Las cualidades del montero

Componer el campo, saber contenerse y sacarle el partido a un puesto de montería son algunas de las cualidades que debe poseer un montero de los de verdad, además de respetar los valores que representan a esta modalidad tan tradicional. ¿Será esta la clave del éxito? Lo narrado por el autor de esta crónica en las siguientes líneas así lo demuestra.

Mi amigo Jesús del Campo le había comprado la famosa finca de Cebrián al no menos famoso torero Espartaco un par de años antes y ya decidió que era hora de darle a aquello un “meneo” con las lógicas limitaciones de quien quiere mejorar la calidad de las reses, ya de por sí buena cuando la dejó el diestro, como teníamos más que visto al transcurrir el carril de acceso a La Loma de la Higuera por la linde durante varios kilómetros.

Aquel 22 de noviembre de 2002 yo iba ilusionadísimo, pues volvía por aquellos andurriales tras 35 años, cuando la monteé un par de veces a invitación de Rafael Canals, que la tenía arrendada, aunque no sé por qué la denominaba Cerro Abanto cuando se trata solo de una de sus manchas.

Nos concedió Jesús un cupo saladísimo de dos venados chicos, una cierva, cochinos los que entraran y una muflona o muflón chicuelo. Luego, como suele suceder, la mitad de la mitad, pero lo pasé realmente bien y no puedo quejarme de cómo se me dio personalmente.

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Paisaje típico de esta zona de la donde está ubicada la finca Cebrián.

Me mandó Jesús al 10 del río y por un momento recordé con pánico el “carduzón” que nos pegamos mi tío Beni y yo cuando Rafael nos mandó al río Arenoso. Aquello fue tremendo, incluso para mí, que estaba fortísimo entonces. Resultó al final que a donde iba colocado era al carril del río, contra la malla de la linde con Mañuelas.

“Leyendo” el campo

Tras sentarme cómodamente y encender un cigarro para comprobar el aire, compuse el campo y me gustó la cañadita que tenía enfrente, que era toda una promesa. Las bajeras estaban razonablemente limpias, pero a eso de 100 metros todo se volvía denso pinar y bolos graníticos repartidos por aquí y por allá.

Fruto de este obligado ritual, y sin descartar en absoluto que algo rompiera a lo despejado, llegué a la conclusión de que la inmensa mayoría de las reses que entraran lo harían tapadas por el monte de arriba o por su mismo borde. Lo del aire era otra cuestión: soplaba sosquinado del norte y muy flojo, de modo que iba a estar a expensas de que no revocara en el momento más inoportuno. No hay que ser Covarsí para llegar a tales conclusiones, solo tener experiencia. Lo primero que se movió, mucho antes de la suelta, fue una piarilla de muflonas que entraron muy tranquilas pero al límite de mi visibilidad, entre los peñascos, los pinos y el monte de umbría que a duras penas sobrevivía a la acidificación del suelo producida por las acículas de las coníferas. Francamente, la cosa no tenía mucho chiste para mí, aunque era mi deber intentar hacer el cupo, porque si Jesús quería quitar algunos de aquellos bichos, el sabría por qué… Que nadie se tira piedras a su tejado y menos un tío que llevaba media vida gestionando fincas de reses.

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El autor esperando impaciente la entrada de alguna res en el puesto.

Mentiría si dijera que no pasé momentos tensos de esos que tanto nos gustan a los monteros. Primero, buscando un machete entre las “ovejas”, y luego, intentando clarear a través del campo de visión del anteojo una hembra para tirarla, pero no hubo manera. Las “malditas” se movían como los jabalíes, siempre cobijadas. Se me perdieron en su careo y luego no volví a ver ni rastro de animalitos de su especie a los que quitar de penar entre aquellos breñales, pero no fue óbice para que me tirara toda la montería con la esperanza de que me volvieran a entrar.

Aparte de alguna cierva que ramoneó camino del encame por los pasos de los “ovejos” aquellos, nada sucedió hasta la suelta, pero me di cuenta de inmediato de que el paso estaba mal colocado y que su sitio era “resubido” como 75 metros cañada arriba, desde donde se dominaba bien la que evidentemente era la corrida de las reses. Por supuesto, no me moví de la tablilla, pero tomé buena nota para comentárselo después a Jesús, ya que no sabía si, al llevar poco tiempo allí, había dejado los pasos abajo adrede para que no le descastáramos la mancha o es que no sabía que las reses, como en tantos sitios, no se acercaban a la malla ni locas… y hay que adelantar la armada completa si se quiere hacer algo.

Al poco de soltar arriba del todo, lo que al principio fueron tiros sueltos se convirtió en un chorreo de latigazos, y a mí me entraron varias ciervas ¡Todas por el mismo sitio! “¡Maldita sea la vaca!”, me dije, pero aguanté la tentación de adelantarme como me mandaba la experiencia. Esto se multiplicaba exponencialmente a medida que se acercaban las rehalas, e incluso llegué a ver un par de venados de los tirables en sendos “trasluzones”, y también un buen macho, pero en las mismas circunstancias.

