Fue mi amigo desde la infancia. Pinares, quejigos, olivos o alcornoques fueron refugio de mis aventuras y consuelo de algunas penas, cuando niño, en Andalucía.
Conocí la tórtola, de vuelta a África, en septiembre; escuché la perdiz, más allá de la linde, en la siembra, por octubre; saludé el «pitido» del zorzal, a vuelta del olivar, en noviembre. Fueron amigos que tuve, por los que no tuve.
De chaval, con mi escopetilla de plomos, ensayaba disimularme en la maleza, aprendía el rececho, aguzaba el ingenio. El disparo debía ser preciso: no era suficiente un plomillo en el cuerpo de la mayoría de las presas que perseguía, había que buscar un punto letal.
Aprendí, en aquellos días, a fallar, y aprendí, también, a no echar culpa a nadie que no fuese yo. Si la presa me veía, era porque no me escondí bien; si hacía ruido y la alertaba, no había sido lo cuidadoso que debiera; si el punto de mira no estaba «fino», fue porque no lo regulé como se debiese; si me ponía nervioso y movía la carabina al disparar, era porque me faltaba temple… y experiencia. Aprendí, sí, a no buscar responsables en el sitio en el que no están.
Estudie, sin libro, para entenderme con el silencio, que resultó, con el tiempo y la vida, un muy leal compañero, como pocos iba a encontrar. Comencé a comprender su lenguaje y quise hacerme diestro en su gramática. Fueron muchos los espacios de ese tiempo sin dueño en los que acudí al aula para aprender de su enseñanza… en su cátedra me formé. Su disciplina me atrapó, su lenguaje me convenció, su saber me instruyó.
Allá que me perdía en las verdes soledades de pinos. Buscaba por el suelo piñas bien cargadas de piñones, que rompía con cualquier piedra y engullía luego con fruición.
Cuando aprobé mi asignatura de silencio, pasé a segundo curso, allí me esperaba ella: fiel, honesta y sincera.
Con pesar digo que, con el pasar de los años y el andar por muchas veredas, no encontraría alma que en estas cualidades la igualase: fue la soledad, ¡humano tesoro! No hay, en mi opinión, caza sin ella ni auténtico deleite lejos de ella. Nunca miente, siempre está, pero no perdona.
La licenciatura me la dio el bosque al terminar el tercer curso. El temario fue corto, intenso, arduo y exigente. Me hizo ir y regresar, y volver a ir y volver a retornar… muchas veces; me exigió insistir y resistir, para luego, volver a insistir; requirió de mi paciencia, después me la volvió a demandar, muchas veces más; me obligó a pedirme, exigirme y hasta a obligarme: nada, que no cueste trabajo lograrlo, vale la pena. Era el esfuerzo.
Alberto Núñez de Seoane.