un lobo? ¿Dónde? Sanjar nos indica que miremos hacia el fondo del valle: “¡Allí está! Es un lobo solitario, grande… ¡y macho!”.
Debido a la gran distancia a la que se encontraba nos cuesta mucho trabajo localizarle. Está a más de dos kilómetros de nosotros. Luis le indica a Miguel, que se emociona al verlo, la posición exacta del animal.
Siempre impresiona ver un lobo en su entorno cazando y rastreando. Luis le pregunta al guía si hay alguna posibilidad de entrarle… “¡Por supuesto!”, le responde Sanjar. “No te preocupes, vamos a buscar una posición de tiro en ese collado y te lo traigo”, le indica Sanjar al cazador.
Tras buscar una buena ubicación para efectuar el disparo, Sanjar se tumba y empieza a aullar al lobo. Mientras tanto, nosotros observamos con los prismáticos al animal, que se encuentra a más de 1,5 kilómetros.
De repente, el lobo sube la cabeza, como aullando, y a los pocos segundo oímos claramente su respuesta. Un escalofrío nos recorrió el cuerpo. Unas 10 ó 12 veces le aulló y unas 10 ó 12 veces le contestó el lobo. Cada vez más cerca. El corazón se nos aceleraba.
No sé el tiempo que estuvimos reclamándole, quizás no más de 10 minutos, pero se nos hizo eterno. Y ahí estaba el lobo con la cabeza en el suelo, rastreando y aproximándose a nosotros. Suerte que habíamos entrado al collado desde otra zona y no podía cortar nuestro rastro.
En ese momento Luis le indicó a Miguel que lo tenía centrado en el visor, que en el primer punto donde se parase le tirase. A no más de 30 pasos, el lobo se para en seco mirando hacia donde nos encontrábamos y Miguel no duda en apretar el gatillo.
El lobo sale corriendo ladera abajo, entre la nieve. Iba bien pegado, de codillo, y aun así tuvo tiempo de correr un minuto sin reaccionar aparentemente al disparo. Todos nos miramos como queriendo decir: “No te preocupes, Miguel, el lobo es nuestro”.
Salimos hacia el lugar donde lo disparó y encontramos un buen rastro de sangre. Tocaba pistear: sangre y más sangre, y a unos 100 metros… ¡el lobo estaba ahí! Alegría y felicitaciones por el trabajo tan bien hecho. Nuestro lobo, que hace un momento estaba a unos dos kilómetros, yacía ante nosotros en la nieve. ¡Fantástico!
A REMATAR LA FAENA
Una vez en el campamento, con una magnifica sensación tras un estupendo día de caza, era el momento de entrar en la sauna y de disfrutar de una cena caliente para irnos a la cama y soñar con aquel inolvidable lance con el lobo como protagonista.
Al día siguiente decidimos cambiar de zona en busca nuevamente de los Marco Polos. La jornada se presentó abierta, fría pero sin nieve. Con las fuerzas intactas después de un buen desayuno, volvimos a montar a caballo y comenzamos lentamente la ascensión hacia unos valles donde los guías habían localizado a unos grupos de carneros.
A no más de dos horas del campamento, en una ladera, vimos un macho tumbado en la nieve, soleándose. Estaba solo. Sacamos el catalejo y comprobamos que era “tirable”. Pero la distancia era enorme: 600 ó 700 metros. A pie, tapados por un pequeño valle, decidimos restar metros hasta llegar a una loma. Logramos situarnos a unos 300 metros de ellos, con un valle nevado y muy amplio, para poder repetir el tiro en caso de fallar el primero.
El guía con el Marco Polo
Saliendo al punto elegido y buscando un lugar de apoyo en la nieve sobre la mochila, procedimos a levantar al gran Marco Polo. Después de dos o tres silbidos, sentó sus cuatro patas sobre la nieve y nos miró.
El primer disparo se quedó bajo, formando una polvareda en la nieve. El animal corrió desorientado unos metros hacia nosotros y se volvió a parar unos segundos.
En ese momento restalla el segundo disparo, que le alcanza en el hueso de la mano, a la altura del hombro.
El animal corre ladera abajo y le perdemos de vista. En unos minutos le volvemos a ver… ¡pero a más de un kilómetro! Corre mucho más despacio y parece perder mucha sangre.
Decidimos esperar a que se tumbase. Tras aguardar durante 30 minutos, comenzamos el descenso de la ladera a caballo en busca del último punto donde le habíamos visto.
Llegados allí, prismáticos en mano, por fin lo encontramos. Yacía inerte en el fondo del barranco. Se había despeñado por un precipicio hasta unas rocas que se encontraban en el fondo.
Después de dar un rodeo de casi una hora, llegamos al carnero. Solamente se había despuntado un cuerno. Intentamos sin éxito localizar el trozo que le faltaba. Mala suerte, aunque en la taxidermia nos proporcionaron un trozo de cuerno para su arreglo. Abrazos y la alegría que conlleva el lance y el trofeo conseguido.
Y DE REGRESO… ¡VAYA SUSTO!
El trabajo estaba ya realizado. Todos los cazadores, con sus expectativas cumplidas y de vuelta al campamento en el último día de caza, sólo pensaban en preparar las maletas y volver a España. Eso sí, con la nostalgia de dejar aquellas majestuosas montañas de Kirguizia en nuestro viaje de retorno a Biskek.
El día de regreso se presentó con una fuerte nevada. El camino de la montaña que teníamos que tomar atraviesa varios ríos que en ciertas épocas del año bajan muy crecidos y caudalosos, mientras que en otras se hielan completamente.
Pues bien, en nuestro camino de vuelta nos encontramos con un río medio helado. Intentamos atravesarlo, pero nuestro camión partió el hielo con las ruedas traseras, que quedaron hundidas. La cosa no pintaba nada bien. Sin embargo, a base de esfuerzos, piedras, palas y demás, conseguimos sacarlo tras dos horas de duro trabajo por parte del equipo que nos acompañaba. Una anécdota más para sumar a este increíble viaje.
Sin más demora llegamos a Biskek, donde cenamos. Ya de madrugada, dormíamos plácidamente en el vuelo de regreso, soñando con volver de nuevo algún día a aquellas montañas que tanto nos habían dado.
Texto: Félix Sánchez Montes
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Fotos: L. M. de la Rubia y autor