Cuando Manuel salía a cazar solía ir acompañado de su retoño. Pensaba, sin ser su idea nada descabellada, que así se iría iniciando en esta actividad tan antigua y remota como la presencia del hombre sobre la faz de la tierra.
Y, aunque Manuel practicaba muchas especialidades de caza, era sobre todo un pajaritero empedernido.
Durante el trayecto hacia el puesto y al salirse de él, surgían del muchachillo un sinfín de preguntas que Manuel contestaba con total y absoluta complacencia, viendo cómo su chiquillo se interesaba cada vez más por aquella afición que él, en sus años de mozuelo, había heredado de su progenitor.
En aquella tarde de febrero cálida y apacible caminaba Manuel junto a su hijo con la intención de colgar en el puesto de la Coscoja. Aún no habían llegado a él cuando, en un lomero cercano, el canto de un macho de perdiz acaparó la atención de ambos.
Manuel, señalando con el índice hacia el lugar donde el campero proclamaba su indiscutible ardor, le comentó a su pequeño:
–Escucha, niño, quédate atento a la buena música que tiene ese pájaro, pues más de un colgador daría cualquier cosa por incorporarlo a su jaulero, y a mí tampoco me importaría poderlo tener en el nuestro.
El chiquillo, algo pensativo, no dejó de observar a su padre y acto seguido inquirió:
–¿Papá, cuánto valdría ese pájaro si se cogiese para reclamo?
Manuel, con una socarrona sonrisa, se quedó algo dubitativo y, luego de un prolongado silencio, respondió:
–Bueno, habría que probar si el tal campero se adaptaba a la jaula y en ella cumplía como lo está haciendo ahora. Si así fuese costaría unas buenas perrillas y quien las pagara posiblemente lo haría muy a gusto.
–¿Y un pollo cuánto valdría? –prosiguió el chiquillo.
La respuesta de Manuel vendría cargada de ciertas dudas e incertidumbre, por lo que contestaría de forma algo imprecisa.
–Mira, niño, un pollo es un pájaro sin catalogar, no se sabe nunca si dará o no resultado en el puesto, por lo que el precio se puede fijar más o menos por la estampa que este tenga al observarlo.
Es de desear que sea de pico corto, similar al del gorrión, cabeza proporcionada, plumaje bien asentado y sedoso, patas y ojos rojos, y que, sobre todo, muestre cierta mansedumbre al acercarnos a él. Con todo ello, lo acertado será dar como mucho veinte o treinta euros.
El Ajumao, el mejor pájaro que cazó tu abuelo, lo cambió de pollo por una gallina con el huevo para ponerlo. En aquella época no pasaría de dos o tres duros el valor de una ponedora.
Otro pollo, al que llamó el Funo, dio por él un saco de carbón vegetal. En aquellos tiempos el precio de las cosas estaba más en consonancia con las posibilidades que las mismas ofrecían.
–¿Y un pájaro bueno cuánto puede valer hoy? –volvió a interrogar el niño a Manuel.
–Un pájaro probado y que supere la prueba puede valer una pequeña fortuna, de mil euros para arriba. Sé de un caso, en la vecina Cazalla, que dieron en los años noventa quinientas mil pesetas por un reclamo tras colgarlo y tirarle siete perdices.
De todos modos –continuó Manuel– lo acertado es hacerse de pollos con trapío y esperar a que alguno nos salga ‘apañao’, lo otro de comprar pájaros a precios desorbitados no deja de ser una locura propia en ocasiones de personas con posibles, que no escatiman el pagar lo que les pidan a la hora de darse una satisfacción o antojo.
–¿Y qué son personas con posibles –preguntó el niño.
–Pues sencillamente aquellas que tienen muchas perritas y que no sienten pereza para gastarlas.
–¿Y a ti, papá, te han salido muchos pollos buenos?
–Ha habido de todo, hijo, la mayoría no han servido, pero algunos como el que compré en compañía de tu abuelo, y al que llamamos curiosamente el Pollo, fue un reclamo formidable, la pena es que murió cuando acabó su segundo celo. Ha sido el pájaro que más agradecía los tiros que se le pegaban, y solo costó quinientas pesetas.
También a mediados de los años noventa compré otro pollo al que bauticé, por su primitivo dueño, con el nombre del León, que ha sido de los mejores pájaros que me he echado a la espalda. Por aquel pagué cinco mil de las antiguas pesetas. Al chascarle los dedos intentó picarme, y esa muestra de arrojo fue lo que me hizo comprarlo.
Al llegar al puesto Manuel advirtió a su retoño.
–Ahora ya es el momento de dejar de conversar, hemos de guardar silencio. De vuelta a la casilla podremos continuar con otros temas que te interesen y que sirvan para que descubras y conozcas todos los aspectos que la caza, en sus múltiples modalidades, encierra, guarda y atesora.
Manuel Jerónimo Lluch Lluch