Y apareció el “manco”

Estaba ya que ardía cuando oí tirar al vecino de arriba y a la nada sentí el trote de una res carril abajo. Me apresté a recibir como se merecía lo que debía de ser res cervuna en rango de cupo cuando para mi sorpresa lo que apareció fue un hermosísimo venado con una mano partida por el nacimiento. “Desmangarrillado” como iba, tarde o temprano lo cogerían los perros, o si por cosas del azar se salvaba del agarre, su muerte sería cierta aquella misma noche.

“¡Dios mío! ¿Qué hago?”, pensé en décimas de segundo e hice algo de lo que me arrepentí (aún hoy pienso que obré mal) en cuanto perdí de vista el venado camino del pudridero: ¡No lo tiré aun cuando todas las leyes de la montería así lo demandaban! Hay que evitar hacer sufrir a los “bichos” por encima de cualquier otra consideración.

Reflexionando a posteriori, llegué a la conclusión, tonta a todas luces, de que no lo había rematado por no incumplir el cupo que no incluía venado grande, no dar que hablar a quienes al quitarse de sus posturas vieran aquel “pavo” abatido a mis pies, y no tener que darle explicaciones a Jesús a la vuelta, teniendo a la vez que culpar a un amigo de tirar lo que no debía.

“¡Joer, joer, y mil veces joer!”, me repetía. Increíblemente había hecho lo que no debía por el “qué dirán”, lo que me convertía de inmediato en un “cagueta”… que supo contenerse.

Me sentí fatal durante un buen rato, no tanto por la suerte que corriera el venado, sino porque me sentía un miserable cobarde. Cierto es que no me dio tiempo a pensar y que actué por instinto, cosa que, según se mirara, aún empeoraba más las cosas si cabe.

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Los perros se emplearon a fondo para llevar las reses hacia las posturas, pese a que muchas se volvieron hacia ellos.

Ocurre que con tanto catering y lujos, se nos ha perdido el antiguo espíritu de la montería y todo el mundo sale corriendo en busca de los manjares que aguardan servidos en lujosas mesas y atendidas por solícitos camareros (ahora también bellísimas azafatas). Pocos son los que se quedan en el campo a mirar las pistas y averiguar la verdad de un lance, y mucho menos el dueño de la finca, que bastante tiene el pobre con atender a sus invitados.

La conclusión es, pues, bien sencilla: o te quedas tú con el marrón y quedas como un informal, o tienes que acusar a un compañero. Si esto haces, has de llegar hasta el final, y si es menester y el propietario no puede, tendrás que conseguir que se nombre juez a un montero de reconocido prestigio que baje al monte y confirme tu tesis, que en mi caso estaba más que clara al traer el venado rastro de sangre y mostrar en sus pistas una cojera palmaria.

¿Mas qué supone eso? Causar molestias y hacer pasar un mal rato al amigo que te ha convidado a su casa para que montees como un rey. Total, que, mirado fríamente, hice bien en no rematar, pero con la conciencia en la mano y desapasionadamente, como ahora mientras escribo. ¡Maldita sea! Debí tirar y que me partiera un rayo si eso es lo que Dios quería.

Sin tiempo para pensar

Afortunadamente, los acontecimientos me sacaron de aquellas cavilaciones. De pronto se encendió una ladra y de inmediato sentí el romper de monte de las reses en desaforada carrera, que, empujadas por lo perros, venían mucho más bajas.

Se metieron en el regajillo que tenía a la derecha y apareció, formando el típico cordón, un buen grupete de cervunas. Una a una, conforme aparecía en lo limpio, las iba siguiendo con la vista y el rifle encarado, y rompieron al final de la piara una collera de venados de ocho puntillas. “¡Esta es la mía!”, me dije.

Como siempre que el terreno me lo permite, y en este caso rozaba lo razonable, me fui con el segundo para no doblar al de delante y le dejé ir una bala. Y, como estaba casi seguro de haberle dado en sitio mortal aunque no cayera, busqué de inmediato al primero y, cuando pude echarle la cruz encima, ya lo tenía de culo en busca del amparo del monte. Dos tiros me sacó, pero al final cayó redondo.

Busqué con premura el otro venado por si hacía falta rematarlo y no lo encontré por ningún lado. ¿Se me había ido o lo había pinchado malamente y tendría que rastrearlo al final? Para saber Dios. En el momento cumbre de la montería, con los perros encima, no me iba a parar en disquisiciones filosóficas ni más zarandajas. Ya tendría dentro de un rato tiempo para comerme el coco.

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El trabajo de perros y perreros fue inconmensurable. Estuvieron a la altura de la finca, de las reses y de los monteros.

Estuve entretenido mientras los perros andaban cerca y más que pendiente durante esa crucial media hora en que con tanta frecuencia entran reses vueltas de los perros. Nada me entró, pero, a juzgar por el zambaleo de tiros que se oía, bien podía suceder en cualquier momento. Transcurrido un tiempo razonable, me permití sentarme y relajarme un poco, pero sin descuidar ni un momento “mis dominios”. Le di un tiento al tintorro, encendí un cigarro y comprobé que el aire seguía firme del noroeste. Solo entonces me permití pensar en el venado que se me había ido.

Como dije, seguía convencido de que la bala había “cogido” carne, lo cual no significaba que lo fuera a cobrar con seguridad. A la vista no lo tenía… y eso solo significaba que había huido para arriba, con las ciervas. Sin duda, una mala señal.

Por otro lado, caí en la cuenta de que a las ciervas las llegué a ver perderse tras abatir el segundo venado y con ellas no iba el interfecto. Miré pues mi regajo con meticulosidad desde mi silla por si estaba tras alguna mata y no lo veía, pero eran tan pocas que perdí toda esperanza de que se hubiera quedado allí cerca.

Lo que me tenía un poco cabreado era que no había sido capaz de cobrar ninguna cierva, pues las que me habían entrado tirables iban con los venados y, claro, lo primero es lo primero. Pero presentarse en la junta sin ninguna hembra en el haber podía ser interpretado como que no había querido tirarlas, y eso sienta fatal al gestor de la mancha.

¿Conseguiría la cierva?

Casi al final, y en medio de un silencio absoluto roto solo de vez en cuando por algún tiro suelto, creí ver algo que se movía en lo más lejano de mi tiradero, arriba y a la izquierda, donde, al ser medio solana y ralear los pinos, más espeso estaba el monte.

Cogí los gemelos y enseguida vi una “linda señorita” que avanzaba tomando todas las precauciones del caso. Andaba un paso y se paraba, siempre con el aire de cara. “¡Tienes cosas de cierva vieja!”, me dije, y cambié los prismáticos por el rifle.

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La armada que le tocó a Lolo Mialdea colocándose en sus posturas.

Elegí el .270 por la distancia y por poder subir los aumentos por encima de 4, máximo que me permitía el Zeiss del FN. Lo puse en 6 al considerarlo adecuado y me lo encaré. Como ocurre cuando uno está muy hecho a un arma (se convierte en la prolongación de uno mismo), apareció al instante en la retícula del anteojo… ¡Pero estaba difícil de narices! Tan tapada entre jaras y troncos de monte de cabeza, podría tragarse la bala.

Dudé si tirarla porque no me gusta fallar (¡qué jodidos somos!), pero, como la montería se acababa, irremisiblemente decidí jugármela. Tenía que buscarle un hueco entre el monte por donde pasara la bala y, para más dificultad, colocársela en sitio mortal. De este modo, sin levantarme, crucé las pierna para tener mejor apoyo al estar la res en alto, le metí el centro de la cruz donde adivinaba el codillo y esperé a que se moviera.

Trascurrieron lentos los segundos y, cuando ya me cansaba de sujetar el rifle y notaba que empezaba a temblarme el pulso, dio por fin un pasito y yo monté el pelo como un rayo, hice puntería y apreté con suavidad el gatillo. Tras el sorpresivo culatazo, me di cuenta, ya que verla no la vi, de que había caído redonda. Una satisfacción difícil de explicar me invadió por dentro. Y es que culminar con éxito un lance difícil llena lo que no está en los escritos.

Muchas veces habrán leído quienes me sigan que considero, depende de las circunstancias, a una cierva tan digna oponente como el más gallardo de los venados. ¿Qué había tenido más mérito, el venado que entró anunciado y a distancia conveniente y por lo limpio o esta cierva tapada? Para mí, la contestación no ofrece dudas.

Contento con aquel colofón, guardé los archiperres innecesarios y me dispuse a marcar las reses, pero empezando por rastrear el venado que se me había ido.

Subí los 30 metros que me separaban de donde lo había tirado y no necesité mucho para dar con un gran espurreo de sangre, a pesar de que el suelo estaba allí cubierto por rojizas hojas de quejigo. Era sangre de un rojo vivo, arterial por tanto, y, tras fijarme mejor, vi un pedazo de hueso de costilla. “¡Tardaré lo que sea, pero a ti te cobro yo como que me llamo Lolo!”, me dije satisfecho de que el que creía perdido, más o menos lejos, estaría muerto.

Como unas castañuelas, rifle al hombro por la correa, empecé a seguir la pista sin dificultad. Y como esta me acercaba al que estaba muerto desde el principio, fui quemando etapas con tranquilidad… y cuando menos lo esperaba, tras una piedra y dentro del gajorro del arroyo, me encontré con el “bicho”. No había andado ni 50 metros y aquello explicaba por qué no lo vi caer. En el frenesí de tirar el otro, no me había fijado en éste. Tan contento estaba (¡qué poco importa el tamaño de la res!), que me besé la punta de los dedos y me los llevé a ambas mejillas. Ahora sí había cumplido con el paso.

Recuerdo la merienda como una de las mejor servidas y me dieron las tantas de charla con los amigos. A Jesús nada le dije del venado herido: ¿para qué hacerle pasar un mal rato cuando más feliz debía sentirse?

 

Texto: Lolo Mialdea 

Fotos: Félix Sánchez y autor

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