Siempre he considerado la caza del rebeco como la más atractiva y difícil de todas las posibles a los animales de montaña y su cacería ha sido un reto que nunca he rechazado. Pero en esta ocasión además trataba de completar la colección, incorporando la única subespecie que me faltaba, pues previamente había cazado las otras nueve, y por ello, con paciencia monástica, realicé todas las gestiones y esperé cinco largos años hasta obtener uno de los tres permisos que la Office National des Forêts (ONF) libera para extranjeros todos los años.
Nunca mejor dicho lo de “monástico”, pues este rebeco es natural de la sierra Chartreuse, donde fue fundado el primer monasterio de frailes cartujos por San Bruno en 1084.
TRAS LOS FORMALISMOS…A CAZAR
Una vez que mi solicitud fue admitida, tuve que firmar un contrato con la ONF y un apéndice para extranjeros aceptando los términos en que iba a desarrollarse la cacería, validar en Francia mi licencia de caza española para ser utilizada allí y, finalmente, programar mi viaje para llegar en los días que tenía asignados para cazar.
De las tres licencias autorizadas para la temporada 2014/15, dos eran para machos y una para hembra. Las de machos habían sido concedidas a otros cazadores, por lo que a mí me correspondió la de hembra.
No me importó, pues en esta especie para mí son igualmente valiosos ambos sexos. Ambos tienen su valoración separada y su cacería… y cuando de una vieja dama con largos cuernos se trata, es tan atractiva como la de macho.
El autor haciendo cumbre.
Contento por haber conseguido finalmente la licencia que tanto ansiaba, mantuve varias conversaciones telefónicas con el guarda, fijé las fechas para la cacería y esperé la llegada del mes de noviembre para emprender mi viaje.
Decidí viajar por avión hasta Lyon y conducir un coche alquilado desde allí hasta el pueblito de St. Pierre de Chartreuse, también llamado St. Pierre D’Entremont, situado en el centro del Massif de la Grand Chartreuse, a unos 150 kilómetros en dirección sur, donde me alojaría en un pequeño hotel y también me encontraría con el guarda asignado para mi cacería.
Debo decir que, como llevaba mi rifle, pensé, como primera opción, ir conduciendo en mi coche desde Madrid hasta el cazadero, unos 1.300 kilómetros, para evitar así los trámites de volar con armas, pero finalmente me decidí por el avión, pues la tramitación ante la Guardia Civil en Barajas es tan fácil como siempre, y en destino no era preceptivo pasar ningún control siempre que estuviera en posesión de la Tarjeta Europea de Armas de Fuego.
De esta manera me libraba del palizón de conducir tantos kilómetros y realizaba un cómodo viaje de apenas una hora hasta Lyon y otra hora y media hasta el cazadero.
El día 10 de noviembre, conduje hasta el pueblo de St. Pierre de Chartreuse y me instalé en el hotel Le Valombré, donde me reuní con Alain, quien iba a ser mi guía de caza.
Mientras bebíamos una cerveza, me explicó en detalle cómo íbamos a realizar la cacería y me dio las instrucciones sobre qué llevar en mi mochila y qué dejar en el hotel o el coche.
Entre lo que no tuve que cargar, se encontraba mi larga vista, pues insistió en que usaríamos el suyo y así reduciría el peso a transportar.
Tengo que decir aquí que en el contrato que firmé se decía claramente que cada cazador carga con su rifle, munición, comida, bebida, etc. y que el animal, una vez abatido, tiene que ser aviado por el cazador a quien corresponde y cargarlo en la bajada con el trofeo y la carne. Expresamente excluía esas tareas del cometido del guarda, quien solo tenía como función guiar en la montaña, encontrar el animal y señalar al que cabía disparar.
Hotel de St. Pierre de Chartreuse en el que se alojó José Madrazo durante esta aventura. Debajo, panorámica del escenario en el que se produjo el lance.
El guía me recogió en mi hotel a las 5.30 horas del 11 de noviembre, me preguntó si había me tido en mi macuto las balas, los prismáticos, la comida, el agua y la ropa de abrigo y, cuando a todo le respondí afirmativamente, me dijo que subiera a su todoterreno para iniciar nuestra jornada.
Circulamos un poco por carretera y luego recorrimos unos senderos de montaña, dejando el vehículo en la cota de 1.000 metros sobre el nivel del mar. Nada más apearnos del coche, volvió a preguntar cuántas balas llevaba.
Le dije que diez y pareció quedar satisfecho. Eran cartuchos RWS KS de 162 grains del calibre 7mm RM, que son los que tantas veces he utilizado con éxito en cacerías de montaña. A las 6.30 horas, iniciamos a pie la ascensión en la más absoluta oscuridad y, con la ayuda de la linterna de cabeza, fuimos escalando, zigzagueando una pared rocosa casi vertical.
Hay que añadir que existe un camino por el que se puede acceder al cazadero, incluso en coche, pero que por las nevadas caídas estaba impracticable absolutamente, de manera que no me quedó otra que tirar para arriba, cargando mis pertrechos y “a patita”.
¿DARÍAMOS CON ALGUNO?
A las 7.45 horas ya había luz diurna suficiente como para apagar las linternas y continuamos subiendo hasta las 9.00 horas para alcanzar la cota de 1.850 metros sobre el nivel del mar, donde se extendían unos valles y montículos que formaban la meseta que corona esa parte de la Grand Chartreuse.
Ruta de subida que tuvieron que realizar casi escalando.
En dos horas y media habíamos ascendido 850 metros casi en vertical. ¡Si me lo dicen antes, ni me lo creo! Varias veces estuve tentado a abandonar, pues mis piernas apenas resistían, el dolor era intenso y ya no me quedaban fuerzas.
Por si fuera poco, además apareció, como habitualmente sucede en la montaña, ese duendecillo que te susurra: “No sigas, hombre, no vale la pena, qué más da, si todos los rebecos son iguales y ya tienes muchos…”.
En esta ocasión, más que en ninguna otra anterior, tuve que tirar de fuerza de voluntad para alejar los cantos de sirena, superar mi abatimiento físico y llegar hasta la cumbre.
Solo mi gran determinación y el empeño en conseguir el último trofeo de rebeco para completar mi colección me permitieron vencer a la montaña y entrar en los dominios de la rupicapara cartusiana.
Recorrimos y atalayamos toda la zona conocida como “Lances de Malisard” hasta las 16.00 horas, realizando una breve parada para comer y descansar mientras escudriñábamos el gran circo que habíamos recorrido en las siete horas desde que hicimos cumbre.
No habíamos visto nada que se pudiera tirar: apenas una madre con su cría y un par de machetes jóvenes. Comenzaba a hacer mucho frío y teníamos otras dos horas de caminata para llegar al coche, así que, con gran dolor de mi corazón, comenzamos la bajada.
Era consciente, y así se lo dije al guía, de que ya no sería capaz de volver a subir a esa montaña. Aquí acababan mis ilusiones y la posibilidad de conseguir mi último rebeco. Desafortunadamente, había sonado la hora, era el rien ne va plus en este juego infernal y retador y había que desistir si queríamos salir sanos de la montaña.
Y CUANDO DABA TODO POR PERDIDO…
A la vista de mi lamentable estado físico, el guía me propuso el descenso evitando el recorrido de la mañana y caminar bordeando el circo para llegar al camino principal.
Dicho camino, de unos cinco kilómetros de largo, lo habíamos obviado en la subida por la imposibilidad de circular en coche sin cadenas y la enorme dificultad de caminarlo sobre la nieve congelada sin la ayuda de crampones.
Cargué con mi rifle y mi macuto, algo más ligero después del almuerzo y de trasegar más de un litro de agua, y comenzamos el descenso hacia un pequeño caserío que se divisaba en la distancia.
Llegamos hasta esa cabaña de pastores, abandonada ya en esta época del año, y seguimos girando a la derecha, dándole la vuelta a la ladera norte del circo para ir a buscar el camino. Y de repente… ¡albricias! Pastando en la ladera vimos a tres rebecos, ligeramente por encima de nuestra cota, que apaciblemente careaban en la hierba de la inclinada pradera, en la que apenas se divisaban tres o cuatro grupos de arbustos y otras tantas rocas diseminadas acá y allá, ofreciendo muy poca cobertura.
Buscamos refugio detrás de un arbusto, nos echamos los prismáticos y nos cercioramos con el larga vista. Estaban a 650 metros de distancia, a nuestra izquierda, y uno de ellos era una hembra, grande, con larga cuerna y claramente el mejor trofeo de los tres. Teníamos el viento favorable para iniciar la aproximación, así que acordamos el plan de ataque.
Nos desplazaríamos unos cientos de metros en la cota actual y luego continuaríamos a la rastra hasta una peña, situada en cota superior, desde donde posiblemente podría conseguir un buen disparo. Caminamos agachados unos 200 metros y, reptando, otros 150 metros hasta llegar al punto elegido.
Comprobé la distancia: 230 metros, ligeramente en cuesta y sin ningún obstáculo entre medias. Mi rebeco estaba mirando a la derecha, casi atravesado y ligeramente escorado hacia arriba. Coloqué el macuto sobre la roca y encima mi Blaser 7 mm. RM con visor Swarovski 3-12×50.
Tomé apoyo para el codo derecho y, con calma, apunté a mi objetivo presionando despacio el gatillo. Le alcancé de lleno, por detrás del codillo, algo alto, pues le fracturé la columna, cayó y se incorporó sobre las patas delanteras. De un segundo disparo acabé con sus
sufrimientos y, poco a poco, subimos caminando hasta donde yacía mi último trofeo de rebeco.
UN SUEÑO CUMPLIDO
Exhausto pero con una inmensa alegría, recibí la felicitación del guía, que no cabía en sí de gozo, pues, al igual que yo, sólo 20 minutos antes había sentido la derrota y la impotencia de conseguir mi anhelado trofeo.
Tomamos las fotos con el consabido último bocado en la boca del hermoso animal, al que después desollé para cortar su trofeo y obsequiar al guía con los lomos y los cuartos traseros. Con muy poca luz iniciamos el descenso para llegar al camino cuando ya no se veía.
Con la ayuda de nuestras linternas seguimos el camino, cubierto de nieve congelada o barrizales resbaladizos, hasta llegar, a eso de las 19.00 horas, al lugar donde habíamos dejado nuestro coche por la mañana.
Después de una caminata de casi trece horas, extenuado pero con un júbilo indecible, me subí al todoterreno y me apeé en el hotel. Tras acordar la cita para el día siguiente y una cordial despedida de mi guía, me di una ducha y, sin cenar, me acosté inmediatamente. Era tal la paliza que llevaba encima que apenas pude dormir esa noche. A pesar de tomar un calmante, me dolían todos los músculos y escasamente dormí un par de horas seguidas. Pero no me importó: estaba tan contento de haber conseguido el rebeco que hasta me sentía feliz al poder rememorarlo toda la noche. En verdad, era más bonito verlo en película retrospectiva que vivirlo en la montaña,
cuando todavía el resultado incierto y la fatiga van minando tu ánimo.
En la mañana del siguiente día, fui con mi guía a la oficina local del ONF para realizar la medición oficial y cumplimentar la documentación. Esta organización de caza es muy formalista y otorga mucha relevancia a esta fase final de la cacería, dándole una importancia que le añade valor y confiere el mérito debido al trofeo obtenido. Alain procedió a medir el trofeo, que, con una edad de nueve años, alcanzó una puntuación de 95,2 CIC y de 24 3/8 SCI, siendo en esta segunda organización el que ocuparía el primer lugar.
Salvando el que siempre me gusta cumplir las formalidades que se requieran, entre ellas la medición, personalmente mi trofeo ha sido el logro del animal, siendo de menor importancia la calidad del trofeo cuantificada en puntos. Me da absolutamente igual si es más grande o más chico: yo sé lo que me ha costado conseguirlo, y eso es lo que valoro. Éste ha sido un gran trofeo y me llena de satisfacción